William Anseume: Este singular olor de final

thumbnailWilliamAnseumeAsí debió ser en el año 1957, cuando, según Simón Alberto Consalvi en su libro, los venezolanos perdieron el miedo. Así debió ser la sensación que percibían, por ejemplo, Isabel Carmona o  Enrique Aristiguieta Gramko dos de entre quienes continúan vivos después de los padecimientos de esas miserias parecidas, vividas en la otra dictadura, la anterior, en los albores de la libertad.

El 6 de diciembre se concretó, y esto sí es muy palpable, el pronunciamiento general contra todo esto que ocurre: desabastecimiento, inflación, delincuencia desatada y protegida, presos políticos, venezolanos huyendo de su país en estampida, corrupción, entrega de nuestros bienes a otros países (¿porqué no entregar los males más bien),insalubridad, descuido profundo de la educación, armamentismo injustificado, paramilitarismo urbano y extraurbano, divisionismo impuesto, marginación absoluta del contrario político (incluye la comida), narcotráfico, aislacionismo internacional (especialmente de los países con los que nos interesa aliarnos), desconocimiento de la constitución y los tratados internacionales, judicialización para doblegar conciencias, narcotráfico y alianzas con países y grupos nocivos a la vida civilizada…

El 6 de diciembre se cava la fosa, de este cadáver insepulto, diría Betancourt, que es el actual gobierno nacional. El olor es a formol andante. De hecho, ya el color rojo no abunda, como antes en las calles, con la espontaneidad de antes, ni siquiera con la obligatoriedad de antes. De hecho, ya casi nadie se reconoce orgulloso defensor del gobierno, ni grita por él, ni ruega por él, ni por los ojitos, ni por el Comandante Supremo. Huele a muerto. A zamurera rondando.





Seguro que, como aquel 1957, nadie sabe exactamente el desenlace. Luce sí, por demás interesante este proceso de sepultura, los pataleos leguléyicos por salir, del modo que sea, de esta nueva Asamblea venenosa para ellos, pues le montan una paralela que no funciona ni funcionará, para que sus seguidores crean que hay vida, buscan esquilmar unos diputados del distante Amazonas, donde creen que pueden ejecutar mejor y menos visiblemente sus trácalas, usan al Tribunal Supremo recompuesto antes por ellos a sus designios, para frenar, para buscar horadar el espacio donde su muerte política cabrá completica.

Ahora, como salida última de este ajedrez casi concluso, encargan a Aristóbulo de buscar superar la vaina, de llevar los jabalíes al despeñadero de forma al menos apaciguada, al menos con un hálito de perfumada dignidad, en medio de sus consabidas miserias y maldades. “Carrera de caballo y parada de burro”, diría mi abuela. Esa torta ya no levanta.

Huele a final,  lo saben ellos y lo sabemos todos, sólo falta apreciar las líneas que el dramaturgo televisivo dará como señales de cómo cierra esto. Y, como en las tragedias griegas, habrá el último desahogo, con suspirito, llantén y todo. El desenlace se dio. Viene el final. Todos estamos inseguros, expectantes y confiados en que la próxima telenovela, desde luego, será mejor. No puede haber nada peor, siempre decimos, que lo ya sufrido. Para ellos es la agonía, y, al parecer, no será una muerte en paz, los malandros no suelen morir así, producto de la vejez o el acabamiento natural predicho, no se puede, así, morir a sombrerazos, muchas deudas hay que pagar, muchos muertos, muchas pequeñas tragedias no griegas precisamente, mucha inclemencia en el regodeo del poder absoluto e inhumano. Es parte de la otra novela.

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