Enfermera zuliana curó enfermos con Jacinto Convit

Enfermera zuliana curó enfermos con Jacinto Convit

En Palmarejo aún no le había llegado la noticia. Eran las 2.00 de la tarde y Ana Cecilia de Mocada, una mujer que trabajó como enfermera y camarera en el leprocomio en la isla de Providencia, cuando conoció de la muerte del doctor Jacinto Convit. Juntó sus manos, las llevó a la cara e hizo movimientos de negación. Las abrió y sus ojos estaban cristalizados. Miró al cielo y exclamó: “Que Jehová lo reciba en el reino del cielo”. laverdad.com / Crisbelis Salas

(foto Crisbelis María Salas)
(foto Crisbelis María Salas)

Ella laboró por 35 años, hasta que en 1984 desalojaron la isla luego de que Convit inventara una vacuna contra la lepra. En su estadía tuvo la oportunidad de conocerlo. “Fue una sola vez. Recuerdo que ese día era un completo alboroto. Los pacientes y los doctores estaban emocionados porque conoceríamos a una eminencia como ser humano y como médico. No recuerdo el día, pero sí todo lo que sentí cuando lo vi, era una profunda emoción, casi inexplicable”.

Hizo una pausa, volvió a lamentarse y siguió refrescando su memoria, hoy Ana Cecilia tiene 85 años. “Yo salí corriendo de donde estaba cuando él llegó. No se podía ver porque todos querían tocarlo, verlo, él se dejaba. Era blanco, casi catire. De ojos bellos, buenmozo. Tenía un gran corazón. Era humanitario. Porque él reconoció que los enfermos caminaban sobre el dolor, sobre el abandono”.





Volvió a hacer otra pausa y pidió permiso. Regresó con recortes de periódicos. “Yo guardo todas las entrevistas que sacan del doctor. Las guardo celosamente. De repente, cuando muera, mis hijas las boten, pero a mí me gusta tenerlos porque el doctor no descansó, trabajaba hasta altas horas, analizando y buscando. Ojalá que le haya dado tiempo de conseguir la cura contra el cáncer. Él era una eminencia. Ojalá que alguien herede su legado y mística”.

La mujer de tez morena, fuerte carácter, pero de inmensa generosidad, dice que aún visita a sus pacientes en el Hospital Cecilia Pimentel, en Palito Blanco. “Siempre los visito. Quedan 14; 11 hombres y tres mujeres. Les llevo algo para comer y compartir. Es duro verlos sufrir por el abandono de su propia familia. Nunca usé guantes. Me sentaba en sus camas y aquí estoy, no me contagié. Me contagié de su tristeza. Ellos son mi segunda familia con prioridad, porque a ellos no los mata la enfermedad, sino la soledad”.

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