Juan Carlos Sosa Azpúrua: El profesor Kingstone

Juan Carlos Sosa Azpúrua: El profesor Kingstone

Entró al salón de clases. Vestía como ayer, como hace un año y como vestiría mañana. Un Jean rasgado, con su camisa blanca y unos zapatos bastante desgastados.

El espacio no escatimaba en gloria. Se trataba de un anfiteatro con más de doscientos puestos para los mejores estudiantes del mundo. Y Edward Kingstone era el profesor, un reconocido genio de las letras, alguien que cuando empleaba el verbo disparaba balas de belleza y misterio que transformaban la página en blanco en un jardín exótico con plantas y flores jamás conocidas hasta entonces, únicas en su tipo, expidiendo aromas que hipnotizaban en un trance exquisito e inolvidable.

Kingstone obtuvo su doctorado en literatura a la edad de veinte años y los veinticinco ya había recorrido las mejores universidades hechizando a estudiantes y colegas. Su primera novela seguía siendo un fenómeno de ventas, y su autógrafo se cotizaba en miles de dólares.





Y allí estaba Kingstone, de frente a su público, parado en la tarima que le transformaba en un semidios de la academia, preparado para iniciar su rutina diaria, impartir su clase, contestar preguntas, incentivar debates acalorados y, tras dos horas de intenso compartir con sus pupilos, retirarse a su universo privado, el lugar donde nadie entraba sin su autorización, el exclusivo espacio donde solamente las más hermosas estudiantes podían tener acceso, siempre y cuando estuvieran dispuestas a transformar sus existencias en la fantasía que para ese momento Kingstone estuviera dibujando, fantasías donde las muchachas se volvían esclavas del erotismo, mujeres dóciles desfilando con lingerie y tacones altos, dispuestas a cumplir cada un de las órdenes emanadas de su amo insaciable, un hombre que desconocía los tabúes sociales, el genio de las letras que tenía el deseo irreprimible de erotizar y matar como reverso de su talento.

Pero Kingstone no asesinaba con sus manos. Lo hacía con su mente.

Primero seducía, luego hacía de las señoritas unas peligrosas felinas del placer, transformaba a muchachas de buenos hogares e impecable educación en diosas del sexo, capaces de llevar a la práctica cualquier capricho de su profesor de literatura, un vampiro humano que hacía del marqués de Sade un bebé en pañales.

Y satisfechas sus ansias, cumplidas todas sus fantasías, Kingstone se aburría de su presa, despreciándola con crueldad. Ninguna mujer se salvaba.

Después de una experiencia con este académico, la muchacha nunca se recuperaba, cualquier esperanza de una vida equilibrada y feliz quedaba reducida a un vago recuerdo que se hacía particularmente difícil de soportar cuando se le comparaba con la realidad presente y con su tenebroso porvenir.

 

– Puedes irte

-¿Nos vemos mañana?

-No

-¿Porqué?

-Me aburres

-Después de todo lo que hicimos, ayer me estabas desvistiendo y hoy dices que no quieres volver a verme porque te aburro

– Vete

-¿Y cuándo entonces?

-Más nunca, cumpliste tu función, fue divino pero ya no, ahora puedes marcharte y no regreses, tampoco deseo verte en clase, quiero que te vayas de la universidad, si no lo haces por ti misma, me veré obligado a hacerte expulsar ¿entiendes? Vete ya.

– Eres cruel, te expondré ante todos, esto no se queda así Edward, esto no se queda así…te arrepentirás.

– Si intentas cualquier cosa para revelar lo que aquí sucedió me veré obligado a publicar nuestras fotos en Facebook, y ten la seguridad que cuando tu padre te vea en cuatro patas como la perra que eres, no le gustará nada.

– Dime… ¿Porqué me haces esto? ¿Qué te hice para merecerlo?

– Cumpliste tu papel…contigo volví a corroborar mi teoría

-¿Y se puede saber cuál es tu teoría?

– Mi teoría se vuelve ley cada vez que conozco a alguien como tú…y créeme, he conocido a miles igualitas a ti…bellezas espectaculares, acostumbradas a tener el mundo en sus manos, acostumbradas a que todos los seres humanos caminan en niveles inferiores…mujeres que se creen diosas…tú, exactamente como tú. Y mi ley es que la belleza es una droga peligrosa, te vuelve esclava tan pronto como te endiosa. Creíste que conmigo ganabas el trofeo mayor, cada vez que te penetraba gritabas como loca y te sentías feliz…el gran profesor Kingstone te tomaba en cuenta, te hacía su favorita…conmigo estuviste dispuesta a hacer lo que fuera, todo lo que te pedí lo hiciste a la perfección…cree cuando te digo que lo hiciste perfecto…eres una puta profesional…una puta deliciosa…pero puta al fin.

-¿A dónde quieres llegar con esto?

– Contigo ya llegué a dónde tenía que llegar…ahora sigue tu camino y yo seguiré el mío.

 

La mujer se quedó congelada durante un tiempo infinito y luego se marchó. Al día siguiente se sentiría muy mal y tomaría dos calmantes. Al tercer día, la muchacha anunciaría su crisis vocacional y le comunicaría a sus padres que cambiaría de carrera, y que antes viajaría a China a conocer el Lejano Oriente.

Al día siguiente, ese mismo día en que la niña que fue esclava sexual se zampaba dos Rivotril, un flamante profesor Kingstone entraba a su aula de clases, sintiendo las chispas de devota adoración que brotaba de cada uno de los rostros juveniles que soñaban con un futuro de gloria literaria, donde aquel profesor era musa y también esperanza.

-Miranda…

-¿Sí profesor?

-¿Podría verte después de clases?

-¿En su despacho?

-¿A las 6:00pm?

-Claro que sí, allí estaré.

-Gracias…ahora sigamos la clase…

Esa tarde, un hermosa joven de diecinueve años pasaría cuarenta minutos frente al espejo disfrutando de su propia hermosura, midiendo cada centímetro de su cuerpo, la protuberancia de sus senos, las curvas de sus caderas y la firmeza de sus nalgas. Repasando en su mente los últimos versos de Flaubert y las rimas de Verlaine…en pocas horas estaría tocándole la puerta al gran profesor Edward Kingstone…no se lo podía creer… ¿Porqué a ella entre tantas otras? Claro, nadie como ella brillaba en clase, ningún estudiante sacaba esas notas…y ninguna compañera de estudios se le comparaba en belleza…por eso la había escogido….por eso me invitó a mí…pensaba Miranda mientras daba los últimos toques a su espectacular cabello castaño y se untaba el perfume que compró en París las vacaciones pasadas.

En dos horas, la orgullosa Miranda González entraría a la oficina de su admirado profesor de literatura, ese genio incomparable llamado Edward Kingstone.