Iris: La carcelera de Venezuela Por @carlosfloresx

Iris: La carcelera de Venezuela Por @carlosfloresx

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Iris Varela tiene una cicatriz en la planta de su pie (creo que izquierdo). En realidad no recuerdo en cuál es. Pero puedo asegurar que la tiene. Y lo aseguro porque yo la vi. Una extraña mañana, Iris se quitó los zapatos y me mostró su pie, lo volteó y ahí estaba: una pequeña marca; el tatuaje carnal de lo que quizá fue una herida profunda. Todo esto al tiempo que me contaba cómo se la había hecho. Aquello quedó a un lado, como la típica anécdota que uno tal vez suelta en medio de una reunión etílica con los amigotes de siempre y que termina causando no solo risas sino tal vez una cucharada de asco… Pero en medio de la estrafalaria realidad del país, de mi vida y del gran todo que convulsiona minuto a minuto, el cuento de la cicatriz de Iris fue llenándose de polvo y hojas de olvido, hasta que prácticamente lo borré del cajón de ideas que me mortifican con regularidad. Otro relato que escribiría en los buenos tiempos, ya saben, cuando todo esto se acabara, cuando el chavismo terminara y todos recordáramos que vivimos en un solo país… ese futuro que muchos –tal vez con cierta ligereza- asegurábamos, hace años, que estaba a la vuelta de la esquina, pero que hoy sigue tan esquivo como tener una borrachera sin resaca al día siguiente. Suena bonito… pero hasta ahora, imposible.





Les debo la fecha exacta. Fue un día de semana, tipo diez y media de una mañana fresca y brillante. Han pasado años… y el país se ha ido derritiendo como un velón cuya llama apenas intenta seguir viva en medio de todo lo perdido.
Iris Varela era diputada y me asignaron entrevistarla para Dominical, la revista de Últimas Noticias. “La fosforito”, ése era su apodo. Hoy, se ha ganado que le digan cosas mucho peores.

La entrevista se realizó en el edificio de Pajaritos, en su despacho. Ese lugar, esa construcción, es algo así como el epicentro interdimensional de los chanchullos, guisos y lo que sea que se pueda negociar-pactar-cuadrar. En apenas dos horas metido ahí, deambulando por los pasillos, se siente que ya las paredes ciertamente no solo escuchan pero se han convertido en secuaces de los negocios chimbos que han arruinado a la nación más rica y llena de pobres, que es Venezuela. Creo que ni los Cazafantasmas en sus mejores tiempos aceptarían “limpiar” ese sitio. Porque con el espectro de la corrupción criolla no puede nadie. Te posee apenas entras. Y no hay salvación.

Esperé sentado. Escuchando al equipo de asistentes de la diputada. Conversando con varias personas que querían hablar con ella, es decir, pedirle cosas… favores.

De pronto estaba sentado en su pequeña oficina. Muy pequeña. Paredes grises/azuladas. Muy frío. Iris Varela me sorprendió por lo amable. Lo pana. Repito: fue hace años, ¿cuántos?, tantos que en ese momento otro diputado entró a la oficina con ganas de echarle un cuento. “No, estoy con la prensa”, dijo ella. Y el diputado dijo que le contaría más tarde. Era Luis Tascón.

Varela me contó sobre su infancia. Las conversaciones sobre comunismo en la cena, todas las noches. A esa mujer la criaron y le metieron el patuque revolucionario desde que aprendió a hablar. Entonces entendí que para ella el chavismo no era un cuento. Que de verdad creía en todas esas locuras y a pesar que todo se fuera al demonio, ella seguiría adorando lo que sus padres le inculcaron: el comunismo y el resto de las ideas que no llevan al desarrollo de ningún país. Un individuo así está perdido, a la deriva, en medio de un planeta que se mueve y moverá en busca de otros destinos. Pero el chavismo los unió. No al país. No, realmente metió en el mismo saco a todos los gatos salvajes que no piensan más allá de los conceptos errados que les fueron inculcados y que se empeñaron en defender, a pesar de los pesares.

Iris me contó que de niña fue tremenda. Que le gustaba subirse al techo de casa y saltar. Y que en una de estas aventuras, al caer, pisó un alambre oxidado que se le enterró y casi le atraviesa todo el pie. “En serio, todavía tengo la cicatriz, ¿quieres verla?”, me preguntó. Asentí con la cabeza. Ella usaba jeans y una franela oscura. Se quitó el zapato y montó el pie sobre el escritorio. Fue una escena nada provocativa… considerando que justo a la derecha de su pie estaba reposando una pistola, encima de unos papeles. Entonces mi mirada se paseaba entre el arma y la cicatriz en la planta de su pie.

Iris Varela me cayó tan bien que entendí que funcionaba no como política sino como lo que es en realidad: abogado. Me imaginé siendo un malandro al que atraparon con los kilos… y ella, mi representante, la clase de mujer que puede entender que, bueno, no todos los criminales son malos. Y que se podría convertir en una amiga, algo como una compinche que me pueda echar la manito legal cuando sea necesario.

La dinámica obscena e ilógica de un país sin rumbo, por supuesto que colocó a Iris Varela a la cabeza del sistema carcelario. Era de esperarse. Puedo imaginarla sentada con los pranes, echando cuentos, hablando de tú a tú. Sin autoridad… pero con mucha complicidad. Con el “de pana y todo” que jamás será bueno a la hora de poner orden en el caos.

Hoy Venezuela es una gran cárcel. Igual que en las prisiones es más fácil (y barato) comprar marihuana y cocaína, que comida o medicinas. Igual que en las cárceles, si te volteas te roban y te matan… igual que en las cárceles, el crimen es el único que manda… igual que en las cárceles, tienes que sobornar a todo el mundo para obtener lo que sea que necesites… igual que en las cárceles, están encerrado, ya no puedes salir… igual que en las cárceles: esperas, impotente.

Iris Varela se convirtió no en la ministro sino en la guardia principal, la carcelera de todo un país. Es la representación ambulante de cuán bajo y agónico se encuentra un supuesto ideario que ni siquiera puede combatir a los que, en teoría, ya están vencidos, vapuleados: los presos.

Veo este papelón de Iris y recuerdo la cicatriz en la planta de su pie… la diferencia es que sus responsabilidades ante el país han creado nuevas heridas. Heridas morales y sociales a un paciente llamado Venezuela… heridas que causan dolor, pena y desolación… Pero la carcelera sigue tranquila, dura, con su mirada fuerte y su voz dispuesta a elevarse más allá del insulto humano… claro, hasta que le mencionan a sus compinches… El Conejo… El Picure… y ¡puf!, aparece la fosforito de siempre, ésa a la que hay que ponerle una camisa de fuerza pa’ que se quede tranquila… ¡o al menos no muerda a nadie!

 

Carlos Flores