Ayer se realizó en Santiago la primera cumbre de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (Celac). Esta organización, que agrupa a todos los países del continente, salvo Estados Unidos y Canadá, se creó a fines del 2011, fundamentalmente como un organismo de integración económica, de defensa de la democracia, los derechos humanos y la libertad de expresión. De hecho, en su Declaración Especial sobre la Defensa de la Democracia y el Orden Constitucional, los miembros de la Celac adoptaron una “cláusula de compromiso” que establece que si un país rompe el Estado de derecho, el presidente de la institución convocará a los representantes del resto de países para tomar medidas y sanciones que permitan el retorno al orden democrático a la brevedad posible.
Resulta, sin embargo, que para asegurar dicha elevada labor se ha colocado en la presidencia de la institución a la persona menos apta para el encargo: el último dictador comunista de América, Raúl Castro.
Todo hace pensar que, por un momento, las democracias de la Celac olvidaron que Cuba es una isla donde la dinastía Castro tiene secuestrada a su propia población hace más de cincuenta años. En este país, donde por alrededor de medio siglo no se sabe qué son las elecciones libres, Fidel y Raúl deciden qué comen, qué visten y dónde viven los ciudadanos. Intentan, además, forzar a estos últimos a elegir el camino de sus conciencias: no existe la prensa ni la opinión libre; las libertades religiosa y sexual se restringieron severamente por años, y se reprime violentamente cualquier oposición política al régimen. Más que jefes de gobierno, desde hace décadas los Castro se comportan como los amos de un país de esclavos, lo que hasta ahora ha llevado a miles de cubanos a intentar escapar de la isla arriesgando sus vidas haciéndose a la mar en pequeños botes artesanales. Por eso, la única manera en que la Celac no se convertiría en un ejercicio más de hipocresía internacional es que el primer acto de su nuevo presidente fuese proponer una sanción drástica y ejemplar para él mismo.
Quizá todo este absurdo explique la actitud de Angela Merkel frente a Raúl Castro en la cumbre conjunta de la Celac y de la Unión Europea. La canciller alemana se siguió de largo cuando él le cedió espacio para pasar intentando saludarla (lo que generó la risa del presidente de Honduras que se encontraba al lado). Si la actuación de la señora Merkel fue una respuesta deliberada a lo ridículo de tener a un dictador violador de derechos humanos encabezando la cumbre, nadie, por supuesto, podría criticarla. Para cualquier nación seria se trataría, en el mejor de los casos, de una broma de mal gusto que Castro se convierta en el interlocutor que porta la bandera de la democracia y la integración comercial de la mayor parte de América. Incluso, parece que al mismo gobernante de Cuba le resulta graciosa su designación, pues en su discurso bromeó: “No se preocupen, que yo solo voy a estar un año” (burla que, por supuesto, no deben apreciar los 11 millones de cubanos oprimidos por el régimen castrista desde hace décadas).
Pero no debería sorprender a nadie que la Celac no se tome a sí misma en serio. Después de todo, desde su creación, sus miembros la diseñaron como un organismo incapaz de lograr algún cambio práctico en la región: no le asignaron una sede, un personal permanente ni una dirección dedicada exclusivamente a la administración cotidiana de sus propios asuntos y fines. Es como si, deliberadamente, se hubiese querido que no funcione.
Sin brazos que le permitan ejecutar cualquier decisión, la Celac no es más que una plataforma de declaraciones políticas que suele ser usada, principalmente, por los países del eje chavista para hacer propaganda de su “revolución”. Y, considerando a quién se ha colocado en la presidencia, habría que agradecer que la Celac nació manca (aunque también hubiese sido bueno que naciera muda).
Ediatorial diario El Comercio (Perú)