El via crucis para ver el cuerpo de Chávez

Nunca conocí a Hugo Chávez en persona. Lo más cerca que llegué a él fue con el zoom de mi cámara de video, que lo persiguió durante una manifestación política multitudinaria en San Félix, un barrio obrero de Ciudad Guayana, el pasado agosto. Estaba muy lejos de la tarima donde él hablaba y caía un aguacero implacable, pero mi lente, por unos breves instantes, logró enfocar su inconfundible rostro redondo y sonriente, coronado con boina roja. Me temblaron las manos. semana.com

(Foto Avn)

Temor, admiración, simpatía, aversión, encanto. Con alguna, o varias de estas palabras combinadas, es que los periodistas venezolanos y corresponsales internacionales, que durante años cubrieron el chavismo, describen la sensación que él les producía. Por eso esperaba sentir algo muy fuerte cuando finalmente me paré frente a su ataúd. Pero fue tan larga la espera y tan rápido mi encuentro con el difunto, que solo repasando los pasos que di para llegar hasta él, entendí lo que había presenciado esa noche. Inconscientemente, fui testigo del más impresionante montaje gubernamental para construir un mito, el de Hugo Chávez Frías, aunque su nombre sobra, porque en Venezuela desde hace años se refieren a él sencillamente como “el comandante”.

Las colas para verlo, ocho días después de su fallecimiento, todavía eran de varios kilómetros. Un joven policía que organizaba el tráfico en cercanías al complejo militar de Fuerte Tiuna, donde está la Academia Militar y la Capilla Ardiente, me dijo que durante los primeros días, las colas tardaban 36 horas. Las personas que el pasado lunes estaban en la fila, sólo habían esperado seis. Algunos venían de otras ciudades y habían salido en buses o en carros desde temprano. Como ya era después de media noche, no podían retornar. Dormirían, o tratarían de hacerlo, en las inmediaciones de la capilla, acostados sobre el prado grueso de los jardines y las escaleras de los edificios del complejo militar.





Sentada sobre una de las gradas, Mariela Zambrano esperaba el amanecer. A su lado, dormía su hija de 10 años y otras jóvenes que habían llegado en horas de la tarde para rendir tributo al comandante. Cuando le pregunté por qué había viajado hasta Caracas para ver a Chávez contestó con una de las consignas más acuñadas entre los seguidores del presidente: “Amor con amor se paga”. Explicó que, antes de Chávez, a los pobres de Güigüe, dónde vive en el estado Carabobo, nadie les daba nada. Ahora ella, desempleada y con 26 años, recibía un subsidio del gobierno por cada uno de sus tres hijos, su madre recibía otra ayuda y esperaba que ahora Nicolás Maduro les entregara una casa de la Misión Vivienda.

El gobierno ha empeñado su futuro con la promesa de que siempre habrá una interminable cantidad de recursos para repartir entre los pobres. Es la mentalidad petrolera, dicen aquí, y aclaran que siempre existió. El problema es que antes de Chávez el chorrito no le llegaba a los más necesitados y ahora sí. Eso se llama, en teoría, socialismo, y es lo que motiva a tantos “peregrinos” a ver al “redentor de los pobres”, me dicen. Pero ese benefactor idealista, antes que un ideólogo marxista, fue ante todo militar, y a juzgar por la afluencia de uniformes que había en la capilla ardiente esa noche, los de su clase tienen privilegios sobre los demás.

Para ellos, los altos mandos del gobierno, invitados internacionales y la familia del presidente, había una zona VIP, delimitada por cordones negros. El área especial estaba llena de oficiales de insignias y estrellas, de trajes verde oliva, azul oscuro, o negro, y con gorros militares, que entraban por un acceso diferente. No tenían que hacer las colas, ni aguantar el calor y el cansancio de estar horas de pie. En los asientos reservados, descansaban sus zapatos impecablemente lustrados, recostaban sus hombros condecorados y cambiaban de una mano a otra sus bastones de mando. Así velaban al difunto y se dejaban ver.

Algunos lucían un brazalete tricolor en señal de duelo, y cuando un visitante espontáneo gritó ¡Viva Chávez! gritaron ¡viva! A pesar de ser militares, algunos lloraron y enviaron flores al difunto. Entre las coronas fúnebres sobresalía una a nombre del general Carlos Antonio Alcalá Cordones, el último comandante del Ejército que Chávez designó en vida, casualmente, mientras daba una entrevista al canal Telesur y opinaba sobre la crisis política que atravesaba Paraguay a mediados de 2012.

A los encargados de la logística en la capilla no se les habría ocurrido arrear al general Alcalá, ni a ningún otro oficial de las fuerzas armadas, como a los del “pueblo”, para ver rápidamente al comandante. Muchos cargaban una foto, un afiche, un muñequito, una gorra, una camiseta o sencillamente vestían de rojo para mostrar cuan chavistas son. Pero antes de entrar, un militar les ordenó guardar los celulares, las cámaras, incluso obligó a un hombre a retirarse los esferos que portaba en el bolsillo de su camisa. ¿Habrá pensado que eran cámaras escondidas?

En medio de semejante contingente de seguridad, no me arriesgaría a tratar de captar la imagen del difunto. Pero confieso que escudriñé con detalle si había algo especial en el cajón, algún sistema refrigerante que permitiera mantener la temperatura del cadáver en el calor de Caracas. Debajo del ataúd de madera clara, cubierto por la bandera venezolana, sólo había arreglos de rosas blancas y azules, y lo único que protegía al presidente era un vidrio, penetrable por a las miradas de fanáticos y curiosos.

Fueron sólo tres segundos los que estuve frente a él pero pude apreciar su cabeza redonda, casi sin pelo, y con la característica boina roja. Sus párpados estaban brotados y sus labios un poco cuarteados. Otras personas que lo vieron, a las pocas horas que fue trasladado a la capilla ardiente, decían que lucía rozagante y más delgado de lo que había aparecido en televisión por última vez, el pasado 8 de diciembre. Pero a mi me pareció que estaba tan hinchado, que el uniforme le apretaba el cuello y lucía más pálido que nunca, cubierto por una gruesa capa de maquillaje que traicionaba su verdadero tono de piel, dándole una apariencia plástica a su rostro. La imagen se quedó grabada en mi mente y me dejó más dudas que certezas.

Pero a los seguidores del presidente, como Miguel Gallardo, les dio tranquilidad. Viajó desde Valencia para verlo e hizo dos veces la cola en un mismo día. Entró por la fila de la derecha primero, y en su segundo intento, por la de la izquierda. La primera vez constató que su comandante había muerto. La segunda, pudo admirar su atuendo militar. “El fue un segundo libertador,” dijo emocionado, al salir de la capilla y fue a sentarse en la zona de los desvelados, que esperaban la luz del día para emprender el camino de regreso a casa.

Allí, el gobierno instaló una carpa que presta primeros auxilios a quienes salen muy golpeados de ver al comandante, y que según un paramédico, eran “demasiados”. Más al fondo ubicaron una decena de baños portátiles, que a pesar del desinfectante utilizado, hedía a orines. En otra carpa repartían botellas de agua, como también lo habían hecho a lo largo del recorrido por todo el Paseo de los Próceres. Con las botellas vacías los seguidores del presidente crearon obras de arte, letreros gigantes plásticos sobre el pasto que decían: “Chávez vive, la lucha sigue”.

Esas mismas palabras, entre otras de afecto y devoción al líder de la Revolución Socialista Bolivariana, emanaban por los parlantes ubicados en varios puntos del complejo militar. También se escuchan las canciones de protesta de Alí Primera, los fragmentos de los discursos más memorables del presidente y la canción que por última vez le cantó a capela al país: “!Patria, patria, patria querida, tuyo es mi cielo, tuyo es mi sol, patria, patria, tuya es mi vida, tuya es mi alma, tuyo es mi amoooooooooor!”

Pero no sólo se podía escuchar la voz del comandante. También se podía ver en decenas de pantallas de televisión gigantes, prendidas y sintonizadas todo el tiempo en el canal del estado. Desde el martes pasado, Venezolana de Televisión ha rendido un homenaje incesante con videos y fotos de archivo, sobre los mejores momentos de Chávez. El canal también mostraba a los miles de seguidores que pasaban por su ataúd, transmitía declaraciones de admiración de chavistas en las calles, de ministros del gobierno que invitaban a votar por Maduro, porque así lo quiso el comandante, y de personajes de fama mundial como el presidente iraní, Mahmoud Ahmadinejad.

No todo ha sido homenaje. Para construir el mito el chavismo herido necesitaba culpar a alguien de haberle causado la muerte al comandante. Por eso, esa noche, todas las pantallas transmitían una entrevista exclusiva con Nicolás Maduro, quien dijo conocer documentos desclasificados de la CIA sobre experimentos médicos y manipulación de enfermedades como el cáncer y el sida con fines políticos. Anunció que crearía una comisión científica con los mejores expertos internacionales, porque así como Chávez descubrió, al exhumar los restos del libertador, que en realidad lo habían asesinado, Maduro dijo estar seguro que a Chávez lo habían “envenenado” con un cáncer especial.

La indignada voz de Maduro vituperando al imperio, retumbaba por todo el Paseo de los Próceres. Sólo a pocos metros de la capilla, su estruendosa voz dejó de oírse porque disminuyeron el volumen de las pantallas de televisión. Una vez se acabó la entrevista, el canal continuó con su programación habitual, donde Chávez, aún después de muerto, seguía siendo el protagonista central.

Su imagen, además de acaparar las pantallas, quedó estampada en las camisetas que portaban sus seguidores, en las calcomanías que les habían repartido en la fila con el lema de “Hasta la victoria siempre” y en cinco enormes fotografías que ubicaron antes de entrar a la capilla, en donde se observaba al presidente en cinco momentos cumbre. En una de ellas aparecía de espaldas con el puño en alto celebrando sobre una tarima, a pesar de la lluvia, durante su último discurso de campaña en Caracas.

Y justo allí, en ese punto, luego de pasar frente a esa última imagen, un grupo de unos 20 indígenas, que andaban descalzos y sin camisa, fueron detenidos por el personal de seguridad. Le pregunté a un guardaespaldas por qué no podían entrar a ver a Chávez, y me dijo “claro que pueden entrar”. Pero casi a las 2 de la mañana, cuando salí de la capilla de ver al comandante, a su corte de militares, y a cientos de peregrinos del “pueblo” que le hacían el saludo militar o bendecían su ataúd, los indígenas habían sido redirigidos hacia un costado donde no impedían el paso y seguían esperando que los dejaran ver al comandante.