Robert Gilles Redondo: Decencia Pontificada

Robert Gilles Redondo: Decencia Pontificada

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El dogma de la infalibilidad pontificia preserva al Sumo Pontífice de cometer errores cuando promulga doctrina relativa a la fe o la moral. Fue aprobado por el Concilio Vaticano I en 1870 y no se aplica cuando el Papa no se dirige a toda la Iglesia. Es decir, en las cuestiones que interviene como persona privada. Por ejemplo, en su mediación para el restablecimiento de las relaciones diplomáticas entre Cuba y Estados Unidos o para que se produjera el diálogo en Venezuela. En estas acciones interviene más como Jefe de Estado del Vaticano que como Obispo de Roma.

En los últimos días en Venezuela se han hecho graves afirmaciones sobre la condición ideológica del Papa a las cuales no voy a referirme por respeto a la milenaria Institución que él preside tras la dimisión del gran teólogo conservador Joseph Ratzinger. Y no se podía esperar menos de lo dicho tras el estrepitoso fiasco que ha sido la Mesa de Diálogo Régimen-MUD. Además que ha sido escandaloso que el Papa Francisco afirmara que los comunistas pensaban como los cristianos, cosa difícil de entender después de lo que el comunismo ha significado no solo para América Latina sino también y con mayor dolor para Europa. A esto se suma la pequeña rebelión de un grupo de Cardenales que se atreven a llamarle “hereje” por las lagunas que ha dejado su doctrina de apertura para con el mundo profano que Bergoglio ha ido instaurando en la Iglesia respecto a los divorciados, los homosexuales o el controversial tema del aborto, por citar un ejemplo. El Papa Francisco está llamado pues a ser un Pontífice polémico, como era previsible.





Henrique Capriles, otrora líder de la oposición y una decena de dirigentes ya habían desfilado por la Plaza de San Pedro y por las oficinas de la Secretaría de Estado, ocupada hoy por el cardenal Parolin, ancien Nuncio Apostólico en Venezuela. El dictador Nicolás Maduro lo hizo para sorpresa pública después de haber plantado al Pontífice en varias oportunidades y en breves horas se había establecido una Mesa de Diálogo. Entonces, aunque no quisiéramos dudar de la buena fe papal ni de sus enviados, mucho menos del Episcopado venezolano que avaló dicho proceso y que en particular ha actuado con valentía en este amargo tiempo.

Lo que queda es ser firmes y muy exactos respetuosamente con el Pontífice para que sepa cómo realmente las cosas y en la próxima jornada del 6 de diciembre se aclare el panorama aunque el resultado esté cantado ya.

El Vaticano debe saber (su diplomacia es tan influyente como la de EEUU) que en Venezuela no hay democracia y que las cosas no se resolverán hablando sino con elecciones. Para tener elecciones no hay que acordar nada, basta ver la tragedia y tomar la decisión. Elecciones a las que muchos temen por el historial que arrastra el consejo nacional electoral pero que ante la incapacidad mental de Maduro de renunciar a su cargo es lo único que queda. También debe saber la Santa Sede que los interlocutores no son fieles cristianos ni mucho menos hombres de buena voluntad. Son unos delincuentes que gangrenaron a la República de los más repudiables vicios. Y que los que participan por parte de la oposición lamentablemente no son todos. En la MUD están todos los partidos, pero no todos los opositores. Esto no significa que la MUD no sea una representante legítima, sino solo eso: una representante sin infalibilidad y sustituible si no es eficiente.

También es necesario subrayarle al Vaticano el dolor del pueblo venezolano, es amargo, muy amargo, porque ha sido causado con saña. Casi trescientas mil víctimas de la violencia. Miles de muertos por hambre o por falta de medicamentos. La realidad es fácil palparla; en el primer día cuando se reabrió la frontera con Colombia más de cien mil venezolanos corrieron para comprar comida y medicinas. Las lágrimas de otros miles de padres y madres se han derramado en el principal aeropuerto del país: sus hijos huyen de un destino que no merecieron ni quieren vivir.

Ante semejante tragedia Nicolás Maduro ocupa muchas horas de su tiempo para hablar de salsa, contar que sobrevive con un kilo de harina al mes y que varias veces por semana va al cine con su familia; es decir, abandono su cargo. Desconozco el lenguaje que este individuo utilizó ante el Obispo de Roma pero estoy seguro que no es el mismo que usa para definir a los opositores ni a sus dirigentes. Tampoco es el lenguaje con el cual celebra el ominoso maridaje de las armas de la República con su heredada revolución. Ni mucho menos el lenguaje con el cual ordena reprimir con “tanques y aviones de guerra si es necesario” cualquier manifestación opositora. Ante el Papa y sus enviados es una cosa. Ante el pueblo es otra muy distinta y está condensada en el sostenido discurso de odio y apartheid político que usa el chavismo.

Finalmente, debe saber el Papa y sus Enviados que los venezolanos solo aspiramos ser libres. Libertad, libertad, libertad es el único sentimiento que sostiene a los venezolanos en este desierto. El problema es nuestro, sólo nuestro. Históricamente hemos demostrado que existe la capacidad para superar cualquier obstáculo en nuestro destino y esta vez no tiene que ser la excepción. Nuestra libertad se realizará una vez se ponga fin a la pesadilla que significa el chavismo para el país.

Lo más sensato sería apartarse de la Mesa de Diálogo. El Papa no lo hará por el sentido de su misión. Y los venezolanos no dejaremos de hablar entre nosotros mismos, repito: entre nosotros mismos para hallar una solución al conflicto. Lo que es difícil, muy difícil y humillante, es negociar nuestro porvenir con un puñado de malvivientes sobre quienes pesan gravísimas acusaciones internacionales de narcotráfico, de violación a los Derechos Humanos, de lavado de dinero y corrupción. Dialogar no puede significar en modo alguno más tiempo de prórroga a la tragedia. El desespero puede cundir y el resultado sería más trágico aún.

Dialogar no puede seguir siendo excusa para aplazar la libertad de la República de Venezuela y por decencia eso debe entenderlo hasta el Papa.

Robert Gilles Redondo