Colette Capriles: Un asombro esperado

Estuve releyendo el libro de Hannah Arendt,Eichmann en Jerusalén, reporte sobre la banalidad del mal, tratando de reconstruir, para fines académicos, lo que se podría llamar la “teoría” del mal que allí se sostiene. Con la idea de que el mal es banal apunta Arendt a que el mal está en el hacer, en el acto mismo, sin que ello comprometa siempre la ruindad del malvado, por así decirlo (lo que, por cierto, no significa que la persona malvada no exista). Hay, sin embargo, algo muy curioso: Arendt insiste mucho en la manera en que Eichmann hablaba. Quedó muy impresionada por ese patrón formal que veía en cada declaración de Eichmann: un uso estereotipado del idioma, con lugares comunes, o refranes o fórmulas que a sus ojos lo revelaban todo del sujeto. Su habla era banal, justamente. El hecho de que este oficial nazi no pudiera usar el lenguaje del modo relativamente creativo (o más bien, idiosincrático) que es normal, orientó a la autora decisivamente hacia la conclusión que presenta en el libro. Que en realidad describe más bien el proceso de banalización del mal: de la puesta a punto de una máquina repetitiva que se fue construyendo con un montón de piezas legales, ninguna de las cuales por sí sola dictaba el exterminio, pero que, articuladas, lo lograron sistemáticamente. Exactamente como el lenguaje de Eichmann: usaba las mismas palabras y expresiones que todo el mundo, pero de una manera rígida y repetitiva que no comunicaba nada.

El mal sistemático puede resultar invisible. Lo excepcional se va normalizando hasta desaparecer en la percepción, formando una espesa capa que lo cubre todo. Por eso el retorno a la auténtica normalidad suele exigir un tipo de justicia excepcional, como ha ocurrido en tantas ocasiones históricas.

Porque se trata, en realidad, del restablecimiento de la verdad, no simplemente como un estrato geológico que hay que desenterrar, sino más bien como la construcción de una versión más o menos consensuada de lo acontecido, lo que a su vez supone una estructura de poder distinta, obviamente.





La verdad no irrumpe, ni aparece cristalina. Irrumpen siempre unas versiones vectorizadas por la distribución del poder. Con el último escándalo audible protagonizado por esa especie de alter ego del finado Chávez (episodio dirigido y puesto en escena, sin duda, por aquel mismo individuo) se entierra de nuevo al propio fallecido (padecerá nuevos sepelios, eso sí queda claro) y se quiere señalar una nueva configuración del poder, o de los poderes. El efecto purgante que suele tener todo traspaso de mando en regímenes de vocación totalitaria (y que es una de sus características) se pone aquí de manifiesto. Claro que no bajo la forma canónica de la “autocrítica” al estilo Padilla, sino con el giro perverso que es propio del chavismo (su vocación es ser el simulacro de una tragedia, como se sabe). Lo importante es que esa figura, huérfana del contrapeso y protección que el propio Chávez le ofrecía, hizo mutis, dejando tras de sí unos mecanismos de protección “por si cualquier cosa”.

Con la ironía típica de la historia, todo ello ocurre veinte años después, día por día, del último discurso de Carlos Andrés Pérez como presidente constitucional. Allí, con lucidez que ahora parece extraordinaria, insiste, refiriéndose al proceso de persecución del que fue objeto: “Este es un síntoma y un signo de extrema gravedad, de algo que no desaparecerá de la escena política porque simplemente se cobre una víctima propiciatoria. Esta situación seguirá afectando, de manera dramática, al país en los próximos años”.

Corrijo: a lo mejor la verdad sí irrumpe. Con veinte años de atraso.