El Valle de la Muerte, uno de los desiertos más enigmáticos y calientes del planeta

Si las piedras hablaran, nos contarían cómo logran moverse solas. En el Valle de la Muerte todo puede pasar: freír un huevo al sol en el pavimento de una carretera, emprender una insoportable caminata a 50 grados centígrados, jugar al golf con el Diablo en un suelo cubierto de cristales de sal, observar por la noche el arco brillante de la Vía Láctea como quien mira las luces encendidas de una colonia en la Ciudad de México, y tomarse una foto en el duodécimo punto más bajo de la tierra, por debajo del nivel del mar. ElUniversal.com.mx

Death Valley o el Valle de la Muerte, en el desierto de Mojave, en California, es el tercer parque nacional más extenso de Estados Unidos fuera de Alaska y uno de los lugares más calientes del planeta.

Este lugar no podría caerle en gracia a todo el mundo y menos con ese nombre. El viajero que llega a este inhóspito rincón descubre la belleza de la desolación y el silencio, los cielos azules y límpidos, una noche tupida de constelaciones, con la presencia de Venus y de Orión; los amaneceres y ocasos que incendian de naranja y rojo las montañas.





¿Por qué tan caliente y tan seco?
El desierto de Death Valley es la cuenca gigante de un lago seco. Se calcula que las piedras más antiguas tienen una edad entre mil 200 y mil 700 millones de años. Ahora es lo que es, debido a la intensa actividad volcánica, a las glaciaciones y a otras demenciales fuerzas geológicas.

Cuatro cadenas montañosas se interponen entre Death Valley y el océano, obstaculizando que las lluvias y la humedad lleguen hasta el valle. La profundidad de la cuenca y su forma también cuentan para que este sea uno de los lugares más calientes de la tierra.

Viaje marciano
Visitar Death Valley es como viajar a la Luna o a Marte, caminar en escenarios áridos, rocas en tonos ocres y amarillos, un océano de montañas pelonas, tan lisas como el mármol o tan rugosas como la piel de un elefante, y cañones pulidos por el viento y el agua. Apenas unos cuantos arbustitos, nada frondosos, se asoman en la arena, con una serpiente venenosa escondida debajo.

Auto rentado, litros y litros de agua (si se exagera es mejor), bebidas y barras energéticas, bloqueador de la máxima protección y mi sombrero de cuero, de valiente explorador. No falta nada. Estoy ansiosa y lista para partir desde Los Ángeles.

Son cinco horas de camino. Hay que asegurarse de entrar al valle con el tanque lleno: uno, porque quedarse sin gasolina en medio de la nada es estúpido y mortal y, dos, porque, el costo del combustible dentro del parque sale tan caro como venderle el alma al Diablo.

Son las tres de la tarde y el calor azota sin compasión. Abrir la portezuela del auto es como recibir un fogonazo en la cara.

Furnace Creek es un resort, dividido en dos hoteles, de los pocos que permitieron su construcción en el parque; un oasis en medio de palmeras, con cabañas, espacios para acampar y habitaciones tipo hacienda, con toques de lujo. Mi vecino de habitación es ni más ni menos que Gérard Depardieu. Él y un equipo de producción han venido a filmar una película.

Un grupo de turistas se refugia bajo un porche de madera. En vez de buscar el aire acondicionado del interior, prefieren las salpicadas de un sistema de rocío de agua que los vuelve a la vida.

Mi gran esperanza era conocer uno de los lugares más enigmáticos del Valle de la Muerte: The Racetrack Playa, un lago seco con un suelo craquelado, con formas de pequeños hexágonos, cuadrados y círculos, el hogar de las dichosas piedras viajeras o piedras errantes que ‘caminan solas’ dejando tras de sí la huella del trayecto andado. Un misterio que fue descubierto hasta hace poco por un oceanógrafo y un ingeniero, ambos primos, después de 70 años de incógnita.

El movimiento lineal o curvilíneo de las rocas -que llegan a medir hasta 300 kilos- se atribuyó a fenómenos paranormales e, incluso, a una broma de extraterrestres.

Fuera de cuento, resulta que el fenómeno se debe a la acción del agua y el viento. Cuando cae una tormenta, que casi nunca sucede, se forma un lago. Por la noche, la delgada capa de agua se congela y al amanecer, el hielo se quiebra y se mueve con un poco de aire (y eso que ahí los vientos son recios) deslizando las piedras varios metros. Desafortunadamente a este lago se puede llegar únicamente en todoterreno y nuestra pequeña camioneta no da para tanto.

Foto:Chetan Kulluri

Cristales de sal
Pero hay mucho más que ver. Badwater Basin es uno de los atractivos del valle que ningún turista se pierde para presumirle a todos que él estuvo (y los otros no) en el punto más bajo de Norteamérica, por debajo del nivel del mar, a unos 85.5 metros. Por cierto, también ocupa el lugar número 12 en el mundo. Y como hay que dejar constancia de que uno viajó hasta este rincón que parece de otro planeta, tiene que esperar su turno para tomarse la foto en el letrero que señala la elevación.

Badwater es una depresión cubierta por una extensa salina, una costra gruesa de sal de mesa, con formas de hexágonos y picos, de unos ocho kilómetros de ancho. A veces el cauce del río Amargosa inunda la salina creando una alberca que se evapora fácilmente. Para no dañarla se construyó una pasarela de madera. El sol está por caer y aun así el termómetro no baja de los 48° C. Esta olla profunda, flanqueada por las siluetas duras de las montañas parece el purgatorio y nosotros, almas sofocadas en pena.

                                                     Foto:Ramón Romero /EL UNIVERSAL

Durante las mañanas de verano hay un sonido extraño en Devil’s Golf Course o el Campo de Golf del Diablo. Es otro mar de cristales de sal que emite un crujido constante al dilatarse y contraerse. Abarca poco menos de 520 kilómetros cuadrados y aquí sí está permitido caminar sobre él, lo cual es una hazaña que requiere concentración y equilibrio para no caer encima de esos cristales filosos.

Entre montañas de arena
Lo mejor es el amanecer en las dunas gigantes de arena de Mesquite Flat, a unos 36 kilómetros por carretera de Furnace Creek. Para ver los primeros rayos de sol hay que madrugar y salir en la oscuridad recién bañado, porque pasadas las 7:30 de la mañana todo vuelve a convertirse en un horno.

Aquí también el viento deja su rastro en la arena, lo mismo que el zorro y la serpiente. Olas y olas de arena rodeadas por montañas. Al principio todo es un cuadro pintado al pastel. El cielo y las dunas interminables -que miden hasta 48 metros de altura- apenas se perciben en tonos rosados y lilas. Cuando el sol se asoma es una fiesta de rojos y naranjas encendidos. Pero el silencio es sobrecogedor y un buen momento para estar con uno mismo, calladito. Las sombras enfatizan las crestas, las simas, las curvas sexys de estos montes efímeros, moldeados por el aire, la superficie que parece terciopelo; las huellas de aquel fotógrafo enamorado de su modelo y de todos nosotros que hacemos un esfuerzo por escalar y no rodar al bajar.

Mis sugerencias: quedarse descalzo, guardar la cámara por un momento y ver el espectáculo con ojos propios y no con el iPhone. Al final te queda el recuerdo, algunas imágenes en la tarjeta de memoria y un montoncito de arena en las botas.

                                           Foto:Ramón Romero /EL UNIVERSAL

El cielo de noche
En invierno y primavera los Rangers del Parque Nacional Death Valley organizan noches astronómicas para los visitantes.

Esta región fue designada como el mejor cielo nocturno para contemplar las estrellas en Estados Unidos por la Asociación Internacional de Cielos Oscuros. Esto quiere decir que no hay contaminación de luz artificial.

                                         Foto:Ramón Romero /EL UNIVERSAL