Crónica de un extranjero en Venezuela: 1.931 kilómetros para entender un país en crisis

Crónica de un extranjero en Venezuela: 1.931 kilómetros para entender un país en crisis

Jesús Pinto llena garrafones de agua cerca del cerro Ávila en Caracas. Este año El Niño ha causado sequía, por lo que miles de venezolanos buscan maneras alternativas de conseguir agua.  FOTO: Meridith Kohut para The New York Times
Jesús Pinto llena garrafones de agua cerca del cerro Ávila en Caracas. Este año El Niño ha causado sequía, por lo que miles de venezolanos buscan maneras alternativas de conseguir agua. FOTO: Meridith Kohut para The New York Times

En Caracas, el agua potable es tan cara y escasa que mucha gente espera durante horas en la ladera de una montaña para llenar botellones en un manantial que corre hacia la autopista.

Por: Nicholas Casey/The New York Times

En el interior del país los cultivos de caña de azúcar se pudren y las fábricas de leche están paralizadas, mientras las personas cargan con bolsas de dinero para comprar alimentos en el mercado negro.

Aquí en Puerto Cabello, ciudad que alguna vez abasteció a la nación entera, todo está desolado. Donde antes había una docena de barcos en espera para atracar, solo se ven cuatro buques desde una antigua fortaleza que se construyó sobre una colina para proteger al puerto de los ataques marítimos.





Nadie podría saquear a Puerto Cabello hoy en día: no hay nada que robar.

Y todo está a punto de empeorar.

Una esquina en el trayecto entre Barquisimeto y Mérida, Venezuela.  Foto: Meridith Kohut para The New York Times
Una esquina en el trayecto entre Barquisimeto y Mérida, Venezuela. Foto: Meridith Kohut para The New York Times

Es posible que la inflación llegue a 720 por ciento este año, la más alta del mundo. Los precios del petróleo, el alma de este país, se han derrumbado a cifras que no se veían desde hace más de una década.

He escrito sobre Venezuela todos los días de este mes. Publiqué crónicas sobre su gente, la economía, la cultura y otras peculiaridades en las que intenté expresar mi visión: la de un corresponsal recién llegado a cubrir este país.

En estos 30 días los momentos fugaces han sido los protagonistas: vi a los políticos gritándose durante la primera sesión del Congreso, conocí a los soldados que resguardan la tumba del expresidente Hugo Chávez y recibí muchos correos de expatriados en los que expresaban cuánto anhelaban regresar a Caracas.

Al observar la vida cotidiana, algunos temas se hicieron muy evidentes. En Venezuela –un país donde los hospitales carecen de jeringas, los supermercados pasan dificultades para abastecerse de productos de primera necesidad y el gobierno ha declarado una emergencia económica pese a tener las mayores reservas mundiales de petróleo– cada vez hay más retos.

Visité a un piscicultor que, cuando se le acabó el alimento para su cría, decidió probar suerte al moler granos y caña de azúcar (el resultado fueron peces diminutos). Escribí sobre los fajos de billetes que se necesitan para pagar por un agua y unos cafés. También traté de transmitir la gran lealtad que aún sienten los seguidores de Chávez.

Viajé por todo el país con la fotógrafa Meridith Kohut y me dio la impresión de que muchos sienten que viven en vísperas de un desastre. Esto es evidente en los rostros de las personas que conocimos a lo largo del recorrido de 1931 kilómetros desde la costa, que serpentea por las montañas de los Andes, hasta descender a las vastas y desoladas llanuras agrícolas de Venezuela.

En Puerto Cabello vimos una fila de cientos de personas frente a una tienda. Muchos habían llegado a las 5:30 de la mañana cuando les llegó el rumor de que el camión de reparto había llegado. Ya eran las 10:15 a.m. Un policía armado vigilaba la puerta y dejaba entrar a las personas por turnos.

Una fila para comprar bienes escasos, como aceite y leche en polvo, en una tienda del gobierno en Puerto Cabello, Venezuela. Foto: Meridith Kohut para The New York Time
Una fila para comprar bienes escasos, como aceite y leche en polvo, en una tienda del gobierno en Puerto Cabello, Venezuela. Foto: Meridith Kohut para The New York Time

Ayer había caraotas (frijoles negros), harina y leche.

Hoy, solo aceite.

Ecio Corredor, en la fila, me comentó que perdió su trabajo en noviembre. Irónicamente era uno de los encargados de transportar los productos del puerto a los supermercados.
“Ahora no hay cargamentos”, me dijo, y le murmuró algo a Carlos Perozo, otro conductor que explicó que llevaba un año sin trabajo porque su auto no tenía batería. No había conseguido otra y tampoco habría podido comprarla.

“Tenga cuidado”, me dijo Perozo. “Cualquiera puede agarrar la suya”.

Ya de vuelta en el camino, una larga hilera de palmeras delinea una refinería de petróleo. En su costado se lee: “Todos somos Chávez”.

En Morrocoy la carretera termina en un muelle. Un lanchero nos llevó por un manglar que da a una playa de arena blanca, donde Eduardo Vera y Carolina Morillo, su esposa, estaban de vacaciones con su bebé.

Hasta hace poco esta pareja era de clase media, ahora sobreviven con dos salarios que se han depreciado hasta el equivalente de 2,19 centavos de dólar por día. Ambos tienen dos trabajos. “Podemos vivir, pero no cómodamente”, explicó Carolina. Para ellos esta vacación fue uno de los últimos gustos que se pudieron dar.

Ambos están en sus treintas pero cuando les preguntamos si quieren tener otro hijo, dijeron que ahora es imposible.

“Apenas podemos conseguir pañales y leche para José Antonio”, dice Eduardo al referirse a su hijo. “Vamos a esperar tiempos mejores. Algún día queremos conocer Disneylandia”, dijo.

Desde la costa, empezamos un viaje por el interior del país que comenzó con el descubrimiento del oro negro: no me refiero al petróleo, sino a las caraotas, un bien esquivo y muy deseado en este país.

Ya muy pocos productores las siembran por los precios fijados del gobierno. Octavio Medina las compró por 50 veces su precio y aún así las vende en la calle con un margen de beneficio. Me dice que todos los días unas 40 personas pagan 1000 bolívares por cada bolsa, casi la mitad de una jornada según el salario mínimo.

Después de pasar por un valle verdoso comenzamos el ascenso hacia los Andes. La carretera se redujo a dos carriles que subían por los bordes de las montañas.

“¿Vienen a cubrir las noticias?”, nos pregunta el soldado de un retén.

“¿Cuáles noticias?”, le preguntamos.

“Los secuestros”, nos contestó.

Mérida está situada entre dos sistemas de altas montañas y es una pintoresca ciudad universitaria. Tiene el teleférico más alto del mundo que solía ofrecerle a los visitantes una amplia vista del valle. Ahora está dañado y nadie lo ha reparado.

Frank Tirado esboza una amplia sonrisa mientras come en un restaurante. Su forma de hablar no refleja que acaba de pasar los momentos más difíciles de su vida.

Hace varios meses empezó a tener dolores de cabeza y a perder la visión. Su neurólogo le dijo que tenía un tumor cerebral y que, si no se operaba pronto, quedaría paralizado.

Pero la lista de espera para su operación en los hospitales públicos era de más de un mes; él no tenía tanto tiempo. Una clínica privada podía tratarlo de inmediato pero necesitaba dinero. Dos tías que viven en Orlando le consiguieron la suma, explicó Frank mientras agarraba un libro de oraciones y se maravillaba de su suerte por tener familiares que ganan en dólares.

Antes de salir de la ciudad hicimos una parada en la catedral donde Vladimir Gutiérrez se sienta a pedir limosna en los escalones. Tiene un pan escondido debajo de la camisa. Su colecta del día, 50 bolívares, no le alcanzaba para comprar más.

Me mostró varias heridas frescas de una pelea a cuchillo que comenzó cuando un hombre agarró a su hija. “Pero yo también le di”, dijo Gutiérrez. Parecía despreocupado por lo que sucedía en el país. Había tocado fondo hace mucho tiempo.

Desde los Andes, la carretera se esparce por el llano, el corazón agrícola de Venezuela. Allí pasamos la tarde con Rodolfo Palencia, un hacendado que cantaba canciones desde su hamaca. Sus canciones hablan sobre su Barinas, su estado y, según él, la región más fértil del país.

Rodolfo Palencia canta canciones sobre el estado de Barinas, en los llanos de Venezuela. Foto:  Meridith Kohut para The New York Times
Rodolfo Palencia canta canciones sobre el estado de Barinas, en los llanos de Venezuela. Foto: Meridith Kohut para The New York Times

Pero las letras describen otra época. Rodolfo nos llevó a un campo donde la caña de azúcar solía medir más de tres metros de alto pero ahora todo el sembradío está muerto. El ingenio azucarero más cercano, construido por el gobierno en la década de 2000, no ha podido procesar la caña de este año, dijo.

Acá tampoco se produce leche pese a que está muy cerca La Batalla, una fábrica que llegó a producir 126.000 litros anuales hace una década. Esta empresa fue nacionalizada y ahora es una instalación vacía, cuyo único empleado es un vigilante que nos abrió la puerta. Los medidores de las bombas son ilegibles. Dejaron abierto el sistema de refrigeración y se oxidó. Hay murciélagos.

En esta área hay 2000 estanques y los piscicultores dicen que todos están casi vacíos. “Pérdida total”, comentó Alirio Alvarado, mientras fijaba su mirada en un estanque donde antes cultivaba cachamas.

Unos kilómetros más allá, Rodolfo nos llevó a la compañía que debía producir el alimento para los peces. Nos dijeron que, aunque el lugar parece abandonado, nunca estuvo abierto. Adentro se oxidan miles de dólares en equipos nuevos.

Vemos un manual de operaciones sin abrir en una bolsa Ziploc. Por el suelo de la fábrica están regados muchos recibos de una empresa alemana llamada Andritz Feed & Biofuel.

“Qué desperdicio”, dice Rodolfo.

Unos momentos después apareció un vigilante, sorprendido de que habíamos entrado. Le preguntó a Rodolfo qué estaba haciendo allí. En vez de responderle el hacendado me miró: “Si lo manejamos bien, este país puede ser más rico que Arabia Saudí”.

Apenas podía contener su ira y no sabía a quién culpar. ¿Es responsabilidad de Chávez, que ya está muerto? ¿Era la maldición de la dependencia del petróleo? ¿O era culpa del vigilante que recién había aparecido?

“Debería reportarlo”, le dijo Rodolfo mientras lo señalaba con el dedo.

“No me acuse”, le pidió el vigilante.

“Usted no está pendiente del equipo. Alguien podría robarlo”, dijo el hacendado. “No haces nada”.

“Casi no me pagan, usted no entiende”, dijo el vigilante.

Pero ya era demasiado tarde. Rodolfo ya se había ido.