Álvaro Valderrama Erazo: Qjinto domingo ordinario “A”

Álvaro Valderrama Erazo: Qjinto domingo ordinario “A”

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En la liturgia de la palabra de este Domingo, día del Señor, nos presenta la Iglesia los textos del capítulo 58,7-10 del profeta Isaías, del capítulo 2,1-5 de la carta del apóstol San Pablo a los corintios y del capítulo 5,13-16 del Evangelio de San Mateo.

El texto de Isaías nos muestra una predica del profeta, que exige la Justicia social y nos exhorta a compartir el pan con el hambriento, a dar techo al desposeído , a cubrir con vestimenta al desnudo y a no desentendernos de los familiares y amigos, para que, de esa manera, nuestra luz brille en las tinieblas.





Por su parte, el Apóstol San Pablo, que era un erudito de la palabra, y que bien pudiera haber presumido de ello, exhorta, por el contrario, a la comunidad cristiana que él mismo había fundado en Corinto, a dar paso al poder del Espíritu Santo y evitar el uso de la sublime elocuencia en la predicación del mensaje del Señor, de tal manera que la fe de sus miembros pueda estar fundamentada en el poder de Dios y no en la sabiduría humana.

Jesús, después de la predicación del sermón de la montaña, dirige su mirada y su voz a sus discípulos, haciéndolos conscientes de quiénes son: Sal de la tierra y luz del mundo. Posteriormente los llama a hacer brillar su luz entre los hombres, para que, con el testimonio de sus vidas los pueblos den gloria a Dios.

Los mensajes que nos presenta la liturgia de la palabra de este Domingo nos muestran la que la cercanía de Dios se hace sentir con mayor fuerza entre nosotros, precisamente cuando nosotros procuramos sembrar la justicia y buscamos hacerla crecer entre nosotros.

Entre ambos textos se produce una concordancia bíblica que nos muestra la revelación de Dios en diferentes tiempo de la historia de la salvación y a diferentes destinatarios de sus mensaje. Isaías profetizó, casi setecientos años antes de que lo hiciera el Apóstol entre los gentiles.

No es una casualidad que la voz de denuncia del profeta Isaías se eleve y se haga oír en una sociedad debilitada, amenazada y finalmente subyugada como victima de la inmoralidad y de la injusticia. La injusticia y la inmoralidad de los jueces hace que el pueblo de Israel, víctima de la corrupción y la tiranía del reinado comience a perder la esperanza de la cercanía de Dios, que los sacó de Egipto y los libertó de la esclavitud.

El Rey y sus más cercanos dominadores eran culpables directos de que los mandamientos de Dios tuvieran tan poca vigencia en la vida de los israelitas, que sufrían el hambre, la desnudez, la carencia de techo y la mendicidad.

El Apóstol Pablo, por su parte, dirige su mirada y sus palabras a una de sus comunidades cristianas, que parece haberse perdido en la desesperanza del cisma, en una ruptura que la llevaba a poner su esperanza en sectarismos y a olvidar que la vida cristiana y la fuerza para vivirla en la fe es un regalo dado por Dios y nos por los hombres, aunque presuman estos de la relativa sapiencia.

Entre ambos textos -del profeta Isaías y del Apóstol San Pablo- se da el mensaje salvífico de nuestro Señor Jesucristo, que comienza su Sermón de la montaña con la enseñanza de las bienaventuranzas, refiriéndolas, primeramente a los pobres y a los hambrientos, para indicar luego a sus discípulos, en el texto del Evangelio de Hoy , lo que conlleva ser sal de la tierra y luz del mundo.

Ahora bien, ser sal de la tierra y ser luz del mundo se traduce en la indispensabilidad del testimonio de los discípulos de Jesús para que el mundo pueda conocer y glorificar a Dios.

Y en efecto, los primeros discípulos del Señor dieron con su sal sabor a la predicación de la buena noticia del Señor e iluminaron, con el testimonio de sus vidas la acogida de la palabra, escuchada, creída, vivida y anunciada, para que el Santo Evangelio pudiera llegar a todos los rincones de la humanidad, inclusive a los lugares donde se ha perdido y dónde no se le ha querido dar acogida. De hecho, los discípulos del Señor, no solo evangelizaron con sus labios sino que con el martirio, hicieron fértil el terreno para dar lugar al nacimiento de nuevas comunidades cristianas.

También a nosotros, los cristianos de este siglo 21. nos invita el Señor a ser Sal de la tierra y luz del mundo. Con ello estamos llamados, primeramente a ver en el otro y en los otros la dignidad que Dios ha dado a cada uno de sus hijos, sin querer y sin pretender poner nuestras miradas en las diferencias culturales, lingüísticas, raciales o políticas.

Sólo si nos percatamos que somos sal de la tierra y luz del mundo, podríamos lograr que Jesucristo, principio y el fin, el alfa y Omega, sea, con nuestro testimonio de vida conocido
y glorificado por aquellos que saboreen la sal de sus discípulos y se guíen con su luz.

Feliz Domingo, día del Señor.