La migración centroamericana a EE.UU.: “Cargados” de injusticia

La migración centroamericana a EE.UU.: “Cargados” de injusticia

Migrantes

 

Su única forma de llegar al ‘otro lado’ es colgarse casi 50 kilos en la espalda. Dispuestos a lo que sea con tal de cruzar a Estados Unidos, algunos migrantes aceptan llevar hasta el otro lado de la frontera una mochila cargada de droga. Los traficantes les prometen un pago de mil 500 dólares, pero la mayoría o muere en el intento o es víctima de engaños

Imelda García para Reporte Indigo

Cargado de sueños de un futuro mejor para su hija, Héctor Cardona arribó a Altar, Sonora, para intentar cruzar a Estados Unidos; pero al llegar se topó con que, para lograrlo, tenía que convertirse en traficante de drogas.

Si los migrantes que llegan a Altar no tienen dinero para pagar un pollero que los cruce, pueden cubrir el costo llevando un extra en su travesía por el desierto: una maleta repleta de mariguana.

Así, de pronto, Héctor pasó de ser migrante a ser narcotraficante… aunque fuera solo, para pasar a Estados Unidos.

Su travesía desde Honduras duró dos meses. Juntó un poco de dinero para llegar desde su casa hasta Chiapas y ahí subió a “La Bestia”, el transporte de los pobres, como él le llama.

Al ser asaltados en el camino y despojados de todas sus pertenencias, estos hombres y mujeres arriban muchas veces sin otra cosa más que su intención de caminar por la arena del desierto.

Sin dinero para pagar los 3 mil dólares que cobra un guía, más las cuotas de los retenes que grupos criminales han instalado en los 90 kilómetros que separan a Altar de la frontera –se deben pagar 3 mil 500 pesos solo para salir de esa localidad–, los migrantes reciben una oferta difícil de rechazar.

Los delincuentes, parte del cártel de Sinaloa que controla esa zona, les ofrecen convertirse en “burreros”: cruzar con una maleta cargada de mariguana y darles una cantidad en efectivo al llegar a su destino, a cambio de guiarlos en el camino a sus sueños.

“Supuestamente ellos dicen que lo llevan a uno hasta Tucson (Arizona), allá recogen la mota, lo recogen a uno y le dan mil 500 dólares, que es el pago, para que uno de ahí se mueva a donde quiera ir.

“Uno escucha en el camino que mucha gente habla de ‘la burreada’, de ‘la mochileada’, y que ahí todo mundo pasa. Y uno escucha bonito, que ‘eso de la mochileada’; uno cree que es fácil, que solo es ir y ya pasa uno (…) Yo tuve que hacerlo porque no me quedó de otra”, narró Héctor.

Sin embargo, “burrear” en pleno desierto, bajo un calor de más de 55 grados centígrados, asediados por un sol inclemente, pisando la arena que abrasa sus pies hasta los huesos y perseguidos por la ‘Border Patrol’ –la Patrulla Fronteriza-, se convierte en una actividad donde más de uno ha dejado la vida.

El narcotráfico en la frontera

En Honduras, Héctor dejó a su hija y su madre en total pobreza, sin dinero siquiera para comer.

Con lágrimas en los ojos, Héctor se confesó desesperado por la situación de sus seres queridos. Se dijo dispuesto a lo que sea con tal de pasar a Estados Unidos y encontrar un trabajo para enviar dinero a los suyos.

Fue su desesperación la que le hizo intentar ya una vez pasar con la droga que le ofrecieron los delincuentes. Y seguirá haciéndolo hasta que consiga quedarse de aquel lado del muro fronterizo.

 

 

Él y otros tres hondureños que conoció en el camino hacia Altar, decidieron aceptar la oferta de “burrear” a cambio de tener libre paso hacia Estados Unidos.

Los cuatro migrantes escucharon sobre “la mochileada” en La Bestia. Y a los cuatro les pareció maravilloso pasar la frontera sin pagar un solo quinto y tener dinero para enviar a sus familias.

“Yo decía: ‘Ay Diosito lindo, cuando llegue allá y me den mis mil 500 dólares que me decían, mando mil para allá para que coman mis hijos, mi familia, y 500 para estabilizarme yo’”, relató Marvin Umanzur, otro de los migrantes hondureños del grupo.

Los cuatro fueron contactados por personas del grupo criminal en la plaza principal de Altar… y se la jugaron.

Héctor, Marvin y otros dos compañeros fueron llevados hasta donde les entregarían la mariguana para iniciar el viaje. Fue entonces que se dieron cuenta que aquello no sería tan fácil como lo imaginaban.

Frente a ellos, los criminales pusieron una mochila de grandes dimensiones con 35 kilos de mariguana, que apenas se puede cargar por su tamaño, y a la que hay que añadir las provisiones de ropa, comida y agua para pasar hasta una semana caminando en el desierto.

Todo aquello tiene un peso de más de 50 kilos que, en los caminos que deben pasar, se convierte casi en su propia cruz.

Los guías que pertenecen a los grupos del crimen organizado se llevan de dos en dos a los “burreros” cargados de droga para intentar pasar desapercibidos y evitar perder una mayor cantidad de mariguana si son capturados.

Vestidos con ropa tipo militar, llevan a estos hombres a través de las montañas más escarpadas de la zona y por terrenos de difícil acceso por donde casi no pasa “La Migra”.

“Es difícil, pero uno le pide fuerzas a Dios. Al final ahí lo corretea a uno ‘la Migra’ y si lo agarran con droga a uno le va peor, porque tiene que correr y botar todo y tratar de salvarse y regresar o morir. Uno tiene que volver obligadamente”, dijo Héctor.

La Patrulla Fronteriza no es la única amenaza. A Héctor y su compañero les tocó cruzar con un guía adicto que durante 14 días los mantuvo en el desierto, inmóviles, porque había encontrado un lugar para poder drogarse sin que nadie lo molestara.

Al final de dos semanas, cuando las provisiones se agotaron al máximo, los dos migrantes y su guía emprendieron el camino de regreso a México. Tuvieron que decir al jefe criminal que los policías fronterizos los habían perseguido para evitar represalias –incluso la muerte-.

Marvin y su acompañante no tuvieron la misma suerte. Ellos sí lograron avanzar en territorio estadounidense, pero fueron perseguidos por la Patrulla Fronteriza y tuvieron que regresar huyendo a México. Marvin llegó de nuevo a Altar con los pies llenos de grandes ampollas por las heridas que le provocó el calor. Sus ingles sangraban por el roce de la ropa y el sudor excesivo. Decidió regresar a Honduras.

Los jóvenes hondureños –los cuatro, menores de 30 años- relataron que entre los migrantes se escucha que muchas veces los narcotraficantes solo llegan a colectar la droga, dejándolos abandonados en el desierto.

Si no aguantan la caminata de varios días por el calor o la falta de agua y alimento, los delincuentes los azotan con ramas de ocotillo, un matorral con espinas que es muy común en ese territorio.

Del dinero, ni hablar. Si logran llegar sin ser atrapados, la mayoría de ellos debe darse por bien servido de haber cruzado a Estados Unidos sin pagar y olvidarse de los mil 500 dólares que les fueron prometidos.

Los migrantes “burreros” no lo saben, pero en sus espaldas cargan estupefacientes con un valor de miles de dólares.

Cada mochila con 35 kilos de mariguana tiene un valor aproximado de 45 mil 630 dólares –unos 700 mil pesos-, tomando como base el costo que asignan las autoridades norteamericanas a cada libra de mariguana -591 dólares-.

El paso de personas cargadas con mochilas llenas de mariguana y otras drogas, como cocaína o heroína –en menor medida- fue detectado en años recientes por las autoridades migratorias de Estados Unidos.

Según reportes periodísticos, en el 2013 se reportó la detención de 40 personas que sirvieron de “burreros” o “mulas”, como se conoce comúnmente a quienes realizan esa práctica. De enero a agosto del 2014, la ‘Border Patrol’ había detenido a 37 personas con mochilas llenas de droga.

Según reportes de la Patrulla Fronteriza, fue en el sector de Tucson, que incluye casi toda la frontera con Sonora, donde en 2014 se logró el mayor decomiso de mariguana de toda la frontera, con 971 mil 180 libras incautadas, unos 440 mil 519 kilos –más de 440 toneladas-.

Esto representa el 50.5% de la mariguana que entra por todas las fronteras de Estados Unidos, incluidos sus mares.

La mitad de toda la mariguana que se comercializa en Estados Unidos, cinco de cada 10 kilos, pasa por su frontera con Sonora.

El paso por el desierto es una zona que se encuentra bajo el dominio del cártel de Sinaloa, que era liderado por Joaquín “El Chapo” Guzmán.

La ruta de la droga en Sonora comienza en Puerto Peñasco, a donde llega en barcos que navegan desde Sinaloa por el océano Pacífico y se internan por el Mar de Cortés, según un análisis del Servicio de Investigación del Congreso de Estados Unidos.

De ahí, los estupefacientes son transportados por tierra hacia ciudades como Nogales, San Luis Río Colorado, Agua Prieta y Sonoyta, en Sonora, y hasta Ciudad Juárez, Chihuahua, donde los grupos criminales operan para cruzarla hacia Estados Unidos a través del desierto.

Aunque el paso con mochilas es considerado contrabando menor, la ganancia está en la cantidad de personas que tienen éxito en el cruce.

Otras formas de introducir la droga hasta el vecino país del norte incluyen desde el transporte en camionetas todoterreno hasta la utilización de catapultas para que los paquetes de estupefacientes vuelen –literalmente- sobre el muro fronterizo.

Secuestro, extorsiones, pago de cuotas

Cualquiera pensaría que a un migrante no se le puede quitar nada más, que nada tiene.

Llegan a México con muy pocas pertenencias y dinero para pagar a quien los pase “al otro lado”. En su travesía en el tren o por los caminos que tienen que recorrer, son despojados de lo poco que tienen, a veces hasta de su ropa.

La mayoría de las veces, al llegar a tierras del norte de México, como Altar, los migrantes no tienen absolutamente nada. Aun así, los grupos criminales se las ingenian para sacar más jugo a los desplazados por la pobreza.

En Altar operan varias bandas de secuestro de migrantes. Su modus operandi es despiadado.

Al llegar a la localidad, provenientes de la ciudad de Caborca, unos 50 kilómetros al oeste de Altar -donde para La Bestia-, o de autobuses que van del sur del país, los migrantes son enganchados por personas que prometen pasarlos a Estados Unidos.

Creyendo en su palabra, los hombres y mujeres migrantes los siguen; entonces son llevados a casas de seguridad, donde se les amenaza con matarlos si su familia no envía cierta cantidad de dinero –que va desde los 5 mil hasta los 15 mil dólares-. A veces la amenaza se cumple.

Mercedes Aguilar es una religiosa de la orden de las Misioneras del Sagrado Corazón de Jesús que realiza su servicio en el Centro Comunitario de Atención al Migrante y Necesitado (CCAMYN), un albergue manejado por el padre Prisciliano Peraza, párroco de Altar.

La hermana Mercedes, como le llaman en el albergue, ha escuchado de viva voz las historias de terror que han pasado los migrantes a manos de los delincuentes y que han terminado con la vida de muchos de ellos.

“Hay muchos migrantes que han muerto, por la violencia del narcotráfico. (Cuando los secuestran) le llaman a su familia y les dicen: ‘Mira, tengo a tu hijo secuestrado, tengo a tu esposo, tengo a tu papá, así que mándame; si no me das tanto -10 mil o hasta 15 mil dólares-, entonces desaparece’.

“O sea, les sacan hasta que venden todo en su casa. Se quedan en la calle. Ahorita está el fenómeno de que no hay migrantes en la plaza, los tienen en las ‘casas de huéspedes’. Si sale uno, ahí lo van cuidando. Bajan del camión 15, hasta 20, ahí nomás los agarran y se los llevan. Por grupo se los llevan. Y ahí los tienen. Hasta que les sacan el último peso o los cruzan, supuestamente, pero los dejan abandonados”, relató Mercedes.

Algunos delincuentes, los más inhumanos, asesinan a sus víctimas. La religiosa relató que alguna vez recibió a un migrante que se había salvado de ser asesinado por sus secuestradores.

“Llegó aquí uno que iba en un grupo de 15. Y me dijo: ‘Mire hermana, yo soy el único que sobreviví, de 15’. Dice que a todos le pasaron el machete, los mataron enfrente de él. Los secuestraron y los mataron. Ese muchacho vino destrozado totalmente.

“(Los mataron) en el desierto, porque no pagaron rescate. A él, parece que lograron pagarle, pero a los demás no y los mataron”, narró.

La religiosa afirmó que también la Policía de Altar comete muchos abusos contra los migrantes, en lugar de protegerlos.

Además de enfrentar el secuestro y las extorsiones, los migrantes que llegan a Altar deben pagar una cuota si quieren salir de la ciudad.

A solo unos kilómetros de la localidad, rumbo a Sásabe –último punto en México antes de internarse a Estados Unidos-, se encuentra la primer “caseta” operada por los delincuentes donde a cada uno le cobran 3 mil 500 pesos si quiere pasar.

“Aquí en Altar usted entra; pero para salir, tiene que pagar. Son 3 mil 500 pesos o más que le tiene que pagar a la mafia. Si se quiere mover hacia Estados Unidos, hacia Caborca o Sonoyta, tiene que pagar. Tienen que dar una clave los muchachos, si no, no salen”, explicó Mercedes.

De Altar a Sásabe hay 90 kilómetros de distancia, en un camino que es totalmente controlado por las bandas de delincuentes. Los migrantes que pagan son llevados hasta allá en camionetas. De ahí en adelante, las jornadas son caminando por el desierto.

De cada 10 migrantes que emprenden el camino desde sus casas, consideró la religiosa, solo cumplirán su objetivo unos dos o tres. Los demás regresan o mueren en el intento.

Aun así, expresó la hermana Mercedes, los migrantes son hombres con mucha fe y confianza de que lograrán su objetivo. Para ella, su sufrimiento es como ver la pasión de Cristo en cada uno de ellos.

“Los muchachos tienen una gran confianza, una gran fe. Y por más que uno les dice: ‘Mira, te vas a encontrar esto, te vas a encontrar lo otro’, ellos dicen, ‘Prefiero morir de hambre, morir en el desierto, pero no ver a mi hijo que se está muriendo enfrente de mí’. Imagínese, es muy fuerte. Ellos ya vienen decididos”, expresó la hermana Mercedes.

Una muestra de esa determinación es Daniel Hernández, un migrante originario de Michoacán, quien tuvo que salir de su comunidad por la violencia que azota a ese estado.

A Daniel, los grupos delincuenciales le quitaban más de la mitad del salario que ganaba como ayudante de albañil, como parte de la cuota que cada habitante de su pueblo tenía que pagar. Así que decidió que tenía que buscar suerte en otro lado.

“Muchas personas nos salimos de Michoacán por la presión, el peligro; a veces trabajamos y tenemos que dar una pequeña cuota. Si ganamos 150 al día, son 900 a la semana, de ahí podemos dar 400 pesos, si nos va bien; pero si le caemos mal (al delincuente), ya nos quita los 600, y eso no alcanza”, narró Daniel.

Huyendo de esas extorsiones, Daniel se convirtió en un migrante por violencia. Intentaría cruzar a Estados Unidos por cuarta vez para enviar dinero a su familia y librarse, aunque sea un poco, de las garras de los delincuentes en su entidad.

Predicar en el infierno

Altar es un infierno no solo por la presencia del crimen organizado, sino por su geografía y las condiciones climatológicas que le dan vida.

Con una temperatura que en los peores días del año puede alcanzar hasta los 57 grados centígrados, Altar es uno de los lugares más calurosos de todo el hemisferio norte.

Su escenario natural es el desierto. Pisar su arena abrasa los pies, deshace las suelas de los zapatos. Unos minutos bajo ese sol pueden significar la muerte si no se está preparado para sobrellevar el clima.

En ese desierto habita el 40% de la flora y fauna desértica del mundo. Un lugar inhóspito donde la muerte puede esconderse bajo un matorral, en un animal venenoso o llegar con la deshidratación.

En medio de esas condiciones tan adversas, la ciudad de Altar –con una población de 60 mil habitantes (2010)- creció al amparo de los migrantes.

Ahí predica el padre Prisciliano Peraza, un sacerdote que ha dedicado su vida a cuidar de los migrantes y tenderles la mano en su camino hacia Estados Unidos.

Él dirige el CCAMYN, una casa del migrante que da asilo y comida por unos días a quienes van en tránsito hacia el vecino país del norte o quienes regresan, derrotados por el desierto o los criminales.

El camino hacia el albergue está marcado por cruces blancas, colgadas en los postes, con nombres inscritos en ellas. Los nombres, pertenecen a migrantes que han fallecido en su intento por llegar a Estados Unidos.

El padre Prisciliano ve a estos hombres como víctimas de las circunstancias, que salen de sus lugares de origen por la falta de empleo y oportunidades, pero también los ve como superdotados.?“En Estados Unidos, a la gente de color la veíamos muy grande y muy fuerte, y nosotros pensábamos de niños que así era también en África. Cuando empezamos a crecer y ver a la gente de África pues no; nos dimos cuenta que es porque éstos habían cruzado un filtro, era el súperhombre africano.

“Y ahora en nuestros tiempos estamos haciendo al súperhombre latino. Porque ha brincado todos estos filtros, que lo hacen el hombre súper latino. Y el que no pasa estos filtros se queda, muere. Aquellos (los africanos) morían en el mar; éstos, mueren en el desierto, la montaña o el río”, reflexionó Peraza.

El padre “Prisci”, como se le conoce en todo Altar, no es el típico sacerdote de sotana. Su imagen más bien se identifica con la de un vaquero con pantalón de mezclilla, camisa a cuadros y un sombrero de ala ancha. Se transporta en una camioneta Lobo; pero no por presunción, sino para pasar por terrenos agrestes en el desierto.

Al padre Prisciliano lo mismo le toca oficiar misas de bautizos o bodas en su Iglesia de Guadalupe, que ir a bendecir migrantes al Sásabe, antes de emprender la caminata, o recoger cuerpos de migrantes en Estados Unidos para intentar repatriarlos a sus países.

En el desierto de Altar, la muerte es cosa común.

Tan solo en el 2014, la Patrulla Fronteriza reportó el fallecimiento de 107 migrantes en el sector de Tucson, Arizona, que comprende casi toda la frontera con Sonora. En el 2013 el número fue de 194 personas muertas en el desierto.

De 1998 al 2014, en el sector de Tucson se reportó la muerte de 2 mil 507 migrantes en el desierto. Esto, sin contar los muertos que jamás son encontrados porque quedaron en algún lugar inaccesible o fueron devorados por coyotes y otros animales que habitan en la zona.

En toda la frontera de Estados Unidos con México, la ‘Border Patrol’ ha reportado un total de 6 mil 330 migrantes muertos en ese mismo periodo.

Pero las cifras del padre Prisciliano no coinciden. Él afirma que al menos dos migrantes mueren al día en el paso de la frontera de México con Estados Unidos.

En su casa del migrante, el sacerdote tiene una cruz con tiras de papel. En cada una de ellas está inscrito el nombre de una persona que falleció en su intento por pasar a Estados Unidos, su origen, la causa de su muerte y dónde se encontraron sus restos.

“Ésta es la de un año”, mostró, “si pusiéramos lo de 20 años, o de 10 años que llevamos aquí, no alcanzaría la pared para poner papelito por papelito”, lamentó el párroco.

Muchos migrantes mueren porque se pierden en el desierto; por deshidratación; y principalmente, por las ampollas que les salen en los pies debido al calor, que les impiden caminar y por las que son dejados atrás por los polleros. Muchos mueren así, en medio de la nada, si no son rescatados.

Para tratar de evitar esas muertes, el padre Prisciliano y el equipo que trabaja con él en el albergue, regalan un kit a los migrantes con algunas cosas básicas que les servirán en el camino.

En su paquete se incluye un par de calcetas; una ampolleta de cloro para un galón de agua; una tela que sirve a manera de filtro para el agua; una pomada para los pies; y un silbato que pueden tocar si se pierden y necesitan ayuda.

Esos artículos se suman a otros que se venden en la plaza principal del pueblo, donde varios negocios ofrecen todo lo necesario a los migrantes para poder realizar su travesía.

En los puestos de Altar, los comerciantes venden de todo: desodorantes, cortaúñas, hilos, navajas, barajas, espejos, jabón, pasta de dientes, talco para los pies, bloqueador solar, zapatos, ropa, camisetas con camuflaje, mochilas y hasta pantuflas con suela de alfombra para ocultar sus huellas en la arena del desierto.

Los migrantes deben llevar comida y, además, por lo menos dos galones negros de agua para evitar que el reflejo del sol en el líquido los delate en medio del desierto.

Los galones de plástico negro son producidos en una fábrica que se encuentra en Caborca, creados especialmente para el mercado migrante.

En las farmacias de Altar los dependientes saben que las mujeres deben llevar anticonceptivos o pastillas “del día siguiente” para ingerirlas en caso de una violación.

Durante muchos años, entre 1998 y el 2008, cuando ocurrió el boom de la migración por esa región, Altar levantó su economía gracias a la presencia de migrantes.

Hoy, los ingresos de la población siguen dependiendo de la migración, pero al bajar drásticamente la cifra de personas que utilizan ese paso, la localidad atraviesa una crisis económica que resienten sus habitantes.

En el albergue, el padre Prisciliano tiene un mural que retrata el camino de los migrantes desde que salen de sus hogares y se enfrentan con el hacinamiento, los asaltos y la muerte; obstáculos que deben superar para alcanzar su objetivo.

Pero se ve también ahí la ayuda que van recibiendo en el camino y la fe que los mueve y les da fuerza para continuar adelante, sin rendirse.

Así es la realidad de los migrantes en la frontera norte. Huyen del infierno de la pobreza o la violencia en sus terruños y son arrojados a otros infiernos peores, cruzando el desierto o transformándose en traficantes de ocasión, en busca de llegar a lo que ellos creen, es el paraíso de sus sueños.

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