Norberto José Olivar: Estrategia de la derrota

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I





¿De qué hablamos cuando hablamos de la guerra de independencia? Seguramente de épicas irrepetibles, no por falta de otra matanza sino porque ya nadie tiene aquellos corajes fundacionales. Y así nos ponemos por techo a un puñado de jefes de a caballo que, en realidad, deben sus glorias más a las plumas de ciertos historiadores que al acero, la sangre y, peor aún, a las ideas —o a la falta de ellas— en los descampados de la república.

Los vemos vadeando ríos, sorteando páramos por estrechos precipicios que cierta filmografía empieza a inocular, o por aquellas magníficas obras de nuestros pintores decimonónicos que nos metieron en la cabeza escenas que, vaya usted a saber, qué tan fieles pueden ser. Pongamos por caso el Miranda de Michelena que, como se ha dicho, es nuestro egregio escritor, Eduardo Blanco, quien a falta de regalías hacía de modelo. ¿Pero cuántos escolares, incluyéndonos, tienen en su mente esa imagen de nuestro mariscal? No obstante, toda esta obra pictórica y cinematográfica está construida sobre lo único que permite examinar el pasado: las palabras. Por eso Sartre decía que es posible cambiar el pasado, pues el pasado no es más que un largo palabrerío. Si queremos complicarlo, digamos que el pasado es una construcción del lenguaje. Y así entramos en la «Matrix» que sostiene toda esta «simulación» que acaba siendo la guerra de independencia.

En todo esto pensé mientras leía Estrategia de la derrota. El ejército realista en Venezuela, 1819-1823 (UNICA, 2016) de Ángel Rafael Lombardi Boscán. Una minuciosa investigación que nos deja ver el «doble pensamiento» de los jefes realistas sobre nuestra mítica guerra. Es decir, con la facilidad da el tiempo, se intuye el pesimismo con que enfrentaban a los insurgentes y el hastío que les provocaba la burocracia local y peninsular que nunca asumieron las revueltas del Nuevo Mundo como algo definitivo. Ni las combatían con la firmeza que ameritaban, ni negociaban nuevas formas políticas de entendimiento. Y menos si estas eran acaudilladas desde Venezuela que, aunque nos duela, no despertaba ninguna consideración importante dentro del esquema de poder de los territorios ultramarinos.

Con Estrategia de la derrota, la épica de la independencia se desvanece. Salvo un par de batallas decisivas «respecto a Venezuela, la batalla de San Félix, que Piar le ganó a La Torre, en 1817, y que significó la ocupación de Guayana; y respecto a la América del Sur, el combate en Boyacá, en agosto de 1819… Ambos encuentros llegaron a desequilibrar a favor de los independentistas el futuro de la guerra. No fue Carabobo ni Ayacucho los que establecieron la victoria».

La aclamada toma de Nueva Granada, 1819, citemos la ocasión, ilustra bien la idea del autor en cuanto a bajar esa grandiosidad, de cinemascope, a la guerra. El Virrey Sánamo apenas cuenta con fuerzas que, a decir verdad, son más un débil cuerpo policial y no un ejército profesional. Y no por ello disminuye la astucia militar de Bolívar, que huyendo sabiamente de enfrentar en una batalla campal a Morillo, prefiere dar la vuelta por caminos complicadísimos y hacerse de Nueva Granada que, no solo será un golpe psicológico y la posibilidad de apertrecharse, sino también para reconfirmar su liderazgo. Lo importante no es la cronología de los hechos. Lo significativo es percibir que ese relato que la historiografía romántica llama «El paso de los Andes» tiene dimensiones diferentes a lo que recibimos en nuestros pupitres. Pero este es solo un ejemplo, Lombardi Boscán le pasa la esquiladora a buena parte de nuestra algodonada epopeya. Lo que para muchos, la mayoría diría yo, es nuestra versión de aquel extraordinario episodio de GOT (La guerra de los bastardos), pasa a ser un asunto más lento, modesto y creíble, incluso, más fácil de imaginar.

La correspondencia entre La Torre y Morillo, estudiada aquí, revela la consternación de la oficialidad encargada de pacificar estos territorios y, por si fuera poco, el abandono de los expedicionarios realistas, la escasez de hombres y otros tantos males. Las órdenes de Morillo son dirigidas, dice Lombardi Boscán, a batallones y regimientos fantasmas. Ya esto dice mucho de la situación del Real Ejército Pacificador. Basta recordar la ferocidad de los españoles contra Napoleón para imaginarse la mengua de sus capacidades en ese momento. De hecho, el coronel León de Ortega, curtido en siete años de guerra contra los franceses imperiales, acude a Madrid, por orden de Morillo, a dejar en claro que, o les refuerzan con treinta mil hombres cuando mínimo, o que se vayan acostumbrando a la idea de que perderán sus dominios americanos. Esta actitud hacia las demandas de Morillo solo se explica porque «la crisis española no era algo circunscrito a los territorios coloniales, sino expresión de un proceso de transformación estructural de todos los fundamentos de una sociedad en conflicto permanente desde la invasión napoleónica en 1808. ¡Qué error tan lamentable ha sido estudiar las luchas independentistas sin tomar en cuenta los sucesos peninsulares y de toda la vertiente atlántica entre 1750 y 1850!» En pocas palabras, nuestro ejército libertador no luchó contra la verdadera potencia militar que era España. Esto, en vez de empequeñecer, debe mostrarnos la buena lectura que hicieron nuestros queridos revolvedores. Bien por Bolívar que entendía esta situación. Y, lógicamente, se comprende que a la hora de relatar los protagonistas su particular epopeya, aumenten sus logros o justifiquen sus errores. Pero una cosa es que ellos lo hagan y otra que nosotros nos traguemos el cuento sin poner la cabeza en el asunto. Que va siendo la tarea del historiador serio porque, a fin de cuentas, este pasado debe servir para construir ciudadanía y no para triturarla. Los héroes infalibles y mesiánicos solo enferman a la sociedad. La debilitan. Eso lo entendemos de sobra.

II

A la calamidad militar que agobia a Morillo, se suma el golpe anímico de ver a Fernando VII jurar la Constitución liberal, en marzo de 1820. Dice Lombardi Boscán que esto los colmó de una insufrible sensación de abandono y traición. Además de «un sentimiento de humillación por considerar que poco valieron esfuerzos y sacrificios por un Rey lejano y una Metrópoli indiferente al destino de sus súbditos más leales en ultramar». También desgrana, y el lector lo agradece, cómo este conflicto entre liberales y absolutistas facilitó la vida a Bolívar y a los independentistas, pues «el asunto ultramarino fue terriblemente descuidado».

El autor describe este descalabro con trazo simple, de manera que uno puede hacerse una idea, bastante cercana, a circunstancias poco conocidas que configuraron una guerra un tanto diferente a cómo se ha manejado en los manuales escolares. Circunstancias, sin duda, decisivas para un desenlace favorable a la causa patriota.

Esta manera de indagar la guerra de independencia desde el otro lado de la cerca, que logra Estrategia de la derrota, permite una percepción de Bolívar más interesante y entretenida. Sin disminuir sus dotes de guerrero, Lombardi Boscán replantea la dimensión del caudillo. Si bien es cierto que terminó imponiendo sus pareceres en un momento dado, esto no deja de ser coyuntural, siempre obtuvo resistencia y eso es historia conocida, manejada con toda intención para acrecentar la grandeza del Libertador haciendo creer que pasó por encima de ella. Lo cierto es que no lo consigue. No obstante, en pleno fuego independentista, la oposición que se le hizo a veces fue absurda, como Páez cuando se niega a seguirlo a Nueva Granada alegando que sus llaneros no tolerarían los fríos páramos. Esta negativa costó un año más de guerra. De manera que llevar a Bolívar a una dimensión creíble, a través de una revisión del entorno histórico en el cual padeció, es una operación más efectiva que la tradicional, simplona y habilidosa tarea de «humanizarlo» con debilidades pecaminosas que, en el fondo, solo buscan resaltar y dejar en pie el mito militar y político. Dice Lombardi Boscán que: «Es interesante palpar que toda la hagiografía elaborada posterior a la Independencia alrededor del culto a Bolívar, pronto olvidó, que el libertador fue… un jefe discutido por sus principales subordinados».

Estrategia de la derrota va atando cabos, por un lado con los legajos de los archivos madrileños y, por el otro, con la historiografía más o menos tradicional sobre el periodo y, adicionalmente, sobre un informe, aún inédito, de José Domingo Díaz, con los cuales Lombardi Boscán construye múltiples posibilidades de interpretación, sin cerrar el camino a los lectores que, en definitiva, son los llamados a buscar un punto de acomodo en su memoria.

No cabe duda, la obra resiste muchas lecturas y levanta buenas excusas para la discusión, y en todo caso queda el lector con la idea, bastante subrayada, de que la derrota irreversible del ejército expedicionario va de la mano con el abandono de la Metrópoli: falta de reemplazos, suministros, desmoralización, deserciones y la feroz disminución por las inclemencias del trópico.

El punto final nos coloca ante un viejo dilema que, desde Zumeta hasta Briceño-Iragorry, se ha planteado con no poca preocupación y, como ellos mismos dicen en leguaje de malabaristas: se trata de un supuesto hiato que separa a la colonia de la república, como si se tratara del Viejo y Nuevo Testamento. Advierte que para hacernos una idea de lo que somos, no podemos renunciar ni fragmentar nuestro pasado. Lo que fuimos.

Con esta inquietud concluye Lombardi Boscán su reciente trabajo: «La historia de España en Venezuela no acabó con ese hecho militar. Por el contrario, su legado pervive hasta el presente… Las circunstancias históricas nos llevaron a ser antes españoles que venezolanos…»

Nada mal para los tiempos que corren.