Tercer Domingo de Adviento, por Álvaro Valderrama Erazo

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La vida de cada ser humano está compuesta por experiencias personales y sociales que lo conducen a situaciones futuras –algunas de ellas inesperadas- pero que deben y tienen que ser asumidas, precisamente porque son impuestas por el fuero circunstancial del que todo individuo forma parte.

Por Álvaro Valderrama Erazo





Entre las experiencias sobrevenidas pueden darse también las llamadas “Situaciones límite” que sitúan la vida personal -también de los creyentes- entre un antes y un después.

Una de esas “Situaciones límite” está constituida por la privación de la libertad personal, llámese ésta reclusión, prisión o cárcel.

En tanto que es Dios mismo quien nos da la vida para que seamos libres -desde el momento de nuestro nacimiento hasta el de nuestra muerte corporal-, podemos entonces considerar que, el encarcelamiento, ( bajo amenazada de hacinamiento presente o pena de muerte futura) pasaría a ser una situación que pone al prisionero al borde de la vida, esto es, al borde de las expectativas, de las ilusiones, proyectos y perspectivas de esa vida que Dios regala a cada uno en lo personal y de forma gratuita y generosa.

Estar al borde de la vida puede conducir a una “Situación límite” de no saber qué hacer o qué pasará sin el consentimiento de quien es víctima de tal experiencia.

Debemos ver, en tal sentido y con lupa espiritual el santo evangelio de éste tercer domingo de Adviento para tratar de medir la gravedad de la “Situación límite” en la que se encuentra Juan el bautista, encarcelado por Herodes y bajo pena de muerte por decapitación, precisamente como consecuencia de no comulgar con el modo de vivir y actuar del emperador y más aún por denunciar sus injusticias y la de sus secuaces.

Juan el Bautista, el precursor de Jesucristo, el Mesías alza su grito profético a orillas del Jordán y lo vuelve a hacer en el desierto de la prisión herodiana, de la que es víctima.

La experiencia bíblica – de hace dos milenios- que detalla el aprisionamiento del bautista, muestra, a pesar de las diferencias históricas, geográficas religiosas y culturales, no un aislamiento personal del Juan, sino un encarcelamiento en el que el precursor del Señor tiene derecho a ser visitado por sus discípulos, ser informado sobre la situación social, además de poder enviar y recibir mensajes y respuestas a través de sus amigos que van a la cárcel, entre otras cosas a escuchar sus enseñanzas.

En éste contexto, en el que el bautista se sabe, casi al final de sus días, se producen en él las legítimas interrogantes sobre el rumbo de su vida, el sentido de sus obras, los efectos de sus denuncias y los frutos de su predicación. Es lo que nosotros llamamos sentimientos encontrados.

Seguro de no volver a recobrar su libertad, pero seguro también de que Jesús continua predicando su buena noticia liberadora, se produce en Juan el bautista una interrogante que atañe, ya no a la posibilidad de libertad social ni a la sobrevivencia de su cuerpo, sino a la libertad espiritual y a la vida eterna del alma: ¿Eres tú el Mesías o tenemos que esperar a otro?

Juan no quiere más que corroborar de los mismos labios de Jesús, a través de sus propios discípulos si efectivamente han tenido sentido sus gritos que resumen su denuncia y su anuncio profético de la venida del Mesías, que, como consecuencia le costará su decapitación, esto es, su vida terrenal.

Esa interrogante se da justamente en el desierto del sufrimiento y de la prisión herodiana y ésta interrogante espera una pronta respuesta para asegurarse de haber acertado en su profecía, de haber hecho lo correcto.

Igual fue la vivencia de los apóstoles de Jesús e igualmente sucedería con nosotros, en nuestros días: Estaríamos seguros, como Juan, de no ser nosotros el Mesías, pero desearíamos, por lo menos saber si hemos intentado, en modo alguno hacer lo correcto y si nuestro pequeño esfuerzo ha movido las fuerzas de quienes tienen fe y esperan en ella.

La denuncia salida de su boca y su anuncio profético han marcado, bíblica e históricamente a Juan el bautista hasta nuestros días. Lo han marcado como profeta de verbo encendido, que no calla ante las desigualdades e injusticias crecientes que devoraban su entorno social e histórico. Pero también lo han marcado como el profeta que invita a la esperanza.

No obstante, aquellas injusticias milenarias denunciadas por juan pudieran no haber quedado en el pasado, sino, por lo contrario haberse incrementado y tener vigencia en nuestros pueblos, barrios y ciudades, especialmente si tropezamos a diario con ellas a lo largo y ancho de nuestras calles y plazas y a pesar de ello volteamos la mirada para ignorarlas, desentendernos de ellas o querer darlas por desapercibidas.

Es por eso que, la respuesta clara y contundente de Jesús a Juan el bautista tiene también absoluta vigencia en nuestros días y en nuestras vidas.

A Juan responde Jesús a través de la experiencia viva, de la que él mismo y sus discípulos ya habían sido protagonistas: Jesús trae a colación el motivo, llamémoslo así del “Santo enojo de Juan en el desierto” como consecuencia de las experiencias ya comentadas. E inmediatamente les recuerda Jesús que, “Los ciegos ven, los paralíticos caminan, los leprosos son sanados, los sordos oyen, los muertos se levantan y a los pobres se les anuncia la buena noticia”.

Esa es la misma respuesta que Jesús nos da a los creyentes de hoy, a quienes no perdemos la esperanza en ésta historia presente.

La redención, la salvación que nos brinda Jesús es, no solamente real para nosotros sino también posible para todos los hombres y mujeres que escuchan su evangelio, lo creen y lo ponen en práctica. Sus milagros y su resurrección nos señalan su camino previamente anunciado por los prefetas.

El Santo evangelio de hoy nos invita a creer firmemente y a no perder la esperanza. Es posible una vida en una sociedad justa, en la que la obra salvífica de Jesús se manifieste a través de quienes creen con esperanza y esperan con fe.

Ahora bien, “el creer con esperanza y el esperar con fe” no tiene por qué suponer la pasividad personal, religiosa y social, como si el interés, la constancia y el esfuerzo de las mayorías carecieran de importancia y supremacía ante el egoísmo de las minorías.

Al igual que Juan el bautista, encarcelado y condenado a muerte, necesitamos los creyentes de hoy de la acción de todos los que viven y conviven en la sociedad y en la iglesia.

En tal sentido debemos ver la denuncia profética de nuestros pastores, los obispos, no como la búsqueda de conflictos en escala sino como la crítica profético-constructiva que requiere respuestas efectivas y satisfactorias para todos.

El bautista, pronta ya su decapitación encontró en sus discípulos verdaderos amigos, fieles a él y fieles a la sociedad que esperaba firme en la fe.

Este tercer domingo de Adviento estamos invitados por Juan el bautista a la perseverancia y a la lucha en la fe, aún en las situaciones más difíciles de la historia.

La promesa del cielo nuevo y la tierra nueva es una realidad, no solo posible sino también tangible y vivencial de nuestra historia presente.

Así como Juan el bautista nos invita a la esperanza, también nos invita a la alegría el profeta Isaías:“ Que se llenen de júbilo el desierto y la tierra árida y que florezca la estepa”. Amén.

Feliz tercer domingo de Adviento.