Norberto José Olivar: De qué hablamos cuando hablamos de la realidad

Norberto José Olivar: De qué hablamos cuando hablamos de la realidad

I

Sospecho que las redes sociales están triturando la realidad. Antes había que esperar hasta el amanecer para que las cosas pasaran y verlas, al fin, en primera plana. Luego vino la radio y la televisión, pero todavía los hechos sufrían de cierta fermentación. Y alguna gente sabia decidía, con buen tino, qué cosas pasaban y cuáles no. Incluso, el tono en que debían ser conocidas tales cosas. Ahora, la inmediatez de lo digital, en cambio, hace que la realidad (las cosas, los hechos) se anegue de sí misma bajo una monstruosa omnipresencia que acaba por saturarlo todo, sin la capacidad de nutrir o ampliar nuestra percepción. La realidad se paraliza, entonces. Esa es la única percepción que persiste y que la arrastra al terreno de la ficción. O casi. O al menos es cubierta por una niebla de pasado-presente que la apresa en una especie de purgatorio noticioso. Expiación de lo real. Y cuando lo real hace de purgatorio, la realidad —que casi siempre es diferente de lo real— parece estar signada, finalmente, por la indiferencia, la duda o, peor, el fastidio.

 





II

Escribo estas líneas luego de un raro equívoco: acababa de leer una nota de prensa sobre Samanta Schweblin, escritora bonaerense, que no conozco ni que he leído, pero que apenas pueda lo haré con cierta gracia porque pensé que había dicho que eso que «llamamos realidad es un malentendido». Lo que dijo fue: «eso que llamamos normalidad es un malentendido». Como sea, pasó a ser objeto de mi curiosidad. Sin embargo, supongamos que dijo lo que no dijo, después de todo «realidad» y «normalidad» se parecen mucho. Recuerdo que Caballero escribió que lo anormal acaba siendo normal en cuestión de escaso tiempo. Esa es la realidad de la realidad. Pero claro, confieso que el tema de la realidad siempre me ha causado ronchas. Hubo un tiempo cuando hacía de predicador de la simulación. Era un fiel de la religión de Baudrillard. Lo veneraba. Mi fascinación y mi fe se fundamentaban en que no le entendía casi nada. Sigo sin entenderlo, pero sé, por esa misma fe —que es como un grano de mostaza— que la realidad es una simulación. Un malentendido ciudadano tal como lo señala la señora Schweblin. Lo mismo que decir, normalidad pura y dura. Y las redes sociales han potenciado esta torpeza y esos equívocos en algo aterradoramente sideral. La han convertido en virus republicano. Jim Messina, asesor de Obama, profetizó que las redes cambiarán al mundo: «”Las redes sociales y los datos serán utilizados para cambiar el mundo… se le está enseñando a la gente cómo utilizar las últimas tecnologías para mejorar sus negocios, para involucrarse por primera vez; es una conversación muy sana». No sé si Messina será iluso o cínico, pero esa mirada tan nice dista mucho de lo que ya estamos viendo. Aunque tampoco es para alarmarse, las redes como cualquier hechura humana, avanza en la turbia borrasca de la moral.

 

III

Y de esta «accidentada verdad» es que se alimenta la «conciencia moral o conciencia colectiva», como bien diría Baudrillard. Y parafraseándolo, cual fiel exégeta, sostengo que pocos han asimilado que toda nuestra realidad pasa ahora por el filtro (o hilo) de las redes sociales. Incluido el pasado: amputado y mutado. Añadiendo complejidad en exceso, puede que hasta lo imposible. Suprimiendo cualquier posibilidad de verificación. En pocas palabras, los instrumentos de la «inteligibilidad han desaparecido». Y aun así, estamos condenados a ellas. A las redes. Es la fatalidad de estos tiempos modernísimos. Parte de nuestra evolución.

 

IV

En la edición de Anagrama de El cuaderno rojo, de Paul Auster, en el prólogo que le hace Justo Navarro, hay un párrafo que nunca he podido olvidar: «Y cuanto más te acercas a las cosas para escribirlas mejor, para traducirlas mejor a tu propia lengua, para entenderlas mejor, cuanto más te acercas a las cosas, parece que más te alejas de las cosas». Conclusión: La realidad es un pasillo de terror. Es lo normal. Y también un malentendido, por supuesto.

 

V

Berna González Harbour nos recuerda en «La verdad, esa gran versión» que Platón decía que los poetas elegirían siempre a la belleza antes que a la verdad. Esto me hace pensar en que, es muy probable, que las gentes de hoy (incluidos los poetas) opten por las redes antes que por la verdad. Nada huye más de la verdad que la belleza y el ego: y las redes han perfeccionado los mecanismos de evasión. Después de todo, estas tecnologías han cumplido, según Eco, «uno de los tres deseos perdurables que durante siglos solo la magia pudo satisfacer: comunicarnos instantáneamente a grandes distancias»; los otros dos pueden leerlos en El teléfono celular y la reina malvada, uno de los últimos artículos del autor piamontés.

 

VI

Leo en Viceversa una entrevista que Juan Landaeta hace a mi amigo Karl Krispin. Abro la revista, en el móvil, justo cuando ya he dado por concluido este texto. Y descubro que Karl está hablando de la realidad. Dice que el lenguaje no es solo una traducción de la realidad, «sino una construcción de la realidad tanto en cuanto se utilice el lenguaje para protegernos de la realidad». Creo que eso es lo que intento explicar. Me provoca llamar a Karl para ver si acercándome con él, a esta cosa que es la realidad, puedo entenderla mejor. Pero sospecho que solo acabaré distanciándome más. Y este artículo debe terminar aquí y ahora. Si no, mutará a ensayo. Y la idea no es la mortificación, sino protegernos de la realidad.