Carlos Alberto Montaner: El lenguaje y el totalitarismo

No voy a entrar en los asuntos concretos de Venezuela porque hay expertos que conocen el tema mucho mejor que yo.

En realidad éste es un viejo debate que comenzó hace muchos siglos.

Tal vez en el siglo XIII, en la Universidad de Oxford, cuando unos franciscanos defendieron la idea de que las autoridades religiosas no tenían el monopolio de interpretación de la realidad.





Hasta ese momento reinaban el método y la visión escolásticos. Todas las verdades ya habían sido descubiertas por las autoridades de la Iglesia y al conjunto de la sociedad sólo le correspondía verificar lo que ya se había establecido.

El totalitarismo es la expresión actual de aquel monstruoso ataque a la razón.

Los venezolanos que, durante al menos 40 años, disfrutaron de un lenguaje político plural, hoy contemplan, justamente horrorizados, cómo el régimen chavista, que es una expresión del totalitarismo, va adueñándose de todas las palabras.

Me explico. Un régimen totalitario no es sólo aquel que acapara todas las empresas e instituciones.

Antes de llegar a ese punto, el régimen totalitario debe construir una especie de tela de araña verbal para sujetar al conjunto de la sociedad.

Por encima de todo, el régimen totalitario es el que impone por la fuerza un relato único, una sola voz de mando, una indiscutible interpretación de la realidad.

La cúpula totalitaria lo sabe todo, es dueña de verdades absolutas y a partir de ese convencimiento genera un tipo de relación autoritaria que somete a la sociedad a los caprichos de la dictadura.

¿Cómo se forma parte de la dictadura? Quiero decir, más allá del voto ritual en las elecciones amañadas, ¿cómo se manifiesta la adhesión al totalitarismo?

Muy sencillo: suscribiendo el relato y repitiendo el discurso oficial.

Los regímenes totalitarios son dictaduras corales. El coro tiene que estar afinado. Quien emite una nota discordante es un disidente.

Si su disidencia consiste en aportar una interpretación distinta del pasado, es un revisionista.

Si su disidencia es un juicio severo sobre alguna lacra del presente, es un hipercrítico que actúa movido por oscuros intereses económicos.

Si la disidencia radica en predecir un futuro diferente, la acusación es desviacionismo.

Para lograr la unanimidad del discurso, para conseguir el coro perfecto, el régimen totalitario arma jaulas institucionales.

El presidente o sus portavoces seleccionan y desacreditan públicamente a los enemigos de la unanimidad.

El parlamento legisla para crear reglas que castigan a estos temerarios que disienten.

Los tribunales se encargan de convertir esas reglas en sentencias.

Las fuerzas del orden público castigan a las voces rebeldes que han roto el perfecto afinamiento del coro.

Los medios de comunicación durante el proceso, han difamado y desacreditado al adversario.

Cuando ya está exiliado o preso, si no lo han liquidado físicamente, esos medios salen al campo de batalla para rematarlo moralmente.

El acto final es darles el tiro de gracia moral a los heridos.

Los llaman terroristas, fascistas, agentes de la CIA, burgueses despreciables que medran con la pobreza de los necesitados. Cualquier ofensa es conveniente y útil para sus planes.

El lenguaje de los medios de comunicación al servicio del totalitarismo tiene que ser siempre descalificador.

El opositor jamás es una persona que tiene una opinión diferente. El adversario es siempre un canalla guiado por los peores intereses.

Quien se opone es un mal nacido, un tipejo al servicio de poderes extranjeros.

Ese lenguaje de odio es esencial para poder destruir físicamente a los adversarios. Hitler llamaba gusanos a los judíos que se proponía exterminar.

Fidel, Raúl y los medios de comunicación de ese régimen totalitario llaman del mismo modo a los cubanos que se le oponen.

La agresión siempre comienza por el lenguaje.

La consecuencia de este clima de inmensa hostilidad verbal, seguido de instituciones totalitarias dedicadas a construir sociedades corales, es la desaparición gradual de la rebeldía y el oscurecimiento de la realidad.

La verdad oficial sustituye a la verdad real.

Las personas, aterradas, comienzan a repetir mecánicamente el discurso oficial. Eso es lo seguro.

Aprenden a callar sus verdaderos criterios y a esconder sus emociones para poder sobrevivir.

Pero hacen algo todavía más grave: enseñan a sus hijos a mentir. Los convierten en mentirosos para que no corran peligros ante la saña del estado totalitario.

Cuando eso sucede ya es muy difícil zafarse el nudo dictatorial.

El mecanismo es diabólico: una vez que la persona asume el relato oficial y repite el discurso de los amos del poder, se desata el proceso de la disonancia.

Quien la padece vive la incomodidad tremenda de creer una cosa, decir otra y hacer, cuando puede, algo diferente.

La disonancia, esa incoherencia moral lastima profundamente. Los seres humanos están sicológicamente predispuestos para la coherencia, para decir la verdad.

Lo he repetido muchas veces: ¿están conscientes quienes me escuchan de las reacciones fisiológicas que ocurren cuando mentimos?

Nos sudan las manos y las axilas, nos cambia la voz, se dilatan las pupilas, el corazón se acelera, la piel se enrojece. Hay toda una reacción fisiológica, como si el organismo se rebelara.

Y es que se rebela. Se rebela tanto, que al cabo del tiempo, esa rebelión se somatiza como una gran tristeza, como una pena infinita.

Entonces ocurre el fenómeno psicológico que espera y beneficia a la dictadura: surge una de las variantes del Síndrome de Estocolmo.

Es tanto el miedo, es tan grande el pesar, que se presenta una especie de docilidad voluntaria, incluso de afecto por el que nos hace daño.

En ese punto, se ha cerrado la última reja de la jaula. Los totalitarios han domado a sus víctimas con el lenguaje.

Naturalmente, las consecuencias de ese terrible fenómeno es la pobreza material creciente de la sociedad y la pobreza moral, también creciente.

Del empobrecimiento que produce la falta de libertad, no hay que hablar. Lo conocemos todos.

El empobrecimiento moral es otra cosa. Es la anomia, que dicen los sociólogos. Sometidos todos a unas reglas absurdas y falsas, secretamente se va gestando una sociedad sin normas, en la que todo vale. Eso es la anomia. Algo así como la ley de la selva.

Es asombroso que ese devastador proceso comienza cuando nos roban las palabras, pero es así. Lo hemos visto mil veces. Por eso es tan dañino el totalitarismo.