El camarada Nicolás no logra ser Presidente. Enciende los motores, carretea, toma velocidad, parece que va a despegar, da unos brinquitos y ya cerca del final de la pista, se desploma como una patilla. No se trata de capacidades intelectuales o habilidades políticas sino, como dicen los colombianos, porque le toca. Al camarada le toca hacer ese papelón porque expresa un liderazgo postizo que no cuaja. Madurar con carburo o envuelto en papel periódico es posible, pero siempre sabe a truco.
Nicolás ha hecho de todo para tratar de que la banda presidencial no se le caiga y para que los soldados de la Casa Militar no lo dejen abandonado al no saber quién es. Inclusive cuando Diosdado o Rafael Ramírez lo llaman “Presidente”, lo hacen con una risita -jijijí- que revela la imposibilidad de tomarlo en serio. En el instante que alguien gana unas elecciones, se le nota. Cuando las pierde, también. No hay modo de disimular.
La oposición venezolana y un tajo importante del chavismo que votó por Maduro saben que Capriles ganó. La cifra es de alrededor de 700 mil votos. Pero, sea la que sea, la victoria democrática es una certeza notoria y comunicacional, que sería notariada si las doñas del CNE abrieran las cajas.
La oposición decidió no reconocer a Maduro como Presidente. Algún aburrido, de esos que vegetan dentro de taguaras opositoras, dice que eso es imposible, porque no reconocerlo sería algo así como declarar la lucha armada e irse a una guerrilla en El Ávila. No es cierto. Declarar la ilegitimidad de Maduro es denunciar la ilegitimidad de su victoria y de cómo el recurso a la represión policial, militar y judicial, constituye el instrumento para su perpetuación. Imagine por un segundo que un día las tropas de choque de la Guardia Nacional y de la Policía digan: “no reprimimos más a los que protestan en la calle” ; no tardarían seis horas las ciudades y pueblos del país en estar colmados de ciudadanos en protesta pacífica aunque enérgica en contra del chanchullo del cual han sido víctimas. Las cajas se abrirían solas y los votos saldrían como pajaritos blancos, en fila para ser contados.
Nicolás manda como mandan los dictadores, con elecciones amañadas, con unos jerarcas que explican cómo lo hizo dentro de las “reglas”, con alguna solidaridad internacional que depende de arreglos políticos o económicos, y con la fuerza que proporcionan ciertos mandos militares bajo las órdenes de los Castro. Alguien debería explicarle a Nicolás que a los dictadores les prodigan panegíricos, canciones y argumentos que no cambian la realidad, baste recordar aquella canción que se oía en los años 50 en las rocolas de los bares venezolanos hasta el 23 de enero de 1958: “Coronel Marcos Pérez Jiménez/Presidente constitucional/elegido por el pueblo/con orgullo nacional”.
DIÁLOGO, MONÓLOGO Y EPÍLOGO. La única posibilidad que tiene el régimen chavista de sobrevivir históricamente es mediante un entendimiento nacional que obligaría a la “mitad minoritaria” alzada con el Gobierno a reconocer la “mitad mayoritaria” víctima del fraude electoral. Esto significa que las dos partes reconocerían la necesidad de un acuerdo y se establecería una agenda precisa; aunque las deliberaciones fuesen privadas existiría conocimiento público de quiénes y cuándo participarían, y cada parte estaría representada por ciudadanos autorizados, unos por el Gobierno y otros por la oposición. Estos elementos serían indispensables para un diálogo; sin éstos no habría más que una operación de relaciones públicas que los gobiernos ahogados emplean para ganar tiempo y darle tenteallá a sus adversarios.
Hace poco se reunieron los parlamentarios del Gobierno y los de la oposición para “regularizar la guerra”. Eso fue un diálogo sobre un tema específico, con personas autorizadas, con la agenda clara -evitar una nueva golpiza roja- y con resultados conocidos. El Gobierno obtuvo algo: quitarse de encima la acusación de que habían suprimido el Parlamento; y la oposición obtuvo algo: por ahora no más palizas fascistas y mantuvo su posición de “no reconocer” a Maduro. Nadie ganó todo; nadie perdió todo. Eso es diálogo, aunque en ese caso haya sido circunstancial.
Se sabe que hay personas de la oposición o que pasan por tales que hablan con gente del Gobierno, principalmente con José Vicente Rangel, algún militar multiasoleado y Diosdado Cabello. Quien esto escribe no tiene objeción alguna a quien quiera hablar con quien quiera lo haga. Lo que no puede ocurrir es que tales cordiales happenings pasen por ser un diálogo entre Gobierno y oposición. Entre otras cosas porque el pueblo opositor no lo reconocería como tal. Que eso sirva para encaminar un futuro diálogo abierto, es posible; pero hoy eso no es diálogo.
LA RECONCILIACIÓN. La reconciliación vendrá en algún momento en Venezuela, pero no depende de almas buenas y caritativas y menos de quienes juegan a ser ángeles guardianes que toman cómoda distancia y se instalan en su Suiza imaginaria en contra “de los radicales de lado y lado”; menos aún en el momento en que la polarización muestra que todos somos radicales y algunos de los más radicales son los moderados de hace poco.
La reconciliación es un proceso que es duro, largo y complejo. Suráfrica, Chile, Argentina, entre muchos otros países muestran los pasos y tiempos que toma. Requiere despejar los hechos que han conducido a los enfrentamientos y normalmente se encarga esa tarea a personalidades reconocidas en comisiones “de la verdad”. Pero lo más importante es que son las víctimas y sus dolientes los que pueden hablar en nombre de los que han sufrido. No puede venir un tercero a actuar en forma independiente, por más buena fe que tenga, en nombre de los sufrientes. Además hay un proceso de reparaciones políticas: así ellos, los escarnecidos que han sobrevivido, existen, son, tienen derechos. Hay reparaciones simbólicas: los gobiernos, los déspotas o sus herederos piden perdón a sus víctimas. Hay reparaciones judiciales: los represores emblemáticos son juzgados. Hay reparaciones pecuniarias: se resarce con ciertas cantidades de dinero a los reprimidos o a sus familiares, como por ejemplo debería ser el caso con la Gente del Petróleo y otros despedidos de sus empleos.
La reconciliación debe venir de ese hipotético diálogo en el cual la libertad de los presos políticos, el retorno de los exiliados, un nuevo CNE y la realización de elecciones presidenciales limpias serían puntos primordiales.
El autor de estas notas debe confesar que considera ésta como la salida más honorable pero hoy poco probable. Maduro escogió el camino de la represión; la violencia de su discurso ampara la violencia fascista de sus parlamentarios, guardias, policías y motorizados. ¿Podrá su Cristo Redentor iluminarlo? Si no, ¿podrá Sai Baba? Si no, ¿el pajarito parlanchín?
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