Fernando Núñez Noda: El pasajero Picasso

Fernando Núñez Noda: El pasajero Picasso

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Cuento – Fernando Nunez-Noda

Una mañana luminosa de domingo y una consideración sobre la altura del césped son calmos placeres que Albert Banchank conoce y practica. Su casa es amplia, con dos pisos y ático.

La parte trasera tiene un largo jardín, tan grande que toma varios minutos alcanzar una cerca de madera al fondo. En el extremo oeste la piscina es perturbada por la brisa. Albert se sienta en el porche y mira la TV, o come alguna de las variadas cosas que su esposa Audrey coloca. Ayer llegó de Houston, hizo excelentes negocios.





A los cincuenta años su vida es bastante satisfactoria: un poco más arriba de la clase media y muy orgulloso de ello, por cierto, porque prueba que el trabajo duro, bien hecho, produce sus frutos.

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Su casa es amplia, con dos pisos y ático.

Ejerce el libre comercio desde 1978. Su esposa es contadora y él es ingeniero químico, profesión que jamás ha ejercido. Vive con ellos su hija menor, de quince años.

Lauren, la segunda, está en la Universidad de Michigan. El mayor, de veintiocho años y graduado, ya se encarga parcialmente de la compañía (almacenes de mayoreo de herramientas) y su probable matrimonio con una chica de prestigiosa familia sureña, sería tópico de orgullo generacional para los Banchank.

Pero ese día la cavilación es corta. Audrey trae el teléfono, tapando con los dedos la bocina.

— Es Bill, tu viejo compañero de la compañía de taxis.

Albert toma el aparato.

— ¡Bill, qué sorpresa!

— Hola Albert, debo hablarte.

— Dime.

— Hace unos minutos salieron para tu casa dos agentes del FBI. Querían saber quién había manejado el taxi # 25, el 10 de febrero de 1973. De eso hacen veintidós años, tú sabes, por eso tuvimos que cavar en los archivos y entonces averiguamos que fuiste tú el chofer aquel día.

— ¿Y qué hay con eso?

— Parece ser tremendamente importante un pasajero que llevaste ese día. ¿Puedes recordar?

— ¿Recordar, Bill? Claro, la famosa tormenta, tuvimos nieve en New Orleans. Recuerdo esos días, pero hace tantos años…

— ¿Recuerdas algo en particular? ¿Un tal Herbert Avidson no hace sonar una campanilla?

— ¿Avidson? No, bueno, no sé, para esa fecha… yo estaba en Loyola y era sustituto ¿o ya era titular?

— Sustituto aún, creo.

— Bueno, llámame luego, para saber.

— Sí, – dijo separando las persianas con los dedos- deben ser esos.

En efecto, llegan los policías. Podría ser una pareja de detectives de cine, excepto que ambos son blancos. Toman café en la amplia cocina de los Banchank.

— ¿Estoy en problemas?, preguntó a secas Albert.

— No se preocupe Sr. Banchank, usted no ha hecho nada. Nos interesa un pasajero que tuvo hace veintidós años, cuando era taxista. Su nombre es Herbert Avidson.

— ¿Le dice algo ese nombre? -dice el otro, acercándose insidioso.

— No, en absoluto me dice nada ese nombre…

— Acompáñenos, por favor.

Camino a la oficina del FBI, un insólito domingo en la mañana, Albert ya cree saber a quién se refieren los agentes, el pasajero que tuvo en aquel atípico invierno sureño.

El resto es silencio hasta que llegan. El edificio está vacío, excepto por una oficina de improvisado ajetreo. Surgen de repente asistentes y otros detectives. Están aquí por Albert, o por lo que Albert pueda recordar.

Los recibe un superior, de aspecto altivo pero de trato respetuoso. Ésta, obviamente, no es su oficina, dado que todo lo amontonó en una mesa lateral. El resto intacto.

— Sr. Banchank, tome asiento, lamentamos quitarle tiempo pero el gobierno está muy interesado en su colaboración.

— Cualquier cosa que pueda hacer…

— ¿No recuerda usted a este hombre?

Saca una fotografía tamaño carta, la ampliación de una foto-carnet, que muestra a un hombre como de 35 años, de rostro alargado, pelo muy liso con carrera del lado derecho, labios delgados, pómulos suaves y cejas tenues. Sólo se aprecia— un nudo de corbata grueso y un cuello de camisa blanco.

— ¿Es éste el tal Avidson?

— Sí. Él dice que estuvo en su auto el 10 de febrero de 1973, entre las 12:05 y las 4:00 am, según su diario. Queremos verificar, en principio, si esto es cierto.

— Me acuerdo, no soy mal fisonomista. Este hombre se parece… al de la (EN VOZ MUY BAJA): intldog astfh emation…

— ¡¿Cómo!?- preguntaron varios a la vez.

— …el de la intoxicación estomacal, incluso vómitos…

— Sí, en efecto -dice el jefe- ése resulta el rasgo distintivo de la historia.

— Fue muy extraño, dimos muchas vueltas -murmuró Albert.

— ¿Cómo pudo recordar el episodio tan rápido?

— Imposible olvidarlo, nevó en New Orleans y el episodio con este Avidson (me entero de su nombre) fue tan cómico y tan trágico.

— ¿Cómico? ¿Podría contárnoslo?

-Bueno, puedo tratar. Aunque (parece despertar de un sueño)… ¿ustedes no saben qué pasó? ¿El hombre no les contó?

— Es muy importante escuchar su versión antes de contrastarla con la de él, Sr. Banchank.

— O sea que no se murió… ¡Ja! ¿Y qué pudo hacer ese pobre hombre esa noche? Estaba… acabado.

– Cuéntenos…

— Fue un… a ver…

— …sábado en la madrugada -se apuró a decir Jackie, un asistente con buena perspectiva de jefe de zona.

— Recuerdo un frío insoportable, menos de 20 [Fahrenheit, alrededor de -6 grados centígrados]. Iba yo por la avenida Carrolton, la empresa de taxis se llama “Carrolton”, que raro ¿no? Conocía a Bill, entonces pequeño accionista, quien me cedía taxis. Como era novato, debía atenerme a las horas más incómodas, casi siempre nocturnas.

Se recuesta de la silla, disfrutando el recuerdo:

— Esa noche creo que escuchaba una emisora de radio, mezclada con mi CB, que esputaba sin cesar órdenes y diálogos entre Bill y las decenas de taxistas que cruzábamos la ciudad. Franjas de hielo bordeaban las aceras y las mansiones exhibían decoraciones navideñas.

“Siempre lo mismo, usted sabe: los burdeles de la calle Decatur; la zona del Hyatt o el Lakefront. Algún “preppie” cerca de Tulane. El caso es que iba por ese túnel de árboles cuando me informaron que alguien solicitaba un taxi en Audubon Place, uno de los lugares más exclusivos de la ciudad.

” ‘Propina’ era la palabra mágica en esas llamadas. Al torcer el codo de sur a este, entré en la calle Saint Charles… seguí hasta cruzar hacia Audobon Place, cerca del parque del mismo nombre. El guardia me dejó pasar… anotó la placa.

“Audubon Place es lugar de gente rica. Me dirigí a la dirección y contemplé una enorme mansión de piedra que me gustaba ver desde las afueras de la urbanización. El hombre estaba allí, estático. Creo que fumaba. Se montó, con un paquete o algo similar.

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“Audubon Place es lugar de gente rica…”

“Me dio una dirección ¿un hotel de mala muerte o un bar? creo que fue un hotel. ¡Ah sí! De allí sacó sus cosas. El contraste me perturbó, pero decidí no hacerle caso. Me dijo que había comido algo que le cayó muy mal y pronto lo empecé a ver decaído. Pobre hombre. Recuerdo su grito para que me detuviera. Abrió la puerta y vomitó.

— ¿Poco o mucho?

— Levemente, tosiendo repetidas veces… Acostumbrado a estos menesteres, le di agua de una cantimplora que llevaba en la guantera. La tomó con desesperación, temblando.

— Señor -le dije. Lo voy a llevar a un hospital…

Ríe profusamente:

— Siempre me he acordado de él, pero no sabía cómo se llamaba y que lo estaban buscando o algo por el estilo…

— ¿Usted ofreció llevarlo a un hospital?

— “No, no lo haga”, me dijo, “ya estoy bien, sólo necesitaba vomitar, ya estoy mejor…”

“Y me dio otra dirección. Me pidió que me bajara con él… era un callejón oscuro. Me compadecí y lo acompañé. Caminaba en ligero zigzag, como bajo una embriaguez controlada. Lo esperé frente a un caserón y, por un rato, pensé que se había escabullido. Al voltear estaba allí, casi desmayado en la acera, vomitando la bilis.

“Esta escena, tan prosaica, no ocurrió una sino varias veces. El hombre, sobrecogido por la vergüenza, quería adentrarse en los lugares más oscuros y solitarios para descargar su estómago. Claro que me pareció un poco loco, pero me dio lástima y lo acompañaba.”

— ¿Recuerda alguna situación específica?

— El Parque Audubon, a ver, sí, el bosque, tan tupido, esos montoncitos de nieve que quedan en los lugares donde una nevada es una fiesta. Era una noche clara, pero allí se veía más por las luces laterales y artificiales de los postes. El individuo salió disparado. Hablaba, más para sí, expulsando gruesos vahos de vapor; se pedía perdón, parecía no poder resistir esa situación de ridículo. Patinaba con el hielo disperso. Y le daba mucha pena conmigo, estaba terriblemente avergonzado. En ese lugar lloró, pero no entendí sus palabras. Devolvió y lo dejé solo. Le di la espalda.

“Sentí, no sé, que ese hombre estaba viviendo un tormento indescriptible, un amor roto, la muerte de alguien, lo sentí solo y desvalido, muy en el filo, usted sabe, habría tenido que tomar tanto…

“Se hizo un repentino silencio. Volteé y no estaba. El chasquido de las hojas lo revelaron, daba vueltas, concentrándose para recuperarse, caminando con paso marcial, recordándose una y otra vez que estaba bien y que el malestar era una especie de ilusión. Había mucho de una religión extraña en ese individuo.

“Yo cerré los ojos y me recosté del tallo de un árbol, estrujándome el entrecejo: ´¿Por qué a mí? ¿Qué hago aquí congelándome el culo?´ Entonces decidí llevarlo, no a la fuerza, pero sí persuasivamente a un médico.

“Cuando giré para ubicarlo ya no estaba. Fui hacia el lugar de su incomprensible monólogo y no había rastros. Preparado para irme al carro y esperarlo allá, sentí unas manos que se posaron sobre mis hombros. Aquel pobre ser pedía auxilio. Se desplomó frente a mí. Su ímpetu, a pesar del colapso, era tal que parecía más bien querer cargarme a mí.

“Lo llevé en brazos al taxi, mejor dicho, empujado. Murmuré que quizá era mejor dejarlo directamente en la estación de bomberos o en la policía. Como no parecía mejorar, por un segundo pasó por mí el inquietante terror de que ese hombre se muriera en mi carro. ¿No era negligencia de mi parte?

“Pero cada vez que le hablaba de hospital o policía estallaba de ira, a regañadientes prometía mejorarse pero en realidad se ponía peor. Nos bajamos en muchos lugares y el hombre se perdía, para aparecer súbitamente frente a mí, surgido de las sombras. Fue una locura, algo absurdo. Para el momento ya yo estaba mareado y casi congelado… atontado por la calefacción del carro, por la modorra de esa madrugada sin sentido.

“En una de las paradas lo vi a lo lejos, en la oscuridad. Caminaba con extrema lentitud, pero se esforzaba en ir más rápido. Al acercarme me di cuenta que cargaba una barra de hierro muy pesada, la cual le hice soltar. Me pareció que el pobre estaba saliendo de sus cabales.

“Especulé, malévolamente, que este hombre huía de la ley o algo por el estilo, porque rehusaba los lugares muy iluminados o concurridos. O quizá flirteaba con el abismo, era un suicida y yo un guardián no invitado, que una y otra vez lo ayudaría a no morir. ¿Cómo me dijo que se llamaba?”

— Herbert Avidson.

Prosigue Banchank:

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Plaza Jackson con la Catedral de San Luis al fondo.

“Vaya periplo que hicimos: de Saint Charles a Decatur St., pasando por la Plaza Jackson. Nos dirigimos, también, al Lakefront pero -según él- estaba muy concurrido. Volvimos al Garden District, nos detuvimos en las veredas del Parque Audubon. Bajamos por Napoleon St. e hicimos una parada en Tipitina´s, donde esa noche estaba, nada más y nada menos, que Johnny Lee Hooker, un blusista de la calle. Lo que pasó allí fue desastroso con ese pasajero: se retorcía, corría al baño, salía con un aspecto patético y mortecino.

“Terminamos en una vereda del río, a lo largo de Magazine St. Allí ocurrió lo terrible, por lo cual jamás olvidaré ese pobre ser, varias horas después de haberlo recogido. Me alejé del carro para orinar, había luna creciente. Al regresar aquel hombre tenía un cuchillo en la mano en franca actitud de quitarse la vida.

“Me lancé sobre él para detener tal acto, pero estaba tan débil que no hubiera podido hundirse la hoja en lugar alguno. Traté de someterlo, para llevarlo a un doctor a la fuerza, y entonces sacó una energía contenida, forcejeamos, logró derribarme al piso del auto, se escabulló y huyó para siempre.

“Recuerdo ese rostro feroz pero debilitado, poblado de pedacitos de vómito seco. Quiso pelear conmigo por escasos segundos, pero al constatar que era pérdida segura, haló con inesperada fuerzas su bolso, se fundió en la noche y no lo vi más.

“Dejó en el asiento, atado por una liga, suficiente dinero para pensar en una generosa propina. Aunque fue trágico no puedo dejar de reírme ante la imagen de un hombre vapuleado, que decía: ‘Estoy bien, estoy perfecto, ya me curé’ y ¡búa! vomitaba las entrañas por la ventana.”

— ¿Es todo?

— Una vez soñé con el son of the gun.

— ¿Sí? ¿Qué soñó?

— El hombre estaba vestido de gris y me decía, varias veces: “Algún día el sirviente será rey”. Por supuesto que jamás he tratado de explicarme estas palabras sin sentido. Pero, no sé porqué, me inquietaron.

— ¿Hablaron mucho?

— Supongo que sí, todo taxista tiene algo de psicólogo. En realidad no recuerdo esa conversa. ¿Usted cree que ése fue el único loco que me conseguí? Ahora dígame, porqué es tan importante este episodio que yo recuerdo con cariño pero que siento como una anécdota sin mayor importancia…

— ¿Ha oído usted hablar de “El Pasajero”?

— ¿El Pasajero? ¿Una serie de TV?

— Le refresco un poco la memoria.

Acto seguido activa un aparato de video que contiene un fragmento del noticiero CNN. Dice la narradora:

“La policía de San Diego se mantiene hermética ante la información extraoficial llegada hace unos minutos sobre la supuesta captura del célebre asesino en serie “El Pasajero”. Dan Frigger, jefe del FBI en California, informó que el sospechoso -cuyo nombre no ha sido revelado- es sometido a intensos interrogatorios y que un equipo especializado revisa su casa para recolectar evidencia. Como el Unabomber, que fue investigado y perseguido durante 19 años, el Pasajero ha frustrado a investigadores federales por más de 25 años y tiene el dudoso honor de estar en la Enciclopedia Guiness como el “Hombre más buscado por mayor período de tiempo continuo (12 años)” “.

Corte de edición casera. Abrupto. Prosigue un clip reporteril, con diversas imágenes y voz en off del reportero:

[Mostrando la última versión del famoso retrato hablado]: Con un trabajo circunscrito al sur de los Estados Unidos, entre Florida y California, el asesino en serie “El Pasajero” ha desconcertado a las autoridades y también al gran público norteamericano por casi treinta años. Considerado como uno de los más sanguinarios asesinos, la policía ha logrado construir un perfil sicológico más preciso pero no ha podido ponerse sobre las pistas correctas. Otros, como el doctor Calvin Woodrow, jefe de la Unidad de Siquiatria del FBI, no son tan optimistas:

[Declaración]: “Excepto una inteligencia fuera de lo común y una especie de obsesión seudo religiosa, es poco lo que podemos decir de la mente de este individuo. Mi teoría es que sus cartas están llenas de trampas. Recuérdese lo que pasó en los setenta…”

Reportero: En los años setenta, el FBI y la prensa se apresuraron a etiquetar al Pasajero como un simple loco y a pronosticar su pronta captura. Diez años después ya los especialistas estaban convencidos que el hombre había construido, deliberadamente, un falso perfil de sí mismo. Su locura era el disfraz de otra, no menos terrible, pero sí menos descifrable…

[Otro corte.]

Reportero: ¿Qué aspecto tiene el Pasajero?

M. J., detective: Es blanco, fornido, debe tener casi sesenta años actualmente. Hombre culto, de comportamiento social refinado. (RÍE). Bueno, ese nos deja con quince millones de individuos.

[Fotografía de víctimas; videos de cuerpos encontrados]: La ola de crímenes de este asesino comenzó en 1971 y se ha extendido hasta 1987, fecha de su último asesinato conocido. Desde siempre mantuvo una intensa correspondencia con la policía, mucha de la cual ha sido estudiada por los especialistas. Su carrera homicida se desarrolló en las interestatales, en las carreteras de campo, en las líneas de tren. Sus víctimas son preferentemente camioneros, taxistas, choferes y conductores en general. Se le atribuyen al menos 35 asesinatos, en los cuales desfiguraba salvajemente a sus víctimas, haciendo lo que él llamaba una “escultura humana”, un macabro arte corporal. Se sospecha, sin embargo, que la lista de víctimas desconocidas es mucho mayor.

Fin del video. Albert mira las fotos y las suelta instintivamente. Comienza a compararlas con el recuerdo. Está anonadado. Dice al agente:

— Estuve con El Pasajero aquella noche…

— Nada más y nada menos que con Herbert Avidson, el hombre más buscado del país, un hombre de una locura, de una crueldad y de una peligrosidad indecible, pero de inteligencia superior, sabe, para poder burlar a la policía por tanto tiempo. El caso es que, gracias a la casualidad más inesperada, se le descubre ahora, casi septuagenario, con un diario detallado de cada uno de sus crímenes.

– ¿Sí?

– Sí. La prensa sería capaz de matar por esta obra maestra del crimen. La seguridad que estamos aplicando es máxima. Queremos verificar todo lo dicho en ese diario antes de hacerlo público y, sobre todo, estudiarlo con equipos muy especializados de sicólogos y expertos en conducta humana.

– ¿Tanta importancia tiene?

– Sí, porque éste en particular expresa uno de los altos niveles de astucia que hemos encontrado. Pocas veces la policía se mantuvo tan ignorante acerca de unos asesinatos tan aparatosos. Además, hay una ola de admiración por estas lacras, que propicia imitaciones o emulaciones y queremos tratar ese asunto también. Como le dije, tenemos que verificar los hechos.

— ¿Tendré que identificarlo en persona?

— Realmente no… Herbert Avidson confesó ser El Pasajero, de hecho, nunca lo negó.

Abre, un tanto ritualmente, la gaveta de su escritorio. Saca un sobre que contiene fotocopias de la transcripción del diario, junto a algunos facsímiles del mismo.

— El hombre narra todos y cada uno de sus crímenes, con lujo de detalles y una prosa nada mala. Es usted, junto a Desiree Stanton en Lake Charles y un anciano, Malcom Balder en Phoenix, Arizona, el único que acepta que no pudo matar aunque lo quiso y lo intentó. Ambos testigos ya han muerto, uno de viejo y la otra de un infarto, no se asuste, usted es el único que nos puede arrojar luz sobre la validez de este relato para poder calibrar la confiabilidad de esta bitácora del infierno.

Acto seguido, exaltado por una curiosidad sobrehumana, Albert toma los papeles y los hojea aleatoria y nerviosamente.

— Póngase cómodo ¿café?

— Gracias.

Fija su vista, primero en los facsímiles del diario manuscrito. Aunque la imagen no es precisa, muestra claramente una letra consistente, cursiva, con pocos tachones pero sí algunas notas laterales. Albert saca los lentes y comienza a leer, borrada de su rostro la sonrisa inicial:

—–INICIO DEL TEXTO———————————————————-

“02/10/73
12:15 a 4:00 am.

 

Albert…
Taxis Carrolton, #25
Nueva Orleans, LA

El método había sido exitoso desde Panama City. Llamar de un público a la empresa de taxis, en un lugar glamoroso pero oscuro, dar el teléfono del público y esperar. Fumaba entonces, de modo que consumí un cigarrillo mientras esperaba.

Audubon Place tiene esa extraña combinación de bulevar hollywoodense con aristocrática calle inglesa. Estaba nervioso porque demoraba. Cuando ví las luces y el pequeño letrero de taxi, me invadió la usual excitación sexual: una noche entera de faena, de acto creativo sumergido en la oscuridad.

Me preocupaba sobremanera el aliento. En realidad, mi afición al alcohol era reciente en el viaje nocturno. La sensación dionisíaca, el mareo impetuoso, la desinhibición mayor: todo invitaba a pensar que Baco sería mi secuaz de muerte. Pero el aliento a alcohol me asqueaba y avergonzaba.

Era yo, pues, un ángel de la noche, un vampiro-escultor sediento de sangre pero también del lienzo mismo, un consumador de Del asesinato considerado como una de las Bellas Artes. Cómo decirlo, una especie de diablillo seducido por la luz del arte, un escándalo en el cielo y en el infierno por igual.

Esa lucha ¡el horror! se reproducía en mi estómago desde hacía varios minutos. Mi espina era sacudida por corrientazos cada vez más continuos.

La comida y la bebida se entremezclaban en mí como lava sobre agua de mar. Retorcijones que anunciaban un posible saboteo de mi fiesta. Después de hacer la llamada me sentí mejor, ya mi rescate venía en camino. Era vital que el nombre dado a la compañía de taxis fuese una recomposición del mío. Así manejaba mis seudónimos artísticos.

En vez de nome de plumme, yo tenía nome de marteau. En once veces que hice tal cosa, siempre mi nombre pudo haberse encontrado con un trabajo más malicioso de investigación. Cualquier detective televisivo lo habría resuelto en medio capítulo.

Pero volvamos al taxi que inundaba de luz el recinto de árboles y muros donde me hallaba. Tengo por costumbre dejarme ver bien por los beneficiarios de mi arte, de modo que me encantó ser iluminado, como si en una obra teatral apareciera de entre las sombras el personaje más misterioso: el pasajero Picasso.

En pleno proceso de mariposas en el estómago, boté el cigarrillo, porque jamás entro fumando a vehículo alguno. Abrí la puerta y se desató la primera señal de mi caída estomacal e intestinal.

Vestía sobretodo y una ropa de algodón, muy mal planchada, por cierto. Los días de mal vestir, para mí, son en compensación jornadas de orden y concierto.

Soy bastante inmune al frío, mi calor interno es tal que no puede lacerarme ni el más despiadado viento del norte. Pero en ese momento el temblor en el estómago me hizo momentáneamente vulnerable a la gélida brisa. De hecho, producía rayos de frío, exacerbados con el templado exterior.

Por eso deseé entrar en ese taxi, para compartir su calefacción. Así mi pesado maletín de médico y me puse en posición, no hubo llamada de confirmación. Al conductor le extrañó que estuviese afuera.

— ¿Mr. Daffy?

— Sí.

— Móntese.

Así hice, en el asiento trasero. A diferencia de Nueva York, donde las había visto, en New Orleans no habían esas rejillas de separación entre el chofer y su cliente. Mi cuerpo se sumergía en una marejada de escalofríos.

Al cerrar la puerta y arrancar, recuperé el bienestar. Miré los robles y abedules impregnados del perfume de la magnolia, las luces de navidad que alegraban las fachadas de casas y edificios. En invierno prevalecía un olor a leña ya hecha humo. El taxi llevaba calefacción, pero el aroma penetraba y se disfrutaba en toda su tibieza.

— ¿Qué le pasa, señor?

— Me siento mal, he abusado del Gumbo y de los mariscos y del bourbon. Pero estaré mejor…

— Espero…

— ¿Cómo se llama, amigo?

— Albert…

— Lléveme hacia el French Quarter.

“Sí -pensé- llévame hacia mi orgía nocturna de piel y sangre. Llévame a tu propio holocausto.”

http://ciberneticon.com/wp-content/uploads/2012/06/nola1.pngPorque gustaba pensar que yo corregía con furia las deficiencias que la naturaleza añade -o le niega- a la gente. Quedó grabada en mí una frase de la película El Mago de Igmar Bergman, donde un moribundo borracho dice que ama el cuchillo, “una hoja filosa para cortar las deficiencias”.

De modo que yo los lijaba, los recomponía como Picasso hasta lograr las formas que la desquiciada Natura perdía. Lejos de ese superficial mote (El Pasajero, The Passenger), debí haber sido llamado El Escultor o, más audazmente, el “Rehacedor” (The Remaker) o incluso Picasso o NeoPicasso, uno que hacía cubismo anatómico.

Lamento profundamente no haber enviado esa carta al Houston Chronicle en 1971, habría cimentado mi leyenda desde hace buen tiempo y dádome un nombre que sólo después de mucha hermenéutica la prensa especializada ha dibujado.

Mi última víctima antes del taxista sin nombre es un ejemplo perfecto de esta evolución que daba mi carrera: un gran deseo de ser leído en mi trabajo, un esfuerzo honesto por revelarme en mi inevitable destino de hombre escondido. Bernard Cox (extraño nombre), era un miserable.

Su vida estaba entregada a la más abyecta ruindad: en los bares, escapando un Vietnam que sus hermanos no eludieron, borracho con cerveza, como un niño. Jugaba mal pool ¡ay, no! había que destrozarlo. Un animal.

Quien crea que pretendo justificar mi acto se equivoca: yo sé quien soy. Lo sentencié y murió. Punto. Algún día la vida me sentenciará, pero igual será el mismo castigo que le otorga al más piadoso. Por eso sentencié a Bernie. Porque era un asno y no comprendía estas cosas.

Recuerdo la nota que envié a la policía (nunca fue publicada, al menos correctamente):

“Me bastó una hora para saber que era un malnacido. Si fuera ustedes me descubriría, en uno o dos meses. Yo debería ayudarlos con otros asesinos. Soy el más grande y no me simpatiza la competencia. Quiero el monopolio del anatema. Quiero posicionarme como el artista del asesinato.”

Le dí, muy secamente, un leñazo en la parte posterior del cráneo. No murió; quedó agonizante en el asiento, embebiéndolo de sangre. Yo, temblando de la excitación, tomé mi alicate y un bisturí para formar la primera imagen cubista. Labios distribuidos, frentes surcadas, orejas en el centro de la cara.

Con los ojos no jugué sino mucho tiempo después, hacia principios de los ochenta, como doy fe. Mi obra es un perpetuo y, yo diría, enfermizo deseo de que la gente entienda qué quiero decir, aun cuando no sepan quién soy. He sido y soy, un mensaje sin emisor.

Ya de Bernie hablo profusamente en su capítulo respectivo. Lo traigo a colación porque sentí esa “sensación tipo Bernie” con este taxista miserable.

Mi sensibilidad era tan grande para entonces… que nadie me creería, jamás, la circunstancia insólita de que no soy malo. Mi discurso es riguroso para probar que no soy un loco, pero incluso eso se dudará cuando diga que mi problema es que he sido demasiado bondadoso. Amo demasiado.

La bondad de mis actos era un deseo de convivencia con la materia prima de mi trabajo. Los necesitaba vivos para poder inmortalizarlos. Eso intenté decirlo al Chronicle, pero nada, caso omiso. “Loco, insano, monstruo”. Volvamos al taxista.

No sé porqué, pero el Albert me irritó. Al principio su distancia me gustó, su porte lejano, pero cuando empezó a congeniar con esas estúpidas frases hechas, mi sangre empezó a hervir. Saqué la pequeña botella para absorber el escocés con frenesí, pero las náuseas me obligaron a esconderla en el bolsillo. Mi maletín pesaba cuatro kilos.

Mi intuición, para entonces, se había aguzado. Por eso me siento un vampiro, porque percibo cosas. Por ejemplo, capté claramente que aquel ingenuo me creía un desvalido y no sospechaba que al recuperar yo mis fuerzas lo suaría como insumo estético. La trayectoria de allí en adelante fue conflictiva: un penoso malestar creciente, una puntada muy aguda, como un sable que atravesaba mis intestinos, comenzaba a penetrar, soltando alrededor escalofríos que me hacían temblar. ¡Qué desastre!

Pensé que la brisa del Lago Pontchartrain me calmaría y que, en todo caso, su largo bulevar me ofrecería el sosiego para darle a mi cuerpo un estado neutro y luego desatar mi crescendo y para transformar a ese otro Bernie en un arreglo floral.

Pero frente a esa gran masa oscura de agua, frente al vaivén de una pupila lunar amplia y tétrica, mi cuerpo se estremeció. El mareo era insoportable, resultaba impensable salir y vomitar en público. Las parejas pasaban y yo, allí adentro, paralizado por el escalofrío.

Me preguntaba, no obstante, qué horrorosa justicia aplicaría a tan insigne John Doe que me conducía. A ratos ¿se podría decir? incluso lo sentía agradable, poco dado a hacer preguntas, práctico como todo hombre de esta nación… Su manejar era suave y eso más mi expectativa de trabajo hacían que me recuperara lentamente.

Puras ilusiones, sin embargo. A medida que nos desplazamos por esas galerías vegetales, el Gumbo en mi estómago hacía estragos. Detuve el auto dos veces para vomitar. Ese acto repulsivo de “devolver” al mundo lo que nos ha dado, de forma tan escatológica… me hacía vomitar más. Y mientras más devolvía, quedando por segundos asfixiado, tosiendo como un tísico, más deseaba volcar mi furia contra el chofer.

En el llamado Garden District le pedí detenernos en el amplio Parque Audubon, que se veía brilloso bajo la luna. Allí decidí acabar con todo. Nos bajamos y comencé a deambular. Me hablaba, o trataba de hablarme, para recuperar la compostura, para saber que vivía y que mi misión requería fuerzas más allá de la falibilidad humana.

Desde entonces poco recuerdo, excepto el deseo punzante de matar. Sólo eso me estabilizaba ¡así sería el temblor… el temor y temblor de Kierkegaard, el que sintió Abraham al disponerse a sacrificar a Isaac! ¿Qué es Abraham, un héroe o un asesino? Yo respondo: uno como yo, pero ingenuo.

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“En el llamado Garden District le pedí detenernos en el amplio Parque Audubon.” (Imagen contemporánea).

Entonces colapsé y aquel chofer llamado Albert me llevó cargado al taxi. Otra vez camino a ninguna parte, le ordené a mi conductor que se detuviera. Vi algunos claros en el camino, ideales para salir o minimizar mi infierno. Varias veces me resbalé en la escarcha sobre las calles. Sudaba frío, incluso llegué a temer por mi vida. Al detenernos salí aparentando normalidad, dejé el maletín. Me adentré en la oscuridad de un largo callejón, deseando que me siguiera para aplastarle alguna piedra en la cabeza, llenar su boca de trapos y buscar mi preciosa caja de herramientas estéticas.

Localicé una barra de hierro, oxidada, pero imponente. Lo esperé detrás de una vuelta de esquina, el infeliz sureño me buscaba con una generosidad que no comprendía. En ese momento pensé que la noche recobraría su gloria. Apreté la barra, sentí sus pasos y, al alzar mis brazos, una descarga eléctrica exaltó mis nervios y en mis adentros sentí la erupción de un volcán.

En ese momento sólo pude salir patéticamente con la barra en la mano, buscando fuerzas para activarla. Fue penoso. Me retorcí del dolor, el frío comenzó seriamente a entumecerme.

Al despertar de ese colapso estaba en el auto, otra vez. Mi mareo vomitivo flirteaba con la vigilia, o con el esfuerzo de la vigilia, ante el miedo extremo a que este hijo de vecino me llevara a un hospital o peor, a la policía. No tanto por mí sino, obviamente, por mi maletín. Pensé nebulosamente que podría simplemente bajarme pero en pocos minutos la orden “¡detén el vehículo!” era para una devolución… Estaba a merced de una gravedad infalible: el peso del cuerpo cuando se desploma ¿sería un mensaje, una metáfora para mi arte?

Al menos, fue la última vez que usé ése maletín y lo sustituí por herramientas que escondía en mi ropa y morral. Albert, un poco confuso él mismo, se detuvo frente a un local de jazz y, no sé por qué vesánica circunstancia, lo convidé a bajarnos.

El ambiente era ruidoso, humeante y el olor a cerveza y escocés barato terminaron por alborotar mis náuseas. Mi taxista, obstinado -supongo- me siguió, tomóme por un brazo y quiso sacarme a la fuerza. Claro, el muy imbécil no notó que mi maletín yacía en el suelo y que lo dejábamos atrás.

Entonces me abalancé sobre él con la poca fuerza que tenía. Intenté impulsiva y divagatóriamente ahorcarlo. Logré, al menos, conectarle un buen golpe a la cara y derramar un vaso de maloliente cerveza que había comprado. El hombre, mil veces más fuerte que yo en ese instante, me sacudió contra la pared y me sacó de ese lugar con violencia, no sin antes arrastrar el maletín consigo. Yo pensé: “Sí, Jesús, carga tu propia cruz”.

En el carro:

— Ahora sí lo llevo a un hospital, usted está mal…

— No, esta vez, le prometo Albert, me recupero, sólo deme un paseo y disculpe por el golpe, estoy un poco abrumado y no sabía que era usted -eso lo dije fingiendo ser un humano cualquiera.

Luego, más humano aún:

— Tendrá la propina de su vida, pero por favor déjese de tonterías. Lléveme a un sitio cerca del río, permítame tomar aire y luego déjeme botado en una dirección que le daré. Perdone todas las molestias.

A esas alturas estaba impregnado de vómito, cansado pero con reservas… el maletín seguía allí, afortunadamente. Decidí dar el finiquito en la rivera del Mississippi. Incluso imaginé la obra final, no un cubo, sino un hipercubo carnal. Llegamos una parte solitaria y marginal de la calle Magazine, con casas de madera cruzadas por vías férreas.

Nos detuvimos en un banco de césped que, al cruzarse, conducía a un trecho incólume del gran Mississippi. El hombre salió muy rápido, a orinar, supongo. Yo acumulaba fuerzas, me resultaba insoportable perder el tiempo de esa manera y sobre todo la última oportunidad real de divertirme aquella noche. Abrí mi maletín y saqué un puñal, muy efectivo en el pasado y participante en el festín de Bernie.

Lo empuñé y ya todo terminó. Tenía la puerta abierta y Albert se acercaba. Ese hombre ahora era un monstruo para mí. A todas estas nunca entendí cómo no se daba cuenta. Forcejeó para quitarme el cuchillo. Yo tomé una decisión, triste, pero ya incambiable.

Como artista he de aceptar el fracaso cuando se presenta. Éste era un bloque de mármol que rehusaba ser cincelado, un lienzo impintable. Mi único consuelo era el futuro, la oportunidad de volver y liquidarlo. Ya sabía dónde trabajaba, encontrarlo no sería difícil.

Le dije que me llevara a un hospital. Cuando giró para abordar el carro, abrí la puerta, así el maletín y emprendí una loca carrera hacia la oscuridad. Mi terror consistía en que me persiguiera, cosa que nunca supe si ocurrió. Mi miedo aumentaba, desbocado frenéticamente a través de las altas hierbas ribereñas… sentía que pronto sucumbiría y caería desmayado. ¿Qué pasa si me consigue y lleva al hospital? ¿O si me quita la vida? ¿Me deshago del maletín?

En efecto, me desboqué inconsciente a una vereda del río y allí dormí hasta el día siguiente, cuando me recuperé y pude llegar de alguna forma a la desvencijada habitación. No puedo negar que tuve terribles pesadillas: aquel taxista era, para mí, como yo he sido para mis víctimas.

Dejé a Albert para después, esa tarde me fui en un Greyhound hacia Missouri, donde resurgiría mi gloria con el caso de Bertha Lowenstein, la primera fémina que descosí. Registré mucho y nunca encontré un paquete de billetes que tenía en el bolsillo. Bueno, propina para engordar un bloque de mármol carnal…”

—-FIN DEL TEXTO——————————–

El escrito parece seguir, pero la copia fotostática llega hasta ahí. Albert cierra los folios.

— Aunque lo que pensó no lo sé, su recuento del viaje y sus peripecias es exacto.

Aunque al terminar de leer conversa mucho con los policías y éstos toman abundantes notas, el regreso a casa, en el asiento trasero del auto, es particularmente silencioso.

— Algún día el sirviente será rey… -piensa una y otra vez.

Mira a lo lejos surgir su casa entre los árboles. Comienza a despedirse de los policías, a intercambiar tarjetas. Está desesperado de llegar y contárselo todo a Audrey.

Eso le hará ver a ella que en la vida de Albert, alguna vez, por fin y verdaderamente, había pasado algo.

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FUENTE: Libro Encuentros en el vórtice (Amarante, 2012) de FNN.
ILUSTRACIÓN: Lúdico. FOTOS: FNN.