Karl Krispin: Nochebuena y Nochevieja

Dos diferencias de las navidades de mi infancia con la de estos tiempos que corren: en Caracas no se escuchaban gaitas y el único rojo rojito era Santa. No habían llegado el patrioterismo rechiflado y las gaitas para supremos y uniformados. Sin duda las nuestras eran mucho más felices y comenzaban en diciembre. La distinción no es fortuita siendo que este año la Navidad fue decretada por el Ejecutivo en noviembre con furruco y vice ministerio para la felicidad colectiva. Debió tratarse de una confusión revolucionaria. Así como nunca terminamos de saber si la despreciable parranda leninista, la toma del Palacio de Invierno, se inició en octubre o en noviembre según se invoquen los calendarios gregorianos o julianos, aquí ha debido tratarse de un equívoco juliano miraflorino. Los meses del socialismo indoamericano contarán pronto con sus brumarios y pluviosios. Los bolcheviques sí que le arruinaron los villancicos y las festividades de adviento al zar Nicolás. Al nuestro le sobran las fiestas y los fiestos.

El motivo de esta Navidad han sido los electrodomésticos, una forma bastante enérgica y tarifada de celebración entre plasmas y enchufes. Ya cuando llegue el Niño Jesús, como la bullanga y los puntos de débito fueron tempraneros, no se conseguirá ni un burrito sabanero para acomodar los aguinaldos en el pino canadiense que este año gracias a la revolución humanista no han faltado en la capital. Casi todos mantendrán su árbol hasta Reyes y los menos hasta el día de la Candelaria junto al Nacimiento. Este año habrá una mayor cantidad de abonados jugando Nintendo Wii o solicitando una explicación de sí mismos en algún rincón de la pantalla. Para ellos baste una frase del incomparable Groucho Marx: “La TV me parece muy civilizadora. Cada vez que encuentro una encendida, me dirijo al cuarto contiguo a leer un libro”.

La Navidad ha pasado a ser un torneo de regalos, cosa que a todos  parece gustarnos. Resulta más que familiar la imagen de la señora azorada, devastada por el tráfico, pero contenta y despeinada soltando las bolsas diciendo que ya “salió de todo el mundo”, como si fuera cosa de escapar de sus relacionados. Conviene no olvidar el sentido de la festividad en Occidente (hemisferio al que a pesar de Huntington y Maduro, seguimos perteneciendo). Más allá de las creencias religiosas, hay una impronta cultural: honramos la llegada de una esperanza para el mundo, festejamos una posibilidad de salvación. Esta invocación de supervivencia es la que nos hace cuestionarnos invariablemente y prometernos algún destino con la fe que podamos imponernos para ser mejores. Escribe Sándor Márai en su nunca suficientemente recomendado El último encuentro: “…sólo a través de los detalles podemos comprender lo esencial.” El modo particular que tengamos de celebrar, de ajustarnos al tiempo que vivimos y a lo que nos otorgamos con nuestras festividades, es el resultado de la forma como administramos nuestra visión del mundo y hasta el porvenir personal. La manera con que oficiamos nuestra Navidad tiende a historiarnos y establecer una fotografía presente y futura de lo que somos.





En aquellas idas y nostálgicas Nochebuenas rondaba la presencia y la importancia incuestionable del Niño Jesús y sus regalos que eran una forma de saber si lo habías hecho bien a lo largo del año. Se trataba en síntesis de un juicio sumario. A los cinco años creí haberlo sentido colocando los presentes. No se me ocurrió en absoluto atreverme a abrir los ojos. Y también el 31, fecha en que todo volvía a comenzar, recuerdo salir a la calle a dar el feliz año a desconocidos. Esa forma abierta, momentánea y por encima de las fronteras sociales, nos hacía creer que éramos un país que nos aseguraba cierta afinidad compartida por la que me sigo preguntando para estos adioses de 2013.