Gustavo Tovar Arroyo: El patético hijo de Nicolás

Severidad y fiereza

Cuando emprendo mis entregas semanales pienso en Miranda y en Bolívar, especialmente en este último.

¿Cómo habría arrostrado el Libertador un tiempo tan absurdo y delirante como el nuestro? Pienso que lo habría hecho con severidad. Mucha severidad y fiereza.





Escribir mis destemplanzas cada semana se ha convertido para mí en un acto severo y fiero, un sacramento de arrechera en el que solemnizo a Bolívar y a Miranda y esparzo la irritación del venezolano en contra de esta manada de locos que hoy atrozmente nos rigen. Sin sutilezas. ¿Para qué?

La crítica es el arma que nos queda a los que no hacemos vida política, a los que abominamos estos escandalosos niveles de desvarío en Venezuela.

Todo el país está asqueado. Diga lo que diga Luis Vicente León u Oscar Schemmel y sus sospechosos (por maquillados) disparates, estamos asqueados. Todos.

 

El manicomio revolucionario venezolano

Es complicadísimo e insensible, hasta cruel, criticar a unos chiflados que con artimañas y fraudes se han hecho del control del manicomio revolucionario venezolano. Alzan banderas de Arco Iris, gritan consignas, se disfrazan de caciques o césares en el teatro Teresa Carreño y la sociedad, incrédula, permanece turulata.

Los revolucionarios del manicomio un día deliran y son Iván el Terrible, otro Napoleón; borrachos en la danza, son los Juanos de Arco del Caribe. La peste del bochinche.

La gente tiende a exculpar sus necedades y a sentir piedad por ellos. No importan los destrozos ni las zozobras que causan, la tendencia popular es sonreír y compadecerse ante la faena de los perturbaditos rojos.

Pero resulta que en lo que nos atañe los dementes no se han apoderado de un manicomio, sino de un país llamado Venezuela y rigen la administración pública en un despelote colosal, dándose el lujo hasta de decretar la “Suprema Felicidad” nacional inventando un ministerio.

¿En qué mundo cabe semejante alucinación? En el manicomio revolucionario venezolano. Sólo aquí.

 

El ingrato amor de Maduro

En ese complicado e insensible, hasta cruel, manicomio que somos en Venezuela rige un hipnotizado usurpador, Nicolás Maduro Moros, que dadas las características de su locura, hasta cree que es venezolano. Su amante, el reyezuelo tropical, Hugo Chávez le legó por amor (más objetivamente por haber guardado su “espalda”) la tarea de regir el manicomio y conducirnos al apocalipsis. Lo hace a paso de vencedores.

Maduro una vez en el poder, enloquece, o más bien: envilece y lo corrompe todo. No se mide. Remeda a su amante y lo destruye entre mueca y mueca. Lo transfigura en hazmerreír universal, para suerte nuestra.

Muerto y embalsamado el caudillo infinito, heredado el trono del manicomio, Maduro muestra su hambre de monarquía, el duelo le duró un carajo.

A los pocos días del embalsamamiento lo vimos bailar, cantar, tocar tambores, chillar de frenesí y entusiasmo, disfrazarse de carnaval, hasta coquetear con otro titán -como llamó Luis Vicente León a Chávez- pero del espectáculo como Winston Vallenilla. Le fascinan los titanes.

Olvidó muy pronto, demasiado pronto, a su amado. Pero como instantánea fue la traición y la ingratitud de su amor, instantánea fue la comprensión y reacción del pueblo chavista que no le perdonó el envilecimiento y votó masivamente por Capriles, como castigo.

Tuvieron que robar las elecciones para conservar el poder y su manicomio.

 

Madurito: ¿Nieto, hijastro o principesco de Chávez?

En ese bochinche alucinado, para conservar el poder y mantener la eficacia del manicomio revolucionario, Nicolás Maduro Moros ha escogido como Jefe de Inspecciones Especiales nada más y nada menos que a su hijo, Nicolás Maduro Guerra, un singular mequetrefe que no tiene ni puta idea de dónde está parado; peor que su padre.

Uno no sabe si es nieto, hijastro o principesco de Chávez. Lo cierto es que el embalsamado supremo jamás lo habría puesto ni a lavar retretes, quedarían sucios.

Sonaré insensible y cruel, pero me es muy complicado, me es imposible, no satirizar a este becerrito de funcionario público, pretor inequívoco de nuestra debacle -“porque mi padre me puso ahí”- y de la eficacia revolucionaria que arrasa con Venezuela.

Su mente se retrasa, su espíritu se apoca, es el cariñoso y consentido bobaliconcito, el niño impertinente y chillón que arruina la fiesta (en este caso la “revolución”), mientras su padre sonríe orgulloso. Claro, Maduro es un pasmado, no entiende que el ridículo y la usurpación llegaron a su tono máximo.

Cuando Nicolás Maduro Guerra (el junior) señaló, ante la perplejidad de los asistentes, que su padre le había asignado la Jefatura Suprema de la Inspección Revolucionaria a él y no a Hugo Chávez Colmenares (hijo del embalsamado supremo) porque éste era un drogadicto que no servía para nada, entendí que el manicomio revolucionario no tiene ningún estupor en destrozarse a sí mismo, con Maduro a la cabeza. La guerra sucesoral está desquiciada.

Las revoluciones han nacido a través de la historia de la humanidad para abolir reinados y monarquías. Ésa es su razón de ser.

En el manicomio venezolano la “revolución” ha surgido paradójicamente para crear una monarquía. No podía ser de otro modo. Destrozadas todas las instituciones democráticas y republicanas, abolida la Constitución y la ley, los monarcas del madurismo sueñan con la eternidad de su delirio.

La situación es delicadísima, debemos erradicar tanta demencia. Urge el concurso combinado y consensuado del mundo militar y político. Ya basta de delirios. No somos un manicomio, somos la nación de Miranda y de Bolívar.

Es la hora apremiante de la severidad y la fiereza, es la hora de la razón y la ética. Bolívar condecorará desde su tumba nuestra irreverencia. Este artículo es mi comienzo. Vienen otros.

El patético hijo de Nicolás y el Ministerio de la Suprema Felicidad me han inspirado.

¿Y a ti militar amigo?

 

@tovarr