Fernando Mires: Irán, el fin del populismo islámico

Ni en política ni en nada es aconsejable confundir los deseos con la realidad. Y mucho menos dar por supuesto lo todavía no ocurrido. Pero ello no impide pensar de acuerdo a los datos que proporciona el presente. De ahí que es legítimo imaginar que, gracias al abrumador triunfo electoral obtenido en las elecciones presidenciales por Hasán Rohaní, habrá cambios en Irán. Cambios que repercutirán en la región islámica, en las relaciones entre EEUU e Irán, en la política exterior de Israel, y no por último en las relaciones internacionales tejidas a nivel mundial por Ahmadineyad.
El primer cambio, quizás el más importante, ya se produjo. Irán no estará más representado por Mahmud Ahmadineyad. Hecho aún más trascendente que el retiro de la odiosa figura del ex- gobernante. Porque Ahmadineyad, digámoslo con todas sus letras, era el representante de una suerte de fascismo islámico. Por una parte, su fanatismo religioso rayaba en la locura. Por otra, poseía el carisma extraño de los alucinados políticos, el mismo que le servía para movilizar grandes masas suburbanas y rurales en contra de enemigos más imaginarios que reales.
Ahmadineyad unía en sí lo peor de las tradiciones orientales y occidentales. Era teocrático y populista a la vez. Justamente ese doble carácter le permitió formar una red anti-occidental con diversas dictaduras, teocracias y autocracias, incluyendo dentro de las últimas a algunas latinoamericanas. Sus relaciones de hermandad con Chávez y los Castro en América Latina, eran evidentes. Sus lazos se extendían hacia Nicaragua, Ecuador y Bolivia. Hay entonces, después del retiro de Ahmadineyad, razones para respirar con cierto alivio.
El destino que todo lo sabe, se llevó a Chávez y pronto se llevará a los Castro. La línea de Ahmadineyad, por su parte, fue políticamente derrotada. Esa es la razón por la cual ya es posible afirmar que desde un punto de vista histórico comienza en Irán el fin de una era: Es la era del populismo islámico.
Hasán Rohaní está lejos de ser un populista y mucho menos un mesías. Por el contrario, pese (o gracias) a su estricta formación religiosa, ha dado pruebas de ser un hábil político. Vocación que evidenció durante el mismo proceso electoral. Como es sabido, los ayatolás más duros habían vetado a los candidatos más reformistas (Akbar Hasani Rafsanyani, Esfandar Rahim Mahaí y Mohamed Reza Aref) Además, Rohaní, quien nunca había perdido contacto con líderes reformistas, pero tampoco con ayatolás más ortodoxos contrarios a Ahamdineyad como Alí Akbar Hachemi y Mohamed Jatamí, comprendió que derrotar a las candidatos del “ahmadiniyadismo” solo podía ser posible si abría un ala hacia el reformismo democrático e incluso, hacia la disidencia callejera, latente desde la, por Ahmadinayad, reprimida revolución del 2009. Y con mucha audacia, así lo hizo. Los resultados no tardaron en aparecer.
El reformismo político, dividido en torno a diversos líderes, entendió que su única alternativa era elegir a Rohaní. Dándose cuenta del fenómeno, Rohaní radicalizó su disidencia verbal durante la campaña, logrando dos éxitos que nadie había previsto: El primero, unificar políticamente a la oposición. El segundo, entusiasmar a un electorado despolitizado y apático el que, de pronto, y con grandes esperanzas, concurrió multitudinariamente a las urnas. De este modo Rohaní no sólo fue un candidato de la unidad democrática. En pocos días se transformó, lo hubiera querido o no, en el líder de toda la oposición.
Rohaní, no lo oculta, viene de los círculos dominantes. Cuenta con la confianza del máximo líder religioso, Alí Jamenei. Es un clérigo y ocupa el lugar de un hoyatoletian, algo más bajo al de un ayatolá, parecido al de arzobispo en la jerarquía católica. Pero aparte de su doctorado en derecho en la Universidad de Glasgow, hay un par de detalles que hacen de él un personaje más que interesante.
Durante la “revolución verde” de 2009, Rohaní se pronunció públicamente en contra de la masacre ordenada por Ahmadineyad. Parece estar dispuesto, además, a la creación de un programa de gobierno que incluya a los derechos ciudadanos. Sobresaliente es su posición liberal con respecto a los derechos de las mujeres, convertida por su público en uno de los puntos centrales de la campaña electoral. Mantiene, por si fuera poco, relaciones amistosas con líderes opositores que se encuentran en prisión, de modo que una amnistía no se hará esperar. En breve, la política, como medio público de comunicación, volverá a asomar su rostro en Irán.
En términos internacionales, Rohaní está dispuesto a ceder en algunos puntos del programa atómico. En ese sentido sus relaciones con los gobiernos de Alemania, Francia e Inglaterra son relativamente cordiales, y los tres saludaron con mal disimulado entusiasmo la elección del nuevo mandatario.
No hay por supuesto ninguna razón para gritar aleluya. Ni el tema de Siria, ni el de la intromisión de Rusia en la región, ni el de las relaciones Irán-Israel, serán solucionados de modo automático con la llegada de Rohaní al gobierno. La herencia dejada por el populismo islámico de Ahmadineyad es y será un pesado lastre. Rohaní es, además, y no lo desmiente, un hombre del sistema. Pero ¿no fue también Adolfo Suárez a quien los españoles deben gran parte de la democratización, un hombre educado en los salones del franquismo? ¿No fue Gorbachov, a quien debemos el fin de la Guerra Fría, formado en las cavernas más siniestras del estalinismo? Hay otros ejemplos parecidos.
Lo más probable es que con la llegada de Rohaní tendrá lugar en Irán una distensión política interna la que se traducirá de algún modo en el espacio internacional. Occidente, seguro, no ganará un aliado, pero sí -es preciso hacer notar la diferencia- un interlocutor político. Y eso ya es mucho.
Por último, hay para quienes nos dedicamos a realizar la vocación del análisis político, una muy buena noticia. Rohaní es un nombre mucho más fácil de escribir, y sobre todo de pronunciar, que el de Ahmadineyad.