Gonzalo Himiob Santomé: Huyendo de la manada

 

“Cuando un hombre está muy triste porque se da cuenta de cómo es todo,

entonces se parece un poco a un animal”.





Herman Hesse. El lobo estepario.

 

Caminar cualquier calle, mirar las otras miradas, cruzar dos o más palabras con los demás si no nos queda más remedio y seguir sobreviviendo, solos, parece ser la consigna. Unos no lo soportan, y se van. Buscan otra historia, y aunque nos lleven por dentro se condenan, en tierras lejanas, a la ajenidad perpetua. Los que nos quedamos, nos sentimos también ajenos, distantes, forasteros en esta realidad que no reconocemos como propia. Hurgamos entre despojos y cazamos en soledad con las esperanzas puestas en “lo que viene”, en lo que “podría ser”, sin tener más certezas que la del amanecer tras la noche y la de la noche al cerrar el día. Ya no hay héroe que nos mire desde un afiche en la pared ni canción compartida que nos motive. Salvarse es la orden, a costa de lo que sea, tomados de las tablas podridas que nos arroje la tormenta o montados sobre los demás, eso no importa, lo que importa es mantener la nariz fuera del agua, al menos un momento más, un minuto, una hora, un día a la vez.

 

Aferrados a oráculos y a profecías, algunos buscan sentido a la diaria locura en el pregón de los charlatanes. Nada es eterno, ciertamente, pero como en ocasiones lo parece no son pocas las veces en las que la esperanza suena a huesos que se lanzan y se leen sobre una tabla, o huele a humo de tabaco salido de una boca bañada en aguardiente. Nada que juzgar, siempre ha sido así. A veces es más más fácil creer en lo que nos gustaría creer que en la bofetada cotidiana de la realidad. Lo único malo es que en esta jugada dejamos de creer en nosotros mismos, en lo que somos como individuos y como grupo, en nuestro grano de arena, en nuestra gota de mar. Se nos olvida que si el mundo se transforma es porque nosotros unidos, no una fuerza sobrenatural ni mística, nos damos a ello. Cada quien cambia su mundo si quiere, pues puede, desde su pequeña parcela personal, desde sí mismo, primero. El reflejo del país que queremos y somos no está en el Tarot ni en las runas, está en el espejo de nuestras casas, y nos lo devuelve todas las mañanas al levantarnos.

 

Otros le hacen la corte a mesías y caudillos. Añoran al “macho alfa” que les diga qué hacer o no hacer. Algunos lloran aún la muerte del que se fue, sin poderla superar, y no encuentran hombros rojos sobre los cuales colgar su creciente desánimo. Que el heredero no dio la talla, y que cada vez lo hace peor, es algo que ya ni se discute, y solo unos pocos lo adulan para mantener sus prebendas y para seguir dilapidando lo que puedan, mientras puedan. Pero la adulación no es respeto, ni siquiera llega a miedo, es más bien una muy elaborada, y muy cobarde por cierto, ofensa contra el adulado. Que alguien te halague sabiendo que no lo mereces no te da méritos, por el contrario, te revela sin ellos. Aceptar loas sabiendo que no las calzas, o peor, creyendo equivocado que sí, no te hace líder, te hace pendejo.

 

En el otro bando, también muchos se aferran sin darse cuenta a los mismos espejismos. Olvidan que al final todos, absolutamente todos, no somos más que simples seres humanos, con virtudes y defectos, y que en la movida nos igualamos, en fanatismo, ceguera y errores, a los que tanto hemos criticado. No hay diferencia entre el que puso todos sus huevos en la canasta de Chávez, creyéndolo incluso ahora, tras tanto daño recorrido, un ser distinto, “mejor” y superior, y el que los pone también a ciegas en la de cualquier líder opositor, esperando de él o de ella que sea lo que no es: Un mito. Alguno me opondrá que la comparación es odiosa, que son tan distintos los oficialistas de los opositores como pueden serlo un infante inocente de un criminal consumado; pero sinceramente me aterra ver que tantos quieren escapar de las llamas ignominiosas del culto a la personalidad, desaforado y nefasto, de esa entrega encandilada y fanática al “líder” que tanto daño nos ha hecho durante toda nuestra historia, para caer en la misma hoguera solo porque la leña que la aviva es de otro árbol.

 

Lo grave de esto es que no vemos que el cambio que necesitamos no está, ni debe estar nunca más, en un solo par de manos, en una sola visión, en una sola voz, sino en la conjunción y trabajo en equipo de las de todos nosotros.

 

No sé, quizás soy yo el equivocado. Quizás es mi terco rechazo a cualquiera que se pretenda “iluminado”, “superior” o “mejor” que los demás; a cualquiera que se sienta infalible o dueño de la “verdad absoluta”, o a esos que históricamente se han creído “ungidos por la providencia” para decidir destinos ajenos. Quizás también mis palabras vienen teñidas de la tristeza que me inspiran quienes buscan con ansias exonerarse de sus responsabilidades consigo mismos y con su país poniendo cómodamente su fe y sus anhelos en otros a los que no ven como son, sino como quieren que sean. Además, negado como siempre he estado a someterme a cualquier disciplina (militar, “de partido” o política)  que convierta a cualquier ser humano en instrumento subordinado y sumiso a los designios de otros, siempre he creído es más fácil tener a quien culpar de nuestra desidia, de nuestra falta de responsabilidad sobre nuestra vida, llamándole “mi líder”, “mi jefe” o “mi comandante”, que asumir el reto, y la responsabilidad, de ser los capitanes de nuestro propio destino, los líderes primeros, y más importantes, de nuestra existencia. Siempre es más fácil buscar a quién obedecer y en quién creer, que enfrentarnos a la difícil pero fructífera tarea de empezar por decidir nuestro destino sin ser nariceados y por creer, conociéndonos a fondo y sin florituras, en nosotros mismos.

 

No espero flores por estas palabras. En este país polarizado y bipolar, en estos tiempos de idealizaciones rayanas con el delirio, tiempos preelectorales y de crisis; de lobos, más bien hienas, en piel de oveja, tiempos de sonrisas falsas y de verborrea melosa bañada en fotos ad infinitum de tal o cual abrazando viejitas y niñitos en algún barrio que jamás había pisado, quizás estas líneas no caigan muy bien en el status quo. No me importa, no estamos acá para complacer más que a nuestra conciencia.

 

Pero si vamos a reconstruir la nación, desde estos despojos en que se ha convertido, debemos buscar en qué creer. No en quién creer, pues creo haber dejado claro que no debemos volver a caer en la trampa de la subordinación acrítica y obtusa ante nadie, sino hallarnos de nuevo en esos ideales, principios y valores que hace un tiempo nos eran comunes y nos definían. Dejemos de ser solitarios lobos de estepa, volvamos la mirada y reencontrémonos con nuestra vena libertadora, valiente, indomable e insumisa. Yo llamo a dejar de huir de las responsabilidades con nuestra manada, a reconocer a Venezuela, a toda Venezuela, en todos y cada uno de nosotros… y a actuar en consecuencia, por encima de cualquier egoísmo o mezquindad.

 

@HimiobSantome