Una de las magias de Ciudad Bolívar es el museo Soto, donde el maestro guayanés resumió el amor y el homenaje por la ciudad que lo vio nacer. A esta institución acomodó sus obras propias y sus Albers, Richter, Poliakoff, Kandinsky o Tinguely para que abstractos y constructivistas residieran a la orilla del Orinoco. Igual sucede con el museo Botero en Bogotá donde al lado de sus infantas gordinflonas y coquetas, el pintor colombiano quiso instalar los lienzos atesorados de su vida. El gran coleccionista lo hace pensando en un espacio cercano y futuro donde dialogue su arte.
Recientemente se ha anunciado con júbilo, para que los medios hagan fiesta, que la colección Patricia Phelps de Cisneros donará más de 100 obras de artistas latinoamericanos al Museo de Arte Moderno de Nueva York. Y aquí es donde se me corta la digestión ante una simple pregunta: ¿Por qué el MOMA sí y Caracas no? No digo que se donaran a algún museo nacional invisibilizado sino que se creara uno especialmente. No veo a Frick despachando sus piezas a la Pinacoteca de Munich, a Soto apilando su colección para el Pompidou o Botero embalando con dirección a la Tate, porque primero pensaron en sus orígenes. La noticia es desalentadora porque abunda en un capítulo más de la historia del desarraigo. Y pensar que cada uno de esos cuadros se compró con dinero originado en Venezuela. Que tiempos tan diferentes corren hoy que hasta la idea de país parece destinada a los diccionarios olvidados.
@kkrispin