Crónica de un viaje por trocha en la frontera entre Venezuela y Colombia

Crónica de un viaje por trocha en la frontera entre Venezuela y Colombia

Foto: La Opinión

Desde que el gobierno venezolano decidió cerrar sus fronteras terrestres el pasado martes, como “medida preventiva” para las elecciones presidenciales de mañana, miles de ciudadanos colombianos y venezolanos que viven del intercambio comercial entre ambos países previeron, como mínimo, seis días de pérdidas. Así lo reseña el diario La Opinión de Colombia.

No obstante, toda crisis trae oportunidades y eso sí que lo saben aprovechar bien en la frontera.

Quizá no con los pergaminos que pueda ostentar un magnate del comercio, pero tal vez con esa dosis extra de astucia que se gana cuando se vive del día a día, un grupo de personas se dedica, desde el mismo martes en la mañana, a pasar gente por las trochas que comunican a Cúcuta con San Antonio y Ureña, como auténticos guías turísticos, con la ruta grabada en su disco duro natural.





Antes de llegar al Puente Internacional Simón Bolívar, que conduce a San Antonio del Táchira, los conductores de taxis ‘piratas’ y los ‘mototaxistas’, amontonados en los andenes por el reducido flujo de personas y por el escaso trabajo de estos días, lo abordan como adivinando la intensión del viajero. “¿Va pa’l otro lado?”.

Por 50 bolívares (cerca de 4.000 pesos) un ‘pirata’ lo deja en la entrada de la trocha San Francisco, en Juan Frío, corregimiento de Villa del Rosario. Una vez allí, vuelve la pregunta: “¿Va pa´l otro lado?”. Si la respuesta es positiva, el guía pide un poco de paciencia para reunir el grupo –de unas cinco personas– y emprender el itinerario, además de 250 bolívares que vale el viaje.

El camino comienza angosto pero 50 metros adentro ya muestra un amplio panorama, la zona está rodeada de fincas con parcelas abandonadas donde alguna vez se cultivó algo. Actualmente la tierra, que todavía guarda muestras de haber sido labrada, es atravesada por un camino evidentemente diseñado por el continuo paso de vehículos.

Por entre esos caminos andan, a ritmo de pelotón de batalla, el guía y sus osados clientes, con bolsos, cajas o el equipaje que alcancen a sostener en sus manos.

La trocha mide casi 1,5 kilómetros, mal contados. La primera parte parece la más complicada por los desniveles del terreno que va acercándose al río Táchira. Luego, se evidencia que la primera parte fue solo un paseo.

Bajo el ardiente sol, con o sin equipaje, los aventureros tratan de no perderle pisada a su guía que pareciera tener un calzado especial, adherible a casi cualquier superficie.

Trescientos metros adentro se llega a “la finca”, que más bien son unas caballerizas abandonadas que dan sombra, con toneles y herramientas del campo puestas en cualquier lugar. Allí, el guía se encuentra con el primer “mosco” al que le paga por cada persona que lleva.

Quienes pretenden llegar a Venezuela aprovechan para descansar mientras su guía realiza la primera llamada. Se comunica con el segundo “mosco”, cuelga y da la orden de seguir: “vamos. Ahora vamos a tener que acelerar un poco”.

Acelerar un poco para el guía en otras palabras es: el que no aguante el ritmo se queda.

Claramente hay que caminar con más afán. El terreno se torna mucho más escabroso. Ya no es una trocha plana con algunos altibajos. Ahora es un terreno inclinado, mezclado con dos o tres pasos por el antiguo cauce del río Táchira, que lo hacen severamente dificultoso.

Una fuerte brisa golpea desde todos los frentes. Acaricia la maleza y algunas siembras de arroz y caña que agonizan entre la trocha. El paisaje, en otro momento, bajo otras circunstancias, dejaría perplejo a cualquier turista.

Luego de hacer la segunda llamada, el guía comienza un trote suave, voltea por primera vez en todo el camino y sentencia: “ahora vamos a tener que correr”.

El trote suave para el guía, que pareciera conocer de memoria la ubicación de cada piedra, se traduce en una apresurada corrida para todo el que lo sigue.

Cien metros antes de llegar, voltea por segunda vez y afirma: “ya estamos coronando, háganle”. En ese punto ya se empiezan a oír voces pero la altura de la maleza no deja identificar de dónde provienen.

Los últimos veinte metros son los más empinados, que con todo el desgaste previo, el sol que quema la piel y la zozobra que a esa altura ya pesa más que el equipaje, bien pudieran compararse con la meta de algún premio de montaña de ciclismo.

Faltando cinco metro se ven las primeras personas. Las voces que más abajo se oían son de los habitantes de Llano Jorge, un popular barrio de San Antonio que en la travesía sirve como terminal de pasajeros.

A cuadra y media de donde finaliza la trocha, en Llano Jorge, los viajeros tratar de sacudirse el barro que bordea las suelas de sus zapatos mientras esperan una buseta que los deje en el centro de San Antonio. Toman aire mientras esperan que su ritmo cardiaco vuelva a ser el normal.

El regreso

Las opciones de regreso comprenden dos o tres alternativas diferentes a la trocha por donde se ingresa.

En el centro de San Antonio, basta con acercarse a algún ‘mototaxista’ y como quien no quiere la cosa, preguntar: “¿cómo me devuelvo para Cúcuta?”. Algunos responden de inmediato con el precio de “la vuelta”: “yo lo llevo hasta una finca y allá lo pasan. Sin problemas porque va todo arreglado con el guardia. Eso le vale 300 bolívares”.

Hacia los sectores de La Invasión y Libertador, en San Antonio, se tejen varias trochas que salen de fincas, y que conducen a La Parada, en Villa del Rosario.

El hijo de una propietaria de estas fincas, que desde el martes está pasando gente a lado y lado de la frontera, recibe a los “clientes” que llegan a su parcela diciendo: “mi mamá dice que la pasada cuesta 250 bolívares”.

Solo quienes estén dispuestos a pagar pasan a esperar que la propietaria llegue de dejar el grupo anterior, para conducir de nuevo a los caminantes a la trocha que conduce hacia el lado colombiano.

Sin embargo, por estos días estos tramos son custodiados por efectivos del Ejército venezolano que no dudan incluso en disparar cuando advierten la presencia de algún ilegítimo extranjero.

Por eso, lo más “seguro” fue retornar por la misma ruta. En Llano Jorge, otro guía, con el mismo apuro pero con acento venezolano, ofrece sus servicios para acompañar a las personas hasta Juan Frío.

Esta vez cobran 200 bolívares. Como empieza a caer la tarde, y además porque hacia el mediodía un par de ráfagas de fusil y un helicóptero espantaron un grupo de ilegales, el viaje de regreso se tiene que hacer corriendo.

Son los mismos veinte minutos que parecen una hora y media. Sin embargo, esta vez al llegar a la vieja caballeriza una pequeña porción de tranquilidad deja sentir que ya se está cerca. En Juan Frío lo espera una señora con una cava repleta de agua fría, que a esta hora sabe a la última gota de un manantial en medio del desierto.