Venezolanos pasan un promedio cuatro horas diarias en colas para comprar comida

colascomida

La señora María acaba de llegar a la fila. Se queja porque a pesar de lo temprano, no es la primera. Quería estar junto a la puerta del supermercado Unicasa –de Caricuao, al sur oeste de la ciudad- cuando lo abrieran, a las 8:30 am, para tener más opción de comprar cualquier producto escaso que vendan hoy. Harina, leche, azúcar, café, pollo, aceite, afeitadoras, champú. Lo que sea. Ni modo: es la número 30. No está tan lejos de la entrada, pero se inquieta. Sabe que va a poder comprar. “¿Entonces a qué hora uno debe pararse para llegar más adelante?”, se pregunta. La primera que arribó, una anciana de ojos color aceituna, vive a una cuadra y se le adelantó media hora, cuando aún la oscuridad de la madrugaba imperaba. La mayoría de los que esperan expresan su incertidumbre:

“-Ojalá hoy vendan la harinita”- le dice un flaco canoso a la doña que tiene detrás.





“–A mí ya no me queda ni harina, ni aceite, ni leche, ni café–” le contesta una mujer cuarentona.

“–Yo creo que hoy va a llegar la leche, pero quién sabe, es un rumor. ¿Y cuántas irán a vender?–”, pregunta una madre adolescente.

La fila nunca para de extenderse. A las 6:40, ya son más de 60. Y ninguno sabe qué van a vender.

–Uno viene porque así es que uno puede comprar cualquier cosa que falte. Todo secaba rápido- explica una abuela que se apoya en un bastón.

En un recorrido por seis supermercados en distintas zonas de la ciudad eran recurrentes las escenas como ésta. Es un signo claro de la escasez de comida, del miedo a quedarse sin alimentos, de la disposición de muchos a permanecer entre tres y cuatro horas a las puertas de establecimientos para comprar el “pan de cada día”, de acuerdo con un estudio de la firma Datos.

El Unicasa de Caricuao está ubicado en la última planta de un minicentro comercial de apenas dos niveles; así que el río de gente no está a la intemperie ni a merced del frío de la mañana. Algunos llevan sillas para no esperar de pie. Otros aplican la estrategia de ir en familia, porque como suelen vender los productos racionados, entonces podría llevar más de la cantidad permitida.

7:00 am.

La mañana es joven

–¿Y usted me puede guardar una mantequilla cuando llegue?- le pregunta una señora obesa al vigilante del Mercal que queda a pocas cuadras del Unicasa de Caricuao.

–Claro, ¿Cómo no? pero usted sabe, caleta– le responde.

Esta cola sí es a cielo abierto. Muchos caminan hasta allí con la idea de apostarse y esperar. Pero no todos se quedan: uno de los encargados confirma que solo se va a vender carne. Nada más. Si le preguntan si por casualidad llegará el pollo, responde que eso se acabó ayer, y que espere durante el transcurso del día a ver. Le preguntan si venderán azúcar, café, leche o aceite:

–No; nada más carne, carne sola- responde.

–¿Y con qué me como la carne?

–Bueno, venga mañana y haga la cola.

Una inquietud se manifiesta entre quienes esperan acá: “Cómo irá a funcionar la tarjeta esa?” se pregunta un ama de casa. “Ni idea”, le contesta un señor de lentes grandes que es su vecino en la fila.

Se refieren a la tarjeta “de abastecimiento seguro” , anunciada por el gobierno, para productos en toda la red estatal de comercialización de alimentos. No es obligatoria, pero para obtenerla es necesario registrase.

El ministro de Alimentación, Félix Osorio, explicó su funcionamiento, algo que algunos en la cola no tienen claro aún: antes de cancelar, el encargado de la caja le tomará la huella dactilar al comprador para que quede registrada su identidad.

“Por ejemplo, una persona que viene todos los días a comprar (…) Venga acá ¿Por qué usted compra todos los dias? (…) ¿Me va a decir que todos los días se va a comer dos pollos? No, eso no es así”, dijo Osorio durante la presentación de la tarjeta.

Advirtió que la idea de esa medida no es el racionamiento de alimentos, sino mantener un sistema de afiliación de usuarios. Aún no está funcionando, pero ya se pueden registrar.

8:15 am.

Daisbelys -ojos achinados, cabello blanco como algodón- parece molesta o cansada. O las dos cosas a la vez.

La hilera lleva 100 personas y bordea una pared lateral al Unicasa. Daisbelys es la última. Se recuesta, cierra los ojos y bosteza. Todavía nada se sabe sobre los productos que se van a expender.

“Nos dijeron que afuera están descargando una gandola. Esta vaina es todos los días. Yo he estado más de cuatro horas en cola para al final no llevarme nada. Yo no puedo estar en esto; tengo que ocuparme de mis labores”.

–¿Cómo hace para trabajar?
–Bueno, me las arreglo. Le digo al jefe que voy a llegar tarde. Si venden suficientes cosas, le llevo algo: a él también le hace falta.

Si le preguntan a ella por qué se levanta tan temprano para comprar alimentos, responde como la mayoría: “Uno no consigue las cosas. Yo compro bastante no porque sea una acaparadora, sino porque uno se angustia”.

Ella viene a este supermercado entre tres y cuatro veces por semana. Jura que lo hace por sus nietos: “Ellos no tienen la culpa de nada. Primero muerta a que pasen hambre”. También por sus hijos: uno vive en Maracay y otro en Puerto La Cruz; allá, afirma, adquirir productos de primera necesidad es más complicado.

“Les voy armando una caja y cuando ya hay un mercadito, les digo que vengan a buscarlo”.

Lo mismo hace la doña que tiene detrás. Ella, también por los nietos, hace cola para comprar leche y compotas hasta por tres horas. “Y yo las he hecho para comprar toallas sanitarias, afeitadoras, champú y hasta toallas húmedas para mi bebé”, interviene otra madre del grupo. Comentan que para tener todo lo que necesitan se intercambian los artículos “que están perdidos” con la gente que conocen en las filas, con vecinos, familiares.

Esto es grave: ¿Se imaginan si un día nos quedamos sin nada de comida? pregunta Daisbelys.

Al llegar a la cola del Mercal, Carmen –gorda, de piernas cortas, cabello canoso- se devolvió. El médico le recomendó no comer carne y ahí solo venderán eso. Se va al Unicasa, porque le recetaron tomar leche y va a ver si la consigue. Mientras camina esas escasas cuadras, se queja: “No entiendo el desastre de Caracas”. Ella es de Puerto Ordaz y está en esta ciudad, en la casa de una amiga, porque la van a operar.

Recibe un mensaje de texto: “Chama, aquí como que va a llegar la leche”. Entonces apura el paso y comienza a sudar.

La firma Datos reportó que en el primer trimestre de 2014 los consumidores visitaron en promedio cuatro establecimientos para adquirir algunos productos de primera necesidad que están escasos.

– Me preocupa mi vasito de leche para cuando esté de reposo, expresa.

Cuando Carmen llega, el río de gente se inserta en la terraza del centro comercial. 8:20 am. “Sé de quién es la culpa de todo esto, pero mejor me callo y no digo nada: la gente en la calle anda muy agresiva”. La señora que tiene en frente le replica que eso es responsabilidad del gobierno y que no sienta miedo de expresarlo.

Los que están esperando sentados en el piso, se levantan a las 8:30 am, en un torbellino desesperado:
¡Coño lo que falta es que no vendan nada!
” Ya es la hora y no abren, sí son abusadores”.

Pero de inmediato el vigilante da paso al supermercado. “Señores, de lo que está perdido, solo se está vendiendo pasta”, grita. Entonces comienzan los lamentos a viva voz:
“Esto es culpa de la guerra económica y de las guarimbas”.

“Este país va pa´atrás como el cangrejo, ese Nicolás no sirve”.

“Todos los días es esta madrugadera para un coño”.

“A mí me preocupa mi vasito de leche”, se escucha la voz tenue de Carmen en medio del alboroto. ” Me iré a otro lado a ver”.

Y se va, como muchos, cabizbaja. Quejándose.

“Sé de quién es la culpa de todo esto, pero mejor me callo y no digo nada: la gente en la calle anda muy agresiva”.

Erick Lezama/ El Tiempo