Karl Krispin: Entre gustos y colores

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Entre gustos y colores no han escrito los autores. Ante esta frase alguien colocó oportunamente una nota al pie de página: pues ya es tiempo de que lo hagan. Lo primero que decimos es que el buen gusto existe pero escasea así como el mal gusto abunda y se multiplica como las manzanas podridas. El bueno no sólo está relacionado con cierta cualidad innata sino con la educación. La educación conserva la civilización y preserva la civilidad aun frente a sus fuerzas negadoras y dialécticas. Los bárbaros de un tiempo serán los civilizados del mañana. El continente que origina nuestra civilización occidental, Europa, donde se han realizado las más grandes realizaciones culturales y estéticas, desde el Partenón hasta los nenúfares de Monet, desde el rojo pompeyano hasta los Cuatro cuartetos de T. S. Eliot, Richard Strauss o Federico García Lorca, fue sometido a las invasiones bárbaras desde el siglo III al VII de la cristiandad. ¿Quiénes eran estos bárbaros para la equilibrada Roma, patrocinadora de la virtud, de la ley y heredera de los griegos? Unos salvajes germanos invasores, desaseados, ágrafos y furiosos. La cultura es la domesticación de lo animal como lo apuntó Carl Gustav Jung, y tiene mucho que ver con el gusto y con la estética. Los pueblos tienen los gobernantes que se merecen. Si un pueblo es educado, si tiene buen gusto, si entiende la estética como una referencia irrenunciable, jamás elegiría a un iletrado como su representante. Escogería a una persona con fundamento, formada, cultivada, que pueda honrar su rol de intérprete colectivo. Vivir sin ese amparo de estética y buen gusto tiene consecuencias funestas de toda índole. Algunos se preguntarán, ¿quién decide qué es el buen o el mal gusto? No lo sé, a pesar de que cada tiempo tiene su gusto pero es reconocible. Es inevitablemente reconocible. Quizá se relacione con la generación de endorfinas que son los péptidos opioides endógenos que habitan en nuestros cuerpos. Está ligado con el placer que otorga. Fue lo que le sucedió a Stendhal saliendo de la Santa Croce de Florencia donde “absorto en la contemplación de la belleza sublime…había alcanzado ese punto de emoción en el que se encuentran las sensaciones celestes…y caminaba temeroso de caerme”. Una vez estuve hora y media frente a El arte de pintar de Vermeer: me produjo un goce contundente lo mismo que sucede cuando repetimos un verso memorable o nos seduce la belleza de una mujer. Pese a los relativistas y post paradigmáticos, siempre sabremos distinguir si una mujer es bella o es fea, la misma operación sirve para el gusto. También el gusto podría cultivarse: el director Lorin Maazel decía que la música clásica era como el caviar y que había que educarse para apreciarla. Los sonetos de Blas Coll no son para todo público. Aquí tenemos que la formación sigue siendo un vehículo para la estética dependiendo de su elaboración.





Donde mejor se calibra el mal gusto es en el lenguaje. Es el territorio forajido de quienes se refugian en las groserías e insultan al interlocutor. He atestiguado casos de personas que sabiendo sólo disponer de la vulgaridad, son incapaces de hablar sin sus lugares comunes o muletillas. En Venezuela el asunto de las insolencias y su ruindad, se ha convertido en más que en un problema: es una catástrofe nacional que explica la creciente vulgarización del país y del azote político que padecemos. Los bellacos del lenguaje jamás podrán gobernar a las naciones: su única función es destruir, idénticamente a la que expresan con el idioma. El lenguaje envilecido genera sombras. Estos mismos usos bastos han democratizado transversalmente todas las clases sociales ¿Quiere decir que el uso de la grosería se emparenta con la llegada de los gobernantes que “nos merecemos”? Me atrevo a decir que ha sido uno de los factores contribuyentes, porque no hemos construido una forma de comunicación basada en el respeto y el fomento de los mejores propósitos. Atención parejas jóvenes, que conversan con sus hijos con las groserías que no cuestionan. Aténganse a las consecuencias del país al que contribuyen a deformar.

El gusto no se puede imponer: menos el buen gusto. Pero se puede alentar privadamente. Nunca desde el Estado. Leía sobre un espantoso momento durante la Segunda Guerra Mundial que a un grupo de jóvenes alemanes el jefe de las SS, Heinrich Himmler, los había encarcelado por escuchar jazz. Cada vez que los estados intervienen en la adecuación de un gusto colectivo, los resultados son tenebrosos. Aquí tenemos un Estado, más allá del de los últimos tiempos, que ha intervenido en eso del gusto colectivo siempre en defensa de un nacionalismo enfermizo. Las estaciones de radio y televisión son sus víctimas preferidas. Si a una persona le gusta el heavy metal y escucha una estación de radio especializada en rock, ¿por qué el Estado la obliga a escuchar un joropo o una tonada de ordeño? Esas son las tendencias autoritarias que sustituyen soviéticamente al individuo. El único control comunicacional en el que creo es el zapping y su instrumento, el mando remoto que lucha ante las imposiciones mediáticas del Estado igualador. En materia de gusto, escoger es una decisión privada, nunca un asunto público. He visto con horror ciertas estaciones de gasolina que han sido redecoradas por alguna orden de Pdvsa donde abundan turpiales, orquídeas y los muros de piedra dibujados con falsos bajorrelieves. Un kitsch nativista del peor diseño imaginado. Un nuevo muralismo desolador. Cada vez vivimos más bajo la persecución del reggaetón, una invención embrutecedora y contra civilizatoria. Ahora los cultores de la satisfacción colectiva son Daddy Yankee, Yandel y Wisin, Maluma, todos con anteojos oscuros porque ninguno mira con naturalidad. Sin mencionar a los raperos que cultivan la exclusión, el crimen y la violencia. Los valores se construyen desde la nadería: prueba de ello es esa familia de traseros enormes e ideas escasas que son las Kardashian. Para rematar, el gusto ahora es portable y la estética contemporánea castiga la piel con el tatuaje: un arte epidérmico que moviliza a la persona como reveladora de algún código sellado en sí misma.

A pesar de los góticos, los emos, los socialistas, los estatistas y otras tribus urbanas, la belleza que es el esplendor del orden de acuerdo con algún santo iluminado, siempre será la belleza. No podrán con ella sus enemigos. Quienes remodelan sus camionetas con cornetas ruidosas para martirizar oídos, saben que multiplicar sus decibeles con la contaminación sónica, es un hecho de intimidación, menosprecio y pésimo gusto. Las sociedades decentes no gritan y tampoco dicen improperios. Han hecho de la cortesía un intercambio: son comunidades donde la mayoría de sus habitantes cultivan para sí la estética y los ánimos del espíritu. Son las sociedades liberales, donde además el capitalismo es una forma de libertad y crecimiento económico y donde los museos y las orquestas son sostenidos por los contribuyentes. No quiero que ningún burócrata me procure emociones estéticas. Dime cómo hablas, lo que escuchas, lo que lees, en lo que se detienen tus ojos y te diré quién eres y cómo será tu estirpe.

@kkrispin