Gonzalo Himiob Santomé: El proceso, pero tropical

Gonzalo Himiob Santomé: El proceso, pero tropical

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CONTRAVOZ
El proceso, pero tropical
Por Gonzalo Himiob Santomé

Alguien tenía que haber calumniado a Pablo P, pues fue detenido una mañana sin haber hecho nada malo. Ahora, mientras esperaba en la sede del CICPC que le asignaran cupo en Yare III, tal y como lo había ordenado el juez, pudo por fin hacer un balance de los acontecimientos del día de su detención.





Todo comenzó el martes a las cuatro de la mañana en su casa. No había podido dormir bien. Daba tumbos en la cama como poseído por una extraña incomodidad que iba mucho más allá de la inquietud que le generaban los continuos movimientos de su mujer embarazada. Varias veces había encendido el televisor para luego apagarlo de nuevo, cuando ya sentía que el sueño lo iba a vencer, pero no le funcionaba la treta. Apenas se volvía oscurecer la pantalla, el sueño huía de él y Pablo P quedaba, de nuevo, en blanco y preso de la angustia.

Se levantó a tomar un poco de agua. Algo estaba diferente. Pablo P era noctámbulo y no eran pocas las veces en las que el amanecer le sorprendía en su pequeño estudio leyendo o pegado a Internet. Nunca entraba por las ventanas más que la luz tenue de los distantes faroles de la calle, pero ahora veía intermitentes rayos rojos y azules que teñían las cortinas a un ritmo regular y tenebroso. Se acercó entonces Pablo P al balcón, para ver qué podía estar pasando en la calle, pero antes de llegar el silencio general fue roto por el estridente sonido del timbre de su casa. Recordaba ahora que a esa hora y en esas circunstancias sonó distinto, mucho más alto y ominoso de lo normal.

Quizás, así lo pensó en el primer momento, se trataba de una equivocación. No era la primera vez que los amigos del vecino, tras echarse unos palos en algún local de Caracas, llegaban a continuar la rumba en el apartamento de al lado. Quizás algún borrachín había tocado donde no era, pero su intuición le decía que se trataba de algo mucho más grave. Se acercó a la puerta y asomó su ojo por la mirilla. Tres sujetos armados, vestidos con equipo antimotines acompañaban a otro, en traje y corbata, que tenía unos papeles en su mano. Pablo P, aún sin abrir, preguntó en voz alta quién era, pero solo recibió como respuesta el gesto del hombre en corbata, que le mostró por la mirilla el encabezado de uno de los documentos en sus manos. “Orden de Allanamiento”, se leía en éste.

Pablo P abrió la puerta, no sin recelos pero con la plena confianza de que no tenía nada que ocultar. Sabía que la situación del país era delicada en extremo y que el Estado de Derecho no existía, pero como no era un delincuente y jamás se había enfrentado al monstruo judicial revolucionario antes, no temía más consecuencias que las de la incomodidad que todo esto le generaría. Era definitivamente opositor, y había participado en las marchas y concentraciones pacíficas que habían tenido lugar en Caracas durante los últimos meses, pero más allá de eso, y de uno que otro comentario crítico al gobierno que de vez en cuando se permitía en las redes sociales, no había hecho nada que pudiese ser tenido como criminal o sedicioso. Pablo P, como su mujer estaba embarazada de su primer hijo, no hacía más que eso.

Apenas abrió entraron abruptamente en su casa unas diez personas, que Pablo P no había visto antes, y que sin mediar palabra empezaron a registrar hasta el último recoveco de su casa. Dos de ellos entraron con dos cajas grandes. El hombre en corbata se le acercó y le dijo que se trataba de un allanamiento para recabar “evidencias de interés criminalístico”, tras lo cual le ordenó sentarse y guardar silencio. Su esposa, despierta por el ruido que se hacía, también salió a la sala. A ella también le ordenaron sentarse y callar. De nada le valieron a Pablo P o a su esposa sus preguntas o sus quejas, e incluso les quitaron sus celulares diciéndoles que no podrían llamar a nadie, mucho menos a un abogado. El hombre de la corbata solo les dijo que si no tenían nada que ocultar, no había necesidad de llamar a un abogado.

Al cabo de unos minutos los dos funcionarios que habían entrado con las cajas salieron de su cuarto con unas mangueras cortadas y dos paquetes de clavos que ni Pablo P ni su esposa habían visto jamás en sus vidas. Otro llegó de la cocina con una gavera llena de botellas vacías de cerveza (las que Pablo P guardaba para reemplazarlas por otras llenas una vez que se les acabaran) y otro salió de su pequeño estudio con su computadora a cuestas y con su ejemplar de “Palabras para la paz” de Gandhi.

El hombre de la corbata miró con sorna el libro. “Ustedes son terroristas”, les dijo, y ordenó que se les detuviera en el CICPC. Allí estuvieron dos días, sin que se les permitiese hablar con abogados o familiares. Luego serían llevados a tribunales. Antes de eso, sin embargo, el hombre de la corbata les había interrogado por largas horas, obligándoles incluso a revelar las claves de sus correos y de sus celulares. Les pedía también las fotos y los nombres de sus vecinos y de sus amigos opositores, pero Pablo P y su esposa guardaron silencio. Al final, poco antes de trasladarlos, el hombre de la corbata les llevó a una mujer regordeta que les indicó debían aceptar como su defensora porque si no “les iría mucho peor”. Pablo P y su esposa se negaron. No confiaban en la evidente simpatía, casi una complicidad declarada, que había entre el hombre de la corbata y la anodina mujer.

Ya en el tribunal pudieron narrar su historia a sus abogados. Solo en ese momento los letrados habían podido verlos unos minutos y leer las actas del expediente, Les dijeron que un “Patriota Colaborante” anónimo les había vinculado en una denuncia con “acciones subversivas” y que el acta policial decía que en su casa, para el asombro de Pablo P y de su esposa, habían sido halladas bombas molotov listas para su uso, gasolina y “manuales subversivos”. En el celular de Pablo P, además, hallaron una foto de él dándole la mano a Leopoldo López en una marcha de hacía dos años. Esas eran las “evidencias” contra ellos.

La audiencia duró unas dos horas, pero solo por lo que demoraron sus defensores en fundamentar sus sólidos alegatos contra la detención y contra el acta policial, llena de fallas y contradicciones. La fiscalía, representada por el hombre de la corbata, no había tardado más de tres minutos leyendo el acta policial y solicitando para ellos, sin base alguna (hasta el juez le reclamó mayor precisión) la prisión preventiva “dada la gravedad de los delitos presuntamente cometidos”. Sin siquiera retirarse a pensar un poco en lo alegado por las partes, sin tomar en cuenta los alegatos de la defensa, el juez sacó de su escritorio, no más culminaron las exposiciones, su decisión ya hecha. Se ordenó la apertura de un “procedimiento ordinario” contra ellos, y también que permanecieran privados de su libertad, Pablo P en Yare III y su esposa en INOF.

Lo demás era borroso para Pablo P. Pensó en su hijo por nacer y en su esposa. Pensó en su país. Ahora conocía, de primera mano, el miedo.

@HimiobSantome