Las instituciones culturales venezolanas, un mundo perdido

Foto cortesía RevistaArcadia.com

Desde abril del 2013, la antesala del Teatro Teresa Carreño en Caracas exhibe siete grandes paneles de fondo rojo con fotografías del fallecido ex presidente de Venezuela. En las imágenes el comandante aparece cargando niños de brazos y abrazando a mujeres ancianas; en la parte baja de los paneles un logotipo celebra el 30 aniversario del teatro: “La Fundación Teatro Teresa Carreño rinde homenaje a nuestro Comandante y Presidente Hugo Rafael Chávez Frías”.

Con sus más de 80.000 metros cuadrados de construcción, el teatro Teresa Carreño no es un escenario más de la ciudad: es uno de los complejos arquitectónicos más audaces y ambiciosos de la historia cultural del continente. Concebido a finales de la década de los sesenta por el violinista y presidente de la Orquesta Sinfónica de Venezuela, Pedro Antonio Ríos Reyna, el monumental teatro abrió por primera vez sus puertas en febrero de 1976, pero se terminó de construir en su totalidad siete años después.

La lista de intérpretes virtuosos que pasó por la sala Ríos Reyna (2.367 butacas) del Teresa Carreño en las décadas de los ochenta y noventa es impresionante: tenores como Luciano Pavarotti o Plácido Domingo, la soprano Montserrat Caballé, el pianista Claudio Abbado y tantos otros confirmaban que Caracas era ya una escala en el circuito internacional de la música que, si acaso, incluía a Buenos Aires como única otra ciudad de América Latina con un escenario y un público de las calidades requeridas para presentaciones de este tipo. Bogotá, por ejemplo, habría de esperar treinta años más para tener un teatro que estuviese a la misma altura.





La mañana del domingo 21 de enero de 2001, el presidente Chávez lanzó la primera línea de su política cultural en Venezuela: a través de su programa radial Aló, Presidente despidió, en medio de insultos y agresiones, a varios de los directores de las instituciones culturales del país, entre ellos, a la mítica Sofía Ímber, conocida como la zarina de la cultura venezolana. Los acusó de haber secuestrado la cultura para una élite y de crear principados. Aquel gesto marcó el inicio de la llamada “revolución cultural bolivariana” y los efectos no tardarían en dejarse notar.

El Teresa Carreño se convirtió en uno de los escenarios preferidos de Chávez para sus actos políticos no masivos. En sus 900 metros cuadrados de tarima, Chávez entregó viviendas, juramentó a miembros de su comando de campaña, recibió a médicos cubanos, promulgó leyes, condecoró deportistas y celebró el “Día de la resistencia indígena”. Muchos de los conciertos, óperas y ballets que antes llenaban la programación se suspendieron por mandato de Chávez, o pasaron a ser cada vez más esporádicos. La sala-museo que durante una década albergó las pertenencias de la ilustre pianista que da nombre el teatro también fue desmantelada para hacerle una salita de descanso al presidente. Nadie sabe a dónde fueron a parar los vestidos y partituras de Teresa Carreño.

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Lo resumió bien el dramaturgo Orlando Arocha cuando dijo: “Teníamos un teatro que era significativo en toda América Latina, todo eso desapareció porque comenzó a convertirse en espacio político del gobierno. Hemos visto cómo se suspenden funciones, ensayos, actividades culturales, por actos proselitistas, y nadie en la gerencia ha tenido la valentía de decir que no”.

Icli Zitella, violinista y compositor venezolano que durante veinte años formó parte de la Orquesta Filarmónica, identifica dos causas del deterioro en las instituciones artísticas: el presupuesto, cada vez más exiguo y la pobreza estética: “El control estatal en Venezuela tiene una visión del arte al estilo fascista: solo folclore para aderezar concentraciones de masas. Las orquestas se ven obligadas a incrementar en su repertorio la música popular y a tocar en retretas. Yo no tengo nada en contra de la música popular, pero ella tiene espacios de sobra para su difusión; la música académica, en cambio, no. Por otra parte, se vincula con la visión comunista de que solo las masas, el pueblo, los pobres son los verdaderos protagonistas de la historia”.

El deterioro del teatro se respira por todas partes. Edwin Erminy, arquitecto y escenógrafo, trabajó desde la fundación del teatro y llegó a la Gerencia de Producción, pero renunció en 2003, porque el teatro se había convertido en “la sala de audiencias del presidente Chávez”. Según él, se desbarató un equipo profesional especializado y eficiente que había tardado veinte años en formarse: “Se rompió el espíritu y la mística de trabajo. Eso significa la muerte de una institución cultural. El teatro se quedó sin alma”. Además, se desmontó la programación regular: sus temporadas de ópera, ballet, danza contemporánea, sus programas comunitarios y educacionales; y todo fue sustituido por eventos proselitistas. Por último, se marginó de manera injustificada a importantes artistas y su legado.

El año pasado, a la directora encargada del Teresa Carreño, Alice Dotta, le preguntaron si reconocía que había prevalecido lo político-partidista sobre lo artístico: “No lo creo. Tenemos cifras que demuestran lo contrario”. Según ella, durante el chavismo la cantidad de actividades políticas no superó a las artísticas, pero remató con un curioso galimatías: “Creo que el problema era más bien que no había suficiente programación artística que hiciera el contrapeso”. Hoy, basta entrar a la página web para ver la escueta programación: solo un espectáculo en agosto y ninguno en el resto del año.

La mosca en el Chagall

Un recorrido por alguna de las trece salas del Museo de Arte Contemporáneo de Caracas (antes llamado Sofía Ímber en honor a su fundadora) es suficiente para notar el deterioro: filtraciones, humedad en las paredes, obras que se dañan en las narices de los pocos espectadores; exposiciones poco atractivas que son relecturas de la misma colección y que se mantienen expuestas hasta seis meses.

En 1974 abrió sus puertas el Museo de Arte Contemporáneo que Sofía Ímber fundó y dirigió hasta que el presidente Chávez la despidió en 2001. Mientras ella estuvo al frente se hicieron en promedio veinticinco exposiciones por año. Desde entonces, han pasado por la dirección seis personas; desde 2005 el museo perdió su autonomía y quedó bajo la dirección de la fundación de Museos Nacionales. Todo está centralizado: el presupuesto, las exposiciones y la colección.

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Recientemente un periódico local denunció que entre el pavoroso inventario de descuido se contaba una mosca muerta dentro del cristal de una obra de Marc Chagall. El museo donde destacaron exposiciones inolvidables de Lynn Chadwick, Niki Saint Phalle, Henry Moore, Paul Klee, Fernand Léger, Francis Bacon, Baltasar Lobo y Red Grooms, hoy exhibe un saldo rojo.

El Macsi llegó a ser uno de los Museos más respetados de América Latina, con una colección de 4.600 obras. El curador Miguel Miguel García recuerda que en materia museística, Venezuela era la envidia de los países de la región: “Me consta que artistas, curadores, críticos de arte, investigadores, galeristas, directores de museos e importantes coleccionistas extranjeros se asombraban cuando venían a Caracas y presenciaban las exposiciones, la manera en que estaban instaladas, los catálogos que las acompañaban, ni decir de las colecciones permanentes que siempre permanecían expuestas”.

Lo mismo opina la artista plástica Nela Ochoa quien recuerda con nostalgia el Macsi que ella frecuentaba, un museo siempre a la vanguardia. Allí se realizaba la Bienal Barro de América, que recibía artistas nacionales internacionales; y el Salón Pirelli, dedicado a promover el arte joven. Ochoa lamenta que la adquisición de obras de artistas venezolanos dejara de ser parte de la actividad museística y las exposiciones ahora languidezcan en los salones vacíos: “Otra de las absurdas decisiones fue eliminar las exposiciones individuales, so pretexto de desalentar el individualismo. Sin embargo, artistas apoyados por el régimen, nacionales o extranjeros, sí tuvieron sus individuales”.

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La curadora e historiadora del arte Susana Benko rescata el esfuerzo de los meses recientes por hacer exposiciones dignas, pero no esconde su asombro ante la falta de criterio: al lado de una exposición titulada “Diálogos contemporáneos”, que a su juicio está muy bien, hay otra de la artista Maryolga Nieto, “Origen y luz”, que no se detuvo a ver por su escasísimo valor artístico. Entre las 30 piezas que conforman la muestra de Nieto, hay un retrato de Chávez que abarca toda la pared de un cuarto oscuro reservado solo para esta obra.

Monte Ávila: habitar un cementerio

La primera traducción al castellano de Yukio Mishima; las primeras obras de Tomás Eloy Martínez y Gonzalo Rojas; la poesía vertical de Roberto Juarroz, y la proyección de Juan Carlos Onetti: todo esto tuvo lugar en Monte Ávila, la editorial que nació en 1968, creció en la década del 70, y se caracterizó por un gusto intelectual impecable y un espíritu progresista.
Los últimos años han sido la negación de la audaz visión de entonces. Según el escritor Antonio López Ortega las colecciones han perdido perfil; se han incrementado las colecciones de pensamiento político; se han dejado de publicar autores que expresan posiciones públicas contrarias al Gobierno. Pero sobre todo, la editorial evita cualquier autor o libro que tenga posiciones críticas y rechaza manuscritos o reediciones que valoren el periodo democrático 1958-1998.

López Ortega saca a relucir un ejemplo de sectarismo denunciado por el historiador Germán Carrera Damas, autor del importante libro El culto a Bolívar, quien presentó ante los medios una carta donde el director de Monte Ávila le anunciaba que no publicarían más sus libros.

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