Amuay, a un año del horror

(Foto Reuters)

Si el presidente de la República u otro alto funcionario visita hoy la refinería de Amuay afirmará que todo está muy bien, que el lugar está impecable y limpísimo. Y sí. En el área donde tal día como hoy ocurrió el accidente más letal en la historia del complejo petrolero de Paraguaná no se notan las “heridas” sufridas hace un año. No hay rastros de la explosión que se llevó la vida de 48 personas y que afectó a 1.691 viviendas.

MIREYA TABUAS/El Nacional

Tanques y esferas no muestran vestigios del incendio y una cerca color rojo envuelve todo el complejo como si fuera un lazo. Las avenidas Bolívar de Judibana e Intercomunal Alí Primera han sido reparadas y pintadas y lucen cual caminito de la reina. Las casas semiderruidas por la explosión fueron demolidas y los escombros fueron recogidos de los barrios y urbanizaciones aledañas.





Nadie diría que allí pasó un desastre.

Pero sí ocurrió y la pintura no lo borra de la mente de sus habitantes. Pdvsa ¬la compañía, como la llaman todos¬ dejó de ser la vecina pudiente y amistosa. Se convirtió en amenaza.

“Los paraguaneros, los que somos de aquí mismito de toda la vida, sabemos que nada es igual desde la explosión”. Lo señala un taxista. Y no lo dice él solo, cualquiera lo repite en el barrio Alí Primera, en la urbanización La Pastora, en la propia ciudad de Punto Fijo. Casi todos los habitantes de Paraguaná crecieron con el humo y la llama del “mechurrio” como paisaje único, pero esa imagen tan típica -que la reproducían en postales e incluso en souvenir¬ es ahora una enemiga.

La tragedia la reviven con cada ruido, cada cambio de color en la llama es motivo de angustia. Lo reconocen los bomberos. Nunca como este año han recibido tantas llamadas. “Desde ese día la gente quedó traumatizada, se alarma y llama por cualquier cosa”, asegura el sargento Derwin Manaure. “Los paraguaneros estamos acostumbrados a vivir entre dos refinerías, es lo que mueve la economía y sabemos que siempre va a haber riesgo.

Pero esto que pasó nunca se va a olvidar, siempre va a existir el miedo”, reconoce.

2 incendios menores ocurridos en los últimos 10 días (uno en Punta Cardón el 14 de agosto y otro en el propio Amuay el 20 de agosto) reaparecieron el trauma de esa noche en la que todo Paraguaná murió de pánico.

Los que se quedaron.
Es jueves 15 de agosto. Ese día, una funcionaria de Pdvsa está haciendo un censo en Alí Primera. “Es porque se cumple un año de la explosión”, susurra incrédulo un vecino. “Lo de siempre -reclama otro que prefiere no ser identificado¬ ya me han hecho como 10 censos y no toman decisiones”.

El barrio Alí Primera parece una cobija de parches. Un terreno baldío, una casa en perfectas condiciones, otro pedazo vacío, una vivienda con una pinta que dice “demoler”, y así. Desaparece poco a poco. Las calles cada vez están más solas. Algunos de los que allí permanecen usan los metros de tierra desocupada para criar vacas y caballos. Gran parte de los habitantes ha sido reubicado, pero otros vecinos permanecen allí.

Mercedes Zea no se ha ido.

“Me dejaron”, culpa y se le salen las lágrimas. Dice que las representantes del consejo comunal eran no sólo sus vecinas de toda la vida sino también sus amigas. Hubo reuniones, se decidió el traslado de todos a una urbanización nueva. Pero llegaron los camiones, los vecinos se pusieron en fila, comenzaron a hacer la mudanza y ella no estaba incluida. “A muchas familias les dieron más de una vivienda: yo sólo pedía dos casas a cambio de dejar la mía”. Y es chavista, advierte. Ese jueves lo evidencia con una franela que promociona a NicolásMaduro. Para que no quede duda, pues.

Su casa es enorme, tiene 4 cuartos, 2 baños, un gran patio con una mata de granada.

Se la hizo su esposo hace 25 años. La construyó a su gusto.

Piso, baños, cocina, todo. Amplia. Fresca, en una zona en la que nada es fresco. Cuenta que cuando llegó, Alí Primera era un monte, feo y pelado. “Igual que ahora”.

Así se fueron los vecinos. Demolieron sus casas. Y su cuadra prácticamente quedó desierta.

“Fueron muy malos. Nos dejaron solitos aquí”, dice.

Ahora, además de a la refinería, le teme a los robos. Este año, una vez trataron de invadir su casa. Después, su hijo le regaló un perro, Coqui, que ladra a los extraños y muere de calor en el porche. “Quiero irme. Aquí me acuesto y solo pido que amanezca rápido.

Quiero saber cuánto puede darme la compañía por la casa”. De la oferta de Pdvsa dependerá su decisión. Igual le sucede a José Heredia, tanto su casa como su taller mecánico están en el barrio y no lo satisface lo que le ofrecen. “¿Cómo monto mi taller en un apartamento?”, alega. Por eso espera lograr un buen precio por su terreno. “La única esperanza es que hay elecciones y, cuando hay elecciones, dan casas”, comenta Antonio Semeco, otro vecino de la zona.

También José Marín permanece en Alí Primera. En su casa no hay más que un chinchorro y el imprescindible aire acondicionado. Su familia está guarecida en la casa de su suegra, él sólo está allí cuidando su patrimonio y esperando que el funcionario que hace el censo le dé alguna respuesta. “Dicen que van a medir para reubicarnos, pero nos dijeron que será en dos años, no puedo vivir tanto tiempo en casa de mi suegra”. Reconoce que en un principio Pdvsa les arregló las casas, puso vidrios de las ventanas, puertas, techo. Pero luego, llegó la decisión de la salida pues todo el barrio formaría parte del perímetro de seguridad de la industria.

La información varía de uno a otro vecino. Nadie está claro de hasta dónde llegará la cerca en Alí Primera, ni tampoco en otra urbanización cercana que también fue afectada: La Pastora.

Pdvsa les arregló las casas. Son más los que lo reconocen que los que no. Sin embargo, muchos no entienden por qué les ayudaron a reparar las viviendas y ahora deben desalojarlas.

Algunos vecinos se quejan del desorden: mientras algunos propietarios permanecen en el área de riesgo, otros que vivían arrimados fueron beneficiados con viviendas.

La Pastora está a pocos metros de la zona de la explosión.

Las casas más cercanas a la avenida fueron desocupadas y demolidas. Pero quedan algunas viviendas en pie. Una es la de Luisa Díaz de Álvarez, quien no quisiera irse: su gran casa no sólo acoge a 4 de sus hijos y a sus familias, sino que allí recibe siempre al menos a 60 parientes que la visitan y pernoctan, si es necesario, en el patio. “Mi esposo compró el terreno, hizo el plano a su gusto, me duele porque es un recuerdo de mi viejo con quien estuve 51 años casada. Si me tengo que ir, que sea lejos, al campo, pero no a una casita donde no quepa nadie”. Pdvsa reparó los daños de la vivienda al principio, pero luego no recibieron más noticias. A Luisa le da miedo, porque la soledad de las calles ha traído un mal que no conocía la urbanización: la inseguridad. “A las 6:00 pm hay que esconderse dentro de la casa”, reclama.

Juan López vive en La Pastora y sufre por partida doble: después de la explosión, Pdvsa no lo volvió a contratar como obrero de constructor civil y la ayuda que recibió al principio para reparar los daños de su inmueble no llegó más. “Llega diciembre y arreglaré, con mi propia plata, mi techo”, sentencia. En cambio, a su lado, la casa de su suegra fue reconstruida totalmente por la petrolera. Contradicciones como esas se han dado por decenas en la zona afectada.

Los que se fueron. Casas idénticas y en hilera, que aún carecen de identidad. El aire huele al polvo del cemento. Ciudad Bicentenario, Ciudad Federación y Nueva Jayana son tres urbanizaciones donde fue reubicada la mayoría de los afectados.

A Beatriz de Gouveia y su familia los llaman “el milagro de La Pastora” porque se salvaron en una cuadra en la que todo quedó demolido. Uno de sus hijos, Luis, recibió el impacto de los vidrios rotos en los ojos y ha tenido que someterse a varias operaciones que pagó íntegras la petrolera; a su nuera se le partió una pierna; su nieta, Fátima, estaba tapiada y la salvó su papá. Ella misma, devota como es de la virgen de Fátima, asegura que la salvó la Guadalupe. “Yo tenía un rosario en la pared con su imagen, cuando me cayó el techo encima, pero no me aplastó, tenía un hueco para respirar, y me decía `alguien va a venir y me va a salvar’, entonces el rosario cayó sobre mi cara, en ese momento una nieta gritó y eso me dio fuerzas, saqué mis piernas y logré salir, empecé a saltar bloques y llegó mi hijo Carlos y nos rescató. Damos gracias a Dios porque salimos con vida; nos dio otra oportunidad, pero perdimos nuestro patrimonio”, expresa.

Reconoce que Pdvsa les dio viviendas a los tres días del siniestro en Ciudad Federación y además les indemnizó por el negocio destruido: Toripollo.

Sin embargo, no compensa lo perdido: del comercio vivía la familia y la primera de las viviendas que tenían fue construida hace 45 años, cuando ella llegó de Portugal, apenas con 18 años de edad: “La compañía nos dio casa y nos canceló, pero el patrimonio que perdimos no lo paga nada”.

Guarda los periódicos que muestran la destrucción. “He hablado con psicólogos pero aunque me fui de allí no dejo de recordar, está en el corazón.

Mi esposo construyó antes que la compañía, pero ella fue creciendo y creciendo y llegó hasta donde estábamos nosotros”, recuerda. Está adaptándose a la nueva urbanización. Al menos, dice, es tranquila.

Los que se mudaron a Ciudad Bicentenario no están tan a gusto. Viven al lado de un barrio peligroso, Los Rosales, y tienen además como escenografía otro mechurrio: el de Punta Cardón. “Salimos de ser vecinos de una refinería para entrar a otra”, comenta Osbely Reyes aunque reconoce que la nueva residencia es mejor que la que tenía: “Pasé de vivir en un cuarto de tres por tres metros a una casa con todos los muebles”.

Susana Marín fue de los primeros en mudarse a Ciudad Bicentenario: “Vivíamos casi pegados a la pared de la compañía; acá estamos bien porque tenemos agua dos veces a la semana, la traen camiones cisternas, y hay un trailer de Pdvsa con una trabajadora social que nos ayuda si necesitamos algo”. Trató de diferenciar su casa de la uniformidad del resto. Le pegó en las paredes exteriores adornos de patos y ositos de yeso pintado. “Lo malo ¬se queja¬ es que me la paso sembrando matas y nada, no salen”. Y al fondo, la llama de la refinería de Cardón le recuerda todos los días el horror vivido en Amuay. Es otra vecina intimidante.