En Cuba, una opinión negativa sobre el difunto Hugo Chávez sería una opinión “reaccionaria”. El cliché se justifica si partimos de que la imagen del líder venezolano es la del caudillo aliado, la del héroe que salvó a Venezuela de las garras imperialistas, que llevó la medicina y la educación a los sectores más pobres de la población y también la del mecenas que salvó a Cuba de la debacle económica.
Chávez y Castro, y en medio de ellos dos, el Che como un dios (el seguroso no cuenta).
Alguien muy cercano acaba de regresar de un viaje a Cuba. Su impresión, fresca y desprejuiciada, no difiere del común en cuanto al deterioro de La Habana, el desabastecimiento congénito y el costo de productos escasos o de mala calidad. Eso no es novedad desde hace décadas. Lo que me resultó si no nuevo, al menos especial, fue esa sensación amarga de que al cubano medio ya no le importa nada, que la desidia ha contaminado al ciudadano a tal punto que ya su civismo y sus derechos pasaron a formar parte de un limbo quizás irrecuperable.
La información pública, aun con esa pequeña brecha que aparenta ser el reciente (mínimo y caro) acceso a la internet de alta velocidad, sigue en poder del Estado, al punto de que alguien abiertamente crítico con el sistema, pero bombardeado por la vertiente hegemónica de información oficial, puede en estos momentos creer de corazón que Nicolás Maduro es un gran modelo de presidente, que Capriles es un fascista de derecha, que las FARC luchan por la democracia, que Kim Jong-Un es un estadista de verdad y que la matanza de Tiananmen no es otra cosa que un mito urbano.
Alguien abiertamente crítico con el sistema, pero bombardeado por la vertiente hegemónica de información oficial, puede en estos momentos creer de corazón que Nicolás Maduro es un gran modelo de presidente, que Capriles es un fascista de derecha, que las FARC luchan por la democracia, que Kim Jong-Un es un estadista de verdad y que la matanza de Tiananmen no es otra cosa que un mito urbano.
La medida de esta triste verdad me la ofrecen también dos jóvenes amigos residentes en la isla, que no se conocen entre sí pero que comparten la suerte de tener acceso eventual a Facebook, un privilegio más o menos legal que disfrutan con tacto y mesura. Ambos, con mayor o menor sobrecogimiento, me han dejado comentarios alarmantes —y alarmados— sobre enlaces y opiniones que cuelgo en mi biografía virtual. Algo así como “Oye, asere, te has puesto muy reaccionario últimamente”… Y mientras asimilo el vórtice semántico de tan rudo término, que mis compatriotas asocian durante más de medio siglo con la mala influencia del imperialismo y sus secuaces, me sumerjo también en las extrañas causas de que un par de jóvenes inteligentes hayan sido contaminados de tal manera por un miedo tan sutil como difícil de reconocer.
Para entender lo que significa “ser reaccionario” habría que remitirse a la fallida revolución francesa, a la “reacción thermidoriana” que terminó con Robespierre y su reinado del Terror, dejando para las futuras rebeliones una noción bastante definida de que todo lo que se oponga a una revolución es, per se, una “reacción”.
La era del terror instaurada por Robespierre.
Para la mente de mis amigos residentes en Cuba, una opinión negativa sobre el difunto Hugo Chávez sería una opinión “reaccionaria”. El cliché se justifica si partimos de que la imagen del líder venezolano que predomina en Cuba es la del caudillo aliado, la del héroe que salvó a Venezuela de las garras imperialistas, que llevó la medicina y la educación a los sectores más pobres de la población y también, inevitablemente, la del mecenas que salvó a Cuba de la debacle económica, el hermano que regalaba cien mil barriles de petróleo diarios, devolviendo un poco de oxígeno a una isla arruinada desde la caída del campo socialista. Esta imagen fue la que construyó la información oficial durante catorce años de chavismo, y aunque ya en la propia Venezuela del presente se haya deteriorado y siga deteriorándose a pasos de gigante, aunque el otrora coloso petrolero se halle en quiebra y al borde de una guerra civil, con el mundo entero burlándose a diario de las ya antológicas burradas de Maduro el Breve, el ciudadano medio cubano sigue aislado de eventos tan sonados como el escándalo por el audio de Mario Silva, y en su imaginario popular mantiene al chavismo en un estado de pureza que han de envidiar sin duda los líderes venezolanos actuales, esos que a duras penas sortean las arremetidas de una cada vez más creciente población opositora.
Lo “reaccionario”, si seguimos la lógica jacobina, sería, en este caso específico, cualquier crítica a la “revolución bolivariana” que comenzó en el ya lejano febrero de 1999, y su emisor, un inevitable “reaccionario”. El problema básico para este ciudadano medio cubano es la definición básica del término “revolución” y su significado.
Suena más heroico, más sublime seguirla llamando así en lugar de “régimen”, como suena mucho mejor “bloqueo” que “embargo”, “mercenario” que “expedicionario”, “poder popular” que “dictadura”, “periodo especial” que “gran depresión”.
La revolución cubana aconteció a fines de los años cincuenta y principios de los sesenta. Fin de la historia. A partir del momento en que fue eliminado el sistema político anterior y quedó oficializado el actual, el gobierno de Fidel Castro automáticamente dejó de ser revolucionario para convertirse en el principal guardián de un modelo estrictamente conservador. Después de cincuenta y tantos años en el poder, manteniendo un patrón de reglas inamovible, no resulta lógico, mucho menos ético, seguir llamando “revolución” a un sistema político cualquiera, sea de derecha, izquierda o centro. La pertinencia del vocablo sólo encuentra acomodo en la construcción dramática y propagandística de la epopeya. Suena más heroico, más sublime seguirla llamando así en lugar de “régimen”, como suena mucho mejor “bloqueo” que “embargo”, “mercenario” que “expedicionario”, “poder popular” que “dictadura”, “periodo especial” que “gran depresión”. Por contraste, cualquier “reacción”, cualquier opinión “reaccionaria”, sólo cabría si se le adjudica su sentido francés original: el de movimientos sociales como el Legitimismo, el Romanticismo o hasta la Restauración, que “reaccionaban” en contra de una revolución devenida en caos, una revolución que, como Saturno, había terminado devorando a sus propios hijos.
La apatía, la desidia, la desinformación que alguien me acaba de transmitir como la experiencia más desalentadora de su reciente viaje a Cuba, no es otra cosa sino el fruto de este premeditado aislamiento en el que los polos opuestos de “revolución” y “reacción” quedaron morosamente estancados en la vida cotidiana de todo un país.
Pero mis amigos de intramuros no tienen en sus mentes a Robespierre, sino al legado de la revolución soviética que proclamó reaccionario a Trotsky, al legado del socialismo tropical que convierte al comandante Huber Matos en un vil traidor a la patria, y al candidato opositor venezolano Henrique Capriles en discípulo directo de Hitler. No pueden verlo de una manera más clara porque la información cubana sigue monopolizada por ese mismo gobierno conservador y ¿reaccionario? que desde hace mucho no permite la divergencia verbal en el territorio de su propiedad, y que de una manera ingeniosamente perversa ha conseguido domesticar, entrenar y someter al inconsciente colectivo a los pies de un esquema de pareceres fijos e intocables. Incluso quienes ya no creen en la pureza ideológica de sus gobernantes, al escasear los referentes, aún no se zafan de sus automáticas versiones informativas.
La apatía, la desidia, la desinformación que alguien me acaba de transmitir como la experiencia más desalentadora de su reciente viaje a Cuba, no es otra cosa sino el fruto de este premeditado aislamiento en el que los polos opuestos de “revolución” y “reacción” quedaron morosamente estancados en la vida cotidiana de todo un país. El ciudadano medio perdió las referencias de lo que significa el cambio y el movimiento, la reivindicación, la protesta… confundido con los paradigmas oficiales y su instrucción tendenciosa desde la escuela primaria hasta el noticiero de las ocho y media.
Publicado originalmente en Revista Replicante