José Luis Zambrano Padauy: La verbena de los transformadores

ThumbnailJoseLuisZambranoPadauyToda la comunidad ha pasado una noche terrible. Los sopores por un calor agobiante llenaron de una sólida determinación a cada uno de los habitantes de esa calle, quizá poco afables entre sí, pero ahora unidos ante tan sorpresiva circunstancia. “No tenemos otra alternativa”, dijo con voz pastosa quien fungía como líder del sector. “Corpoelec no tiene transformadores. Nos dijo que lo compráramos nosotros o seguiríamos en penumbras”.
Casi como un aluvión, intervino una señora que parecía vomitar con tono tumultuoso, cada vocablo. “Aquí estamos más pelados que mis sandalias. Necesitamos dinero cuanto antes. Ya se me van las luces por el calor. Se me ocurre una verbena para recaudar fondos para ese fulano aparato”.

Un murmullo como un zumbido perforante azotó el ambiente, el cual parecía augurar el asentimiento de todos los presentes. “Si todos estamos de acuerdo, empecemos a distribuir las tareas. Qué hará cada uno para vender. Propongo hacer la vendimia frente a la iglesia”, planteó una longeva dama, cansada de contar sus canas en la oscuridad, pero con asertiva iniciativa.

Desde un rincón telarañoso de la humilde sala, que servía de improvisado salón de reunión, una carcajada sarcástica apabulló a los presentes. “Eso es una locura. Sólo para hacer una torta, se necesitan leche huída, harina fantasma y azúcar invisible. Ninguno de esos productos se consigue fácilmente. No tenemos tiempo para hacer colas para cada una de esas cosas, porque aparecen de oportunidad. Sin contar que los huevos son galácticos por sus precios”, atinó a esgrimir una dama que tenía máculas de sudor en su bata de casa.
“Huevos son los que faltan en este país”, dijo con voz risueña el líder de la zona. “Bueno, a meternos a científicos. En vez de leche, a ponerle refresco a esa torta. Vendemos milimétricamente cada tajadita. Empecemos ya”.





Inmediatamente, todos se avinieron a poder concretar varias verbenas, las cuales pese a tener éxito, no fueron suficientes para la compra del costoso insumo eléctrico. El resto del valor del transformador fue cancelado por aportes de los paupérrimos sueldos de los vecinos, la recaudación de algunas semanas de la limosna de la iglesia –la cual el sacerdote donó ante tan advenediza circunstancia–, y de un gran potazo recogido por los niños y jóvenes de la zona en los sitios más concurridos de la ciudad.

Llegó el día soñado por todos. Los funcionarios de Corpoelec instalarían el transformador. El cheque fue emitido a nombre de la empresa nacional, razón desconocida por los vecinos ya ansiosos por ver la energía fluir, después de semanas de vida primitiva.

Parecía una fecha patria. Todos permanecían expectantes por un momento casi histórico, como la inauguración de algo fuera de lo cotidiano. Tras la colocación del indispensable transformador, nada ocurrió. Con rostros absortos y una temerosa angustia, los presentes rompieron en reclamaciones la tranquilidad de los funcionarios. “¿Algún problema?”, preguntó el líder vecinal a unos de los trabajadores de la empresa. “Tranquilos. No se preocupen. Sucede que por casualidad, estamos en las horas de racionamiento eléctrico del sector”, contestó con parsimonia el obrero, a sabiendas de la realidad de esta Venezuela socialista.

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