Las sangrientas revueltas laborales que originaron la fiesta del Día del Trabajador

Las sangrientas revueltas laborales que originaron la fiesta del Día del Trabajador

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El Día del trabajador que hoy celebra casi todo el mundo el 1 de mayo tiene su origen en los Estados Unidos del siglo XIX, en una época que no respetaba precisamente los derechos laborales, considerados casi una utopía. La sociedad vivía únicamente para trabajar; para trabajar y dormir, con jornadas de hasta 18 horas diarias. Así lo reseña abc.es

El 1 de mayo de 1886, los trabajadores de Chicago, por aquel entonces la segunda ciudad con más habitantes de Estados Unidos, anunciaron una huelga general con la gran reivindicación de la jornada laboral. «Ocho horas para el trabajo, ocho horas para el sueño y ocho horas para la casa», rezaban las pancartas preparadas para la ocasión.





No era la primera vez que se reclamaba y tampoco sería la última, ya que, por aquel entonces, la jornada laboral de los trabajadores era la que quisieran sus empleadores, aunque con pequeñas salvedades. En 1829, se aprobó en Nueva York una ley que prohibía trabajar más de 18 horas, «salvo caso de necesidad». Eso sí, en uno de los apartados de la norma se establecía que si existía tal necesidad, un funcionario podía trabajar más de 18 horas si sus superiores pagaban una multa de 25 dólares.

En 1868, el presidente Andrew Johnson promulgó una ley que establecía la jornada laboral de ocho horas y hasta 19 estados comulgaron con él y establecieron normas parecidas, con un máximo de diez horas diarias de trabajo. Sin embargo, eran pocos los lugares en los que se cumplía.

Una calma tensa rodeaba la ciudad de Chicago en los últimos años del siglo XIX. La mayoría de los obreros estaban afiliados a la Noble Orden de los Caballeros del Trabajo, aunque la que más guerra daba era la Federación Estadounidense del Trabajo, que fue la que acabó convocando la huelga del 1 de mayo de 1886. Un año y medio antes amenazó con ella durante el cuarto congreso del sindicato y, como no se cumplieron sus peticiones, se llevó a cabo pese a que habían despertado el interés de algunos, que veían en la jornada laboral de ocho horas una forma de reducir el paro.

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Placa dedicada a los trabajadores involucrados en la revuelta de Haymarket

No todas las organizaciones estaban de acuerdo. De hecho, la Noble Orden lanzó un comunicado en el que pedía a sus adheridos que acudiesen al trabajo el primero de mayo, aunque fueron pocos los que hicieron caso. Cerca de 200.000 trabajadores secundaron los paros, siendo Chicago el foco principal de las reivindicaciones. Allí la huelga se extendió durante dos días más, la tensión crecía por momentos y la Policía actuó en una manifestación con más de 50.000 personas. Era la segunda jornada de paros y los trabajadores tomaron represalias al tercer día, acudiendo a la única fábrica que se mantenía abierta y enfrentándose a los esquiroles en una pelea campal. Sin previo aviso, la Policía procedió a disparar, dejando seis víctimas y decenas de heridos.

Concentración final en Haymarket

Consciente del caos que reinaba en la ciudad, el alcalde permitió la concentración que se había programado para el 4 de mayo en Haymarket Square. No sólo la permitió, sino que acudió a ella para garantizar la seguridad de los trabajadores, aunque no sirvió de demasiado. Una vez terminada la reunión, a la que acudieron cerca de 20.000 personas, el inspector de Policía John Bonfield consideró que no debía haber nadie en la plaza y dio orden a 180 agentes de intervenir. De repente, estalló una bomba y mató a un policía, lo que provocó que sus compañeros abrieran fuego contra la multitud. Se desconoce el número de víctimas.

Se declaró inmediatamente el estado de sitio y el toque de queda en Chicago, produciéndose, en los días posteriores, centenares de detenciones y registros, en los que se encontraron arsenales de armas, municiones y escondites secretos.

Un mes y medio después, se inició el juicio contra los 31 presuntos responsables de los disturbios, aunque después el número se redujo a ocho. El juicio se considera aún una farsa, ya que no respetó ningún tipo de norma procesal, y condenó a los ocho acusados de ser enemigos de la sociedad y el orden, pese a que no pudo probarse nada en su contra. Cinco fueron enviados a la horca y tres a prisión.