Fernando Núñez-Noda: Momentos estelares de la astronomía antigüa

Fernando Núñez-Noda: Momentos estelares de la astronomía antigüa

Hitos de hace siglos sobre el cielo y sus componentes.

Para el homo sapiens prehistórico el cielo quizá estaba adherido a la Tierra. Muy lejana esa bóveda llena de extraños objetos brillantes y ese fuego enceguecedor, pero prolongación de montañas y horizontes al fin.





No se conoce esa transición de la observación práctica o mística del cielo a la astronomía, pero pueden seguirse algunos pasos, a ver a dónde nos llevan. El camino que propongo es lo que llevó a la  ciencia astronómica.

Lo que sigue es un compendio personal, con datos que voy seleccionando sin el rigor de la academia. Faltarán aquí muchas maravillas, pero no dejo de mencionar mis favoritas.

El evento histórico más antiguo que registra la Cronología de los Inventos (1989) de I. Asimov ocurre aproximadamente 6.000 años atrás: la invención de los relojes de sol, en Egipto. Incluso dividieron el arco que sigue la sombra de una vara o punta en 12 partes u horas. Inauguraban así el medio día (la otra mitad ocurría en la sombra).

Los mesopotámicos, hacia 2800 aC, agregaron esos días en grupos estacionales que el reloj de sombra no podía medir. Uno muy obvio tenía que ver con la luna: una vuelta de nueva a plenilunio de 29-30 días, el llamado “mes lunar”. Hay también otras correspondencias, como el ciclo menstrual o grupos de meses coincidentes con las estaciones.

De modo que entre el Tigris y el Eufrates se crearon ciclos con años lunares de 12 o 13 meses, estaciones incluidas. Los egipcios fueron más precisos y no miraron al cielo sino a los desbordamientos anuales del Nilo y determinaron entre 360 y 365 (¿les suena familiar?) el número de días que duraba tal año. Esa es la base de los calendarios modernos.

Mil años después los sumerios desarrollaron un sistema de numeración basado en el 60, fácil de fragmentar (divisible entre 9 números distintos) y capaz de definir el minuto (60 segundos) y la hora (60 minutos). Seis veces sesenta es 360 y ese número mágico fue aplicado al círculo, dividido en grados: 90° es un cuarto; 180° la mitad; 360° vuelta completa.

Así se logró relacionar la trayectoria del Sol con cada grado (día), predecir su ubicación y por tanto los eventos repetitivos: lluvias, sequías, cosechas. Luego invadiría aspectos menos cíclicos: sentencias carcelarias, plazos de pago, tiempo de una asignación de trabajo, etc. Esta división del tiempo ha sido clave para organizar la sociedad humana, para saber cuánto duran las cosas, para poder contestar “¿Cuántos años tienes?” (aunque algunos no quieran contestarlo).

Al colocar la rejilla en el cielo, los mesopotámicos encontraron “estrellas” que no rotaban uniformemente (cinco, para ser exactos), los planetas visibles al ojo. Siglos después los romanos le dieron a este arreglo una mitología que aún se conserva: sumada la luna y el Sol a los cinco “errantes” (eran ya siete planetas), las llamaron como sus dioses: Mercurio, Venus, Saturno y así trasladaron las denominaciones a los días: jueves por “Júpiter”, martes por su homónimo, etc.

La semana de siete días, que había sido inventada en Mesopotamia, era ahora un pilar social, una referencia para organizar la acción y la memoria colectivas. Cada día consagrado a un dios.

Registros orientales, mesopotámicos y del Medio Oriente

Los astrónomos chinos estaban activos tan lejos como 2.000 años aC, cuando se registró por primera vez un eclipse y se anotaron los tiempos de rotación al cielo de algunos planetas como Júpiter.

En esto los asiáticos probaron ser minuciosos y sistemáticos, porque sus anales estelares detectaron varias novas y supernovas (estrellas que estallan muy lejos y se ven como luceros que aparecen de un día para otro). De estos eventos hay noticias tan lejos como 1400 aC.

 

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Astrónomo chino según estampa antigua.

 

Además, dieron fe del paso de un cometa en 613 aC (quizá el Halley).

Ciertamente la navegación fluvial había sido inventada siglos antes, pero las aventuras marítimas más antiguas registradas comenzaron hacia el 1100 aC (aproximadamente la época del faraón Akhenatón).

Los fenicios subieron su cabeza hacia las estrellas para guiarse: la Osa Mayor indicaba no sólo el norte, sino los demás puntos cardinales. De modo que con ésta y otras guías estelares que aparecían y desaparecían en el año, los fenicios agotaron el Mediterráneo y salieron al Atlántico, a las costas de África occidental.

En 585 aC los imperios más poderosos seguían en el valle del Eufrates-Tígris. Es curioso, por cierto, pero las naciones más grandes y prósperas solían aportar los avances astronómicos y, quizá, científicos en general. Parece que hace falta un superávit material y de seguridad, para que los curiosos y científicos puedan escrutar y analizar los cielos.

El caso es que los astrónomos babilonios (para entonces tenían cautivos a los judíos en su tierra) hicieron un recuento preciso del tránsito del Sol y la luna por el cielo y anticipaban cuándo se cruzaban y, como ocurre en los eclipses, se bloquearan mutuamente. Este conocimiento proporcionó gran poder a los sacerdotes-astrónomos-astrólogos: la comprensión y predicción de los “eclipses” (nombre actual acuñado por los griegos).

Se dice que Stonehenge, en Inglaterra, estaba dispuesto para registrar o predecir ciertos fenómenos celestes, incluyendo los eclipses. La construcción primigenia de este observatorio-altar supera en longevidad incluso a las pirámides, en la Edad de Piedra nórdica.

La ciencia astronómica griega

 

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Ilustración: Lúdico.

 

Los griegos llevaron la astronomía (y la ciencia en general) a un nivel muy avanzado, entre 500 aC y el siglo III dC. La palabra “astronomía” misma tiene raíces helenas.

En los quinientos años posteriores los griegos dominaron la astronomía, con un número sosprendente de aportes, en un marco más científico que nada de lo que se hizo antes.

Mientras la tradición relacionaba los eventos celestes con la divinidad, la ciencia griega exhibió una independencia nunca vista y, acaso por primera vez, individualidad e identidad de los autores: Pitágoras, Euclídes y sus respectivas obras, corrientes y escuelas.

No se conoce con nombre propio la mayoría de los autores egipcios, ni babilonios, ni fenicios. Pero los griegos comenzaron a ponerle firma a sus ideas. También surgieron, acaso por primera vez, filósofos o autores autodeclarados ateos o agnósticos, pioneros en atribuir causas no místicas a los fenómenos.

Este es un comentario fuera de línea, que solo se permite en las recopilaciones informales.

Hacia 500 aC. Pitágoras, fundador de la matemática “de autor”, parece que viajó a Babilonia y conoció de primera mano las técnicas de observación y escudriñamiento del cielo nocturno. Fue este maestro quien refutó la idea común de que había un lucero de la tarde y uno de la mañana: ambos eran el mismo, nombrada por él Afrodita y llamada Venus por los romanos.

Dicen que Tales de Mileto, hacia 580 aC, predijo un eclipse que detuvo una batalla entre los Lidianos y los Persas. El oscurecimiento del cielo hizo que ambos ejércitos se retiraran. Contemporáneo al de Mileto, Anaximandro planteó el primer modelo astronómico conocido que excluía las fuerzas divinas.

Pitágoras y sus discípulos (hacia el 550 aC), enamorados de las esferas, propusieron un modelo de sistema solar en el cual la Tierra era central y los astros giraban siguiendo trayectorias circulares, dentro de esferas invisibles que giraban concéntricamente. Las estrellas, se decía el del célebre teorema, tenían que ser esféricas también.

El sentido común –sin herramientas científicas- produce una visión “geocéntrica” del universo. El Sol gira alrededor de la Tierra e igual así las estrellas y la luna. El planeta, plano o esférico, se mantiene estático o, al menos, más fijo que el inquieto cielo. Así parece corroborarlo lo que percibimos e inferimos. La astronomía hasta los griegos clásicos era esencialmente geocéntrica, anclada en nuestra perspectiva de observación.

Para colmo, uno de los más grandes y respetados pensadores griegos, Aristóteles, defendía un modelo geocéntrico que, sofisticado por otros griegos como Hiparco y Ptolomeo, fue el canon por casi dos mil años.

No obstante el camino para sacar el centro del universo de la Tierra había comenzado. Tan lejos como el siglo V aC Filolao propuso que el planeta y su cielo giraban sobre un centro invisible, podría decirse el centro de una galaxia o algo por el estilo. Su propuesta, no obstante, fue ignorada.

Un siglo después Heráclides, quien aceptaba que la Tierra fungía de centro, propuso que algunos cuerpos giraban alrededor del Sol. Era la primera vez que el diligente astro rey se le imaginaba fijo, centro del giro de “estrellas más pequeñas” (eran planetas).

Estos modelos, sin embargo, no salían del geocentrismo, del apego a la perspectiva terrestre, provincial y entregada al presentismo.

Marchas atrás a futuro

Hacia 350 aC el matemático Eudoxio dibujó el primer mapa del cielo con nomenclatura moderna, es decir, líneas imaginarias equidistantes, fijas, del cenit hacia abajo y otras perpendiculares. El cielo era ahora una cuadrícula con longitudes y latitudes, referencias indispensables para ubicarnos en un momento y lugar determinado.

Si bien hubo intentos anteriores de darle al universo otros ejes y centros, el verdadero salto cuántico lo dio Aristarco de Samos, quien postuló hacia 280 aC que la Tierra rondaba al Sol y que éste era el centro del Universo. Mil ochocientos años antes de  Copérnicoy su modelo heliocéntrico, sólo que pasó “por debajo de la mesa” ante modelos más “obvios” al antropocentrismo.

 

Modelo geocéntrico de Ptolomeo, según ilustración del siglo XVI.

Modelo geocéntrico de Ptolomeo, según ilustración del siglo XVI.

 

También hizo lo suyo Aristarco calculando distancias: la de la luna y el Sol, que fueron inexactas (por falta de instrumentos adecuados) pero correctamente inferidas como la grande muy lejana y la pequeña más cercana.

Contemporáneo al de Samos, Eratóstenes calculó en Egipto la circunferencia terrestre hacia 240 aC. de una forma por demás ingeniosa. En verano, al mediodía, una vara de cierta longitud no proyectaba sombra alguna en la ciudad que ahora se llama Asuán, al sur de Alejandría. El sol emitía una luz perpendicular al plano terrestre en ese lugar, a esa hora. No obstante, en Alejandría una vara de la misma longitud producía una sombra con un ángulo de 7 grados.

¿Qué significaba esto? Que la Tierra era esférica y que, si se conocía la distancia entre las dos ciudades, se podía calcular el diámetro de la circunferencia terrestre usando trigonometría. Para asombro moderno, el matemático griego logró la longitud en 40.225 km, apenas unos kilómetros del cálculo moderno: 40.066 km.

Cerca de 134 aC otro célebre astrónomo, Hiparco, compuso un catálogo estelar e inauguró la llamada “precesión”, el cambio paulatino del curso estelar a lo largo del eje polar, que puede trazarse hacia atrás. El sabio también catalogó la posición y brillo de las estrellas más notables.

Entrada ya la era común, el modelo geocéntrico de Aristarco nunca logró aprobación y se impuso, como sabemos, el de Aristóteles. Hacia 140 dC un astrónomo heleno de Alejandría, Claudio Ptolomeo, “perfeccionó” el sistema heliocéntrico tradicional con un modelo que dominó la cosmología medieval hasta el siglo XVI.

Según Ptolomeo la Tierra era el centro inmóvil del universo. Alrededor del planeta, se sucedían esferas concéntricas en un intrincado arreglo. Los siete “planetas” (la Luna, el Sol, Mercurio, Venus, Marte, Júpiter y Saturno) giraban en círculos (epiciclos) que rondaban otras esferas (deferentes). Las estrellas fijas tenían su propia gran esfera externa.

Su obra sobrevivió y se popularizó gracias a los árabes, quienes la compilaron bajo el nombre Almagesto (“Gran Tratado”). La razón de su vigencia es que predecía satisfactoriamente la posición de la mayoría de las estrellas conocidas y sólo comenzó a mostrar su insuficiencia cuando la tecnología telescópica comenzó a revelar nuevos cuerpos celestes que no obedecían a los giros esféricos.

Es paradójico que la inigualable astronomía griega, luego de postular la mayoría de los modelos correctos o actualmente reconocidos, cerrara su etapa clásica con este sistema geocéntrico que probó estar plagado de errores antropocentristas.

Pero lo que legó aún domina la visión desde la Tierra del cielo y la concepción científicamente aceptada del Sistema Solar.

El cielo de Perú antes de Colón

En marzo de 2007 se anunció el descubrimiento del observatorio solar más antiguo de América, en el monte Chankillo de Perú, con más de dos mil años. Un conjunto de trece torres alineadas de norte a sur, seguían la pista del Sol año tras año. Como se aprecia en la foto, un muro doble, concéntrico, lo hace un espacio cerrado.

Un año antes, en mayo de 2006, se desenterró el primer observatorio americano, en el Valle del Chillón del mismo Perú. Un hallazgo que dejó impresionados a los expertos, que no esperaban tanta sofisticación científica y social hacia 2.200 aEC. El Templo del Zorro (como lo llamaron sus descubridores por una figura tallada del animal) “marcaba” el paso de los astros para señalar eventos claves: las crecidas del río Chillón, las cosechas, los cambios de estación.

Ahora ¿quiénes fueron estos constructores? Dos mil años antes de la Era Común todavía existía Sumeria y la pirámide más antigua tenía apenas cuatrocientos años. Se sabe muy poco de estos pueblos ancestrales, no se ha conseguido lenguaje escrito, ni restos humanos. Conocían el cielo por lo que se deduce de sus diagramas y sus habilidades constructivas eran sólidas. Pero nada más, por los momentos.

Los Incas se formarían como nación 3.200 años después, hacia finales del sigo XIII EC. Y desde su cercanía al Ecuador planetario, hicieron mapas del cielo para acompañar sus complejas ceremonias religiosas y para fines prácticos, claro, como la identificación de los solsticios. Por eso el Sol (llamado “Inti”) era central y se han hallado templos dedicados al Sol del siglo XV EC.

En Cusco, la capital del imperio, los registros españoles dan fe de un calendario solar público, cual instalación, un conjunto de pilares que visto desde ciertos ángulos indicaba la fecha. Al Sol también le dedicaron plataformas pétreas llamadas “Ushnus” (Huascas) que abarcaban el imperio.

Los recorridos del Sol y la luna, entonces, generaron meses de 27 días y años de 328 días y se dice que había igual número de Huascas sagradas diseminadas en el territorio andino con Cusco como su centro.

Parece que el conjunto estelar de Las Pléyades era un indicador importante, dado que los 37 días en que aparecían en la bóveda equivalían justamente a la diferencia entre el año solar inca y el lunar.

Es notable cómo este pueblo usó “constelaciones inversas”, cuyos dibujos obedecían a las áreas oscuras del cielo. Por ejemplo, la franja negra en el centro de la Vía Láctea fue representada con una perdiz. Una serpiente reptaba entre Sirio y la Cruz del Sur. Y así, otras hermosas figuras que llenaron las sombras…

Epílogo

El cielo observable y discernible ha sido la primera y más antigua interfaz gráfica de usuario. Con poco más que la observación el ser humano ha logrado discernir realidades muy lejanas (el comportamiento de los cuerpos celestes, por ejemplo) y, mejor aún, infinidad de cuestiones prácticas: hora del día, ubicación, fecha en el año, estaciones o fenómenos recurrentes.

La astronomía (incluido el Sol) ha sido como una primera escuela y como un tutor mudo pero elocuente de la regularidad. Ha tomado no solo pueblos, sino “las” generaciones. El legado antiguo es como una historia en sí misma: tuvo sus debates fijo-errante, plano-esférico, perfecto-imperfecto. Incluso, diría yo, con-dioses o sin éstos.

En algunos casos proporcionó modelos fallidos. Pero en otros dio en el blanco, descifró fenómenos físicos complejos y lejanos con sorprendente precisión. Dejaron los fundamentos de un edificio astronómico que perdura en lo esencial.

Si observamos la historia, son los mismos astros (Sol, Luna, planetas, estrellas, asteroides y desechos) los que vemos cruzar el espacio del día y de la noche, hoy y hace cuatro mil años. Por eso lo siento una escuela, de la cual los cursos en línea gratuitos serían el más cercano equivalente internet ¡ah, y la Google Sky porsupuesto!

Creo -y esto es pura especulación personal- que tendemos a temer las cosas físicas demasiado profundas o altas. Por eso la bóveda es como un tapiz plano.

Y si recordamos que lo visto en el cielo ocurrió realmente hace cientos y a veces millones de años, la conexión con los antepasados resuena.

¿Y saben cuándo se acrecienta más? Cuando salimos en humilde silencio y contemplamos el cielo nocturno, tan desprovisto de resplandor citadino como sea posible, y nos perdemos en esa inesperada y súbitamente profunda ventana al universo.

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ILUSTRACIONES: Lúdico.

UNA NOTA SOBRE ESTE ENSAYO

  • Su objetivo no es práctico, sino intelectual y catártico.
  • Es una lista de items que recuerdo o que me ha alegrado encontrar sobre un tema específico.
  • Si alguien siente que el autor “no incluyó” algo, les sugiero que agreguen esos recuerdos o hallazgos en la caja de comentarios.

 

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