Norberto José Olivar: Historia abreviada de la sanguijuela

Norberto José Olivar: Historia abreviada de la sanguijuela

thumbnailnorbertojoseolivarLa historia revela un siniestro axioma cósmico según el parecer de Ortega y Gasset: los pensadores desaparecen justo cuando más se les necesita. Asegura que en los tiempos cuando la política «cercena radicalmente la libertad», los intelectuales no tienen nada que decir. No se trata de que las «convulsiones políticas» quiten el reposo a los escritores, a los pensadores, afirma, sino que de verdad los pobres carecen de «ideas vivaces y claras que manuscribir».

Estas convulsiones públicas, en nuestra tragedia, remiten, además, a una precariedad material que va desde el desabastecimiento inimaginable de pertrechos esenciales para vivir, hasta el temible señorío de una delincuencia despiadada, muy al estilo del film The Purge (2013), de James DeMonaco. No tengo la intención de transcribir datos que, al publicar estas notas, ya estarían rebasados por la realidad. Tampoco creo que haga falta. Aunque sé que ya alguien, en algún lugar, está contabilizando las cuentas del mal. Y más pronto que tarde se nos ofrecerá un compendio estadístico de saldos funestos que nos dé una idea más «tangible» y «global» de los padecimientos y la infamia que comenzaron a gestarse en 1999. Pero la intención de esta historia abreviada es más ambiciosa y simple: hacernos una idea de en dónde demonios perdimos el paso cívico que, si me oyera don Mario Briceño-Iragorry seguro me diría que él, modestamente, anduvo en lo mismo en los años en que le tocó el difícil y nada grato designio de ser venezolano. Y ya sabemos que ser venezolano nos predispone a cometer mil necedades, como dijo Salvador de la Plaza y que Miguel Ángel Campos nos recuerda en sus magníficos ensayos.

Pues bien, en una de sus últimas entrevistas, Arturo Uslar Pietri, definió al líder de este periodo que arranca en 1999 —de la revolución finisecular bolivariana—, como un ignorante delirante: «¡dice disparates, qué desgracia, el país no logra encaminarse!». Nuestro egregio autor se crispaba cuando el paracaidista presidente, o presidente paracaidista, endosaba al liberalismo los males republicanos. Replicaba, ya cansado por los años, nuestro flamante Príncipe de Asturias de las Letras (1990), que el liberalismo era la flor de la civilización y la tolerancia. Citaba a Voltaire para darnos una idea: «yo odio lo que usted dice, pero odiaría más que usted no lo pudiera decir» (abc, 2010).





Pero el tiempo de Uslar había pasado. Su pensamiento orientó a la opinión pública durante buena parte del periodo democrático del XX. Y sirvió de cierta molesta conciencia a las sucesivas administraciones a las que hubo lugar. Y con Uslar, otros pocos. No obstante, uno se pregunta por qué los intelectuales parecen no tener una idea importante, capaz de devolver el sentido común (si alguna vez existió) a la gente. Al pueblo. Descontando lo dicho por Ortega y Gasset, se pueden aventurar motivos que tan errados como escasos pueden resultar, pero no sobra intentarlo. Por lo pronto me hago una primera hipótesis que bien podría no servir para nada.

 

EL LENGUAJE SANGUIJUELA Y LA ESTUPIDEZ DEL PUEBLO

Las palabras de la sanguijuela (líder de la revolución) son enternecedoras, pues solo hablan de justicia para el pueblo. Podemos redondearla todavía más añadiendo: Justicia para el pueblo y por el pueblo. ¿Quién haría de aguafiestas para contrariar este afán justiciero? La frase se oye sublime y, decorosamente, encubre una buena oportunidad para la venganza. Y como la venganza es del pueblo, entonces la venganza es de Dios.  La voz del pueblo es la voz de Dios (Vox populi, vox Dei). «Mía es la venganza, dice el Señor». Y todo queda ajustado a la sana doctrina evangélica. Aunque el pueblo casi siempre anda en asuntos muy distintos a los de Dios. Y, por lo general, prefiere que Dios, o alguien designado por Él, se encargue del trabajo pesado. Una especie de Bartleby que, ante la posibilidad de escribir su destino, contesta: «Preferiría no hacerlo». Recuerdo, por caso, la historia del becerro de oro, cuando los israelitas impacientes porque Moisés no bajaba del Sinaí, emplazaron a un asustado Arón y le dijeron: «haznos dioses que nos guíen». Y más adelante viene Cristo a seguir mostrándonos el camino de la salvación. Por lo visto, parece que la venganza y la estupidez son tan bíblicas y tan añejas que alguien, como Tabori, puede insinuar, como lo hace, que son taras genéticas o intrínsecas a la condición humana. De hecho, la estupidez puede que sea el pecado originario. Ya lo dijo Oscar Wilde: «No hay más pecado que el de la estupidez». Pues la estupidez es, en buena medida, y según Tabori, «el pecado de omisión, la pereza y a menudo la voluntaria negativa a utilizar lo que la naturaleza nos ha dado», es decir, la cabeza, la capacidad de juzgar con arreglo a cierto «prejuicio válido» aquello que debemos interpretar. Y esto nos adentra en el terreno de la sabiduría. Añade Tabori: «Debemos subrayar aunque parezca una perogrullada, que conocimiento y sabiduría no son conceptos idénticos, ni necesariamente coexistentes. Hay hombres estúpidos que poseen amplios conocimientos; el que conoce las fechas de todas las batallas, todas las palabras… y puede, a pesar de todo, ser un bobo. Hay hombres discretos, en cambio, cuyos conocimientos son muy limitados. En realidad, la extraordinaria abundancia de conocimientos a menudo disimula la estupidez…»

Pero en la lengua de la sanguijuela, este mesianismo se despliega por medio del doble pensamiento, que es inevitable cuando no necesario.

La persona (pueblo) contrasta la realidad con la explicación que la sanguijuela le ofrece de «eso» que «mira». Luego la persona debe suprimir la contradicción que sus ojos, y el resto de sus sentidos, han percibido, y conciliar su «mirada» con aquello que la sanguijuela le ha dicho que ha visto en verdad. Esto hace que su conducta y pensamiento sean congruentes no solo con los intereses de la sanguijuela, y del partido de la sanguijuela, sino también con aspectos morales de su formación. Digamos, de su conciencia. Acaso una alteración o mutación del prejuicio de validez del que habla Gadamer. Pero aquí ya estamos en terreno orwelliano, por supuesto.

La novela de Orwell, 1984, publicada en 1949, parece escrita luego de un paseo por la Venezuela bolivariana. No obstante, escribe orientado por referentes de su época y hasta cancelada cierta militancia en la izquierda. Lo que percibe e imagina que sería un régimen socialista totalitario se deja ver en estas líneas: «En ellos [cuatro edificios gubernamentales] estaban instalados los cuatro ministerios entre los cuales se dividía todo el sistema. El Ministerio de la Verdad, que se dedicaba a las noticias, a los espectáculos, la educación y las bellas artes. El Ministerio de la Paz, para los asuntos de la guerra. El Ministerio del Amor, encargado de mantener la ley y el orden. Y el Ministerio de la Abundancia, al que correspondía los asuntos económicos» y que, por supuesto, lo único que administraba era la escasez. Quien haya leído el libro o visto la insuperable versión de Michael Radford, recordará la contradicción entre el nombre de este ministerio y el reinante desabastecimiento de casi todo. Estamos hablando de conjeturas hechas antes de 1949. Y más inquietante, todavía, puede resultar la exegesis que hace César Vidal en su ponencia, El uso perverso de la semántica y el lenguaje en la política, en el Foro de Promoción Democrática y Continental (2014), donde parte, no casualmente, del universo orwelliano.

Dice Vidal que Orwell pudo imaginar un mundo donde la democracia había desaparecido a manos de dictaduras socialistas o socialismos totalitarios. Pero de la ficción Orwelliana salta a la realidad histórica y, ni que decir tiene sobre las coincidencias de la novela. Afirma que los sistemas socialistas totalitarios tienen tres características por lo común: 1) La escasez. 2) El gobierno es ejercido por una nueva oligarquía que sería imposible desplazar del poder. Y 3) La manipulación del lenguaje afincado en los sentimientos de justicia social y soportado por poderosos mecanismos de propaganda. En este último aspecto, César Vidal piensa que la manipulación se logra bajo ópticas absolutamente orwellianas: La guerra es la paz: El lenguaje pacifista es usado para neutralizar las críticas de las democracias que le adversan. Y que se mantienen en el poder gracias a grupos armados, bien del Estado o civiles apertrechados. Y trazan alianzas con regímenes extraños a sus culturas, pero que puedan fortalecer el dique de contención contra sus oponentes.

Otra óptica: La miseria es la justicia de los pobres: Son economías marcadas por la calamidad. Y añadamos el excesivo control.  El régimen culpa al capitalismo como raíz de todos sus males, cuando se sabe que nunca han dado cabida al capitalismo real, es decir, a la libre competencia, al libre mercado y a la autonomía jurídica. Asegura Vidal que los nuevos ricos no son producto del trabajo creativo sino de la cercanía e influencia con quienes administran el estado. En todo caso, se trata de economías que no son sustentables. Esto asusta cuando se piensa en la venezolana, pues el problema se torna mucho más difícil si se considera al petróleo como el único dinamizador. La fragilidad se hace total. Recordando a Margaret Thatcher y aquella sentencia suya que hizo fama: «El socialismo fracasa cuando se les acaba el dinero de los demás”, diríamos que la revolución bolivariana llega hasta el quiebre de la estatal petrolera que es, a fin de cuentas, el dinero de los demás (del pueblo).

Por supuesto que nada de esto “sucede” (ni sucederá nunca jamás) en la realidad verdadera de nuestra patria. En las noticias de nuestro «Ministerio de la Verdad», leemos y oímos que él régimen garantiza (y garantizará por siempre) toneladas de comida, de medicinas y de todo cuanto se necesite. Mientras tanto, nuestro «Goldstein», el Enemigo del Pueblo, lanza (y no se cansará de hacerlo) mensajes subversivos y desestabilizadores, como que se requieran juntar seis días de sueldo para comprar un cartón de huevos, o el de ciento sesenta y seis años para hacerse de un apartamento, paparruchadas terroristas de esta calaña que deben ser neutralizadas cuando menos. O que en un hospital de medio pelo tenga, por la baja, veinticinco niños desnutridos en la sala de urgencias, son cosas que solo caben en una mente morbosa y retorcida. Y, por si fuera poco, que los médicos aseguren que el asunto es cosa común y, además, digan que esos niños no se recuperarán por «la falta de medicamentos, las fallas en la alimentación y pésima calidad del servicio hospitalario», raya en la más despreciable traición a la patria que pueda acometerse. Y no hablemos de los que mueren. O que la clase media tenga el perfil de gastos de una familia pobre, y no que una familia pobre tenga el perfil de gastos de una familia de clase media se revela como una de las grandes incógnitas (acaso un «plop» radical) en medio de una realidad de proclamada justicia social. De reivindicación de los pobres. Pero la verdad de la revolución del pueblo, y vociferada hasta la extenuación por sus medios propagandísticos, es que sus líderes acabaron con la pobreza que les infligía el capitalismo feroz y predador de eso que en el siglo XX se llamó democracia representativa.

Finalmente, las tinieblas son la luz: Se habla de justicia para el pueblo, pero con ella viene escasez y miseria. El aparato propagandístico de la sanguijuela desmiente con eficaz prestidigitación esta realidad que los ojos del pueblo observa. La sanguijuela solo busca esconder el ansía de mantenerse en el poder. ¿Qué sería de los pobres sin nosotros sus salvadores?, dice el partido de la sanguijuela, por su lado. Y lo curioso es que se lo creen, vaya usted a saber por qué razón. Mo Yan, Nobel de Literatura 2012, dice en Cambios (2010): «Mientras contemplaba al presidente tendido en el sarcófago de cristal, recordé la sensación de cataclismo que había tenido… antes al oír la noticia de su fallecimiento, el desengaño al descubrir que en el mundo no había dioses. Ni en sueños habríamos creído que el presidente Mao moriría un día, pero murió. Creíamos que si moría el presidente Mao, sería el fin de China. Pero llevaba dos años muerto, y el país no sólo no había llegado a su fin, sino que iba mejorando paulatinamente».

Y esto de mantenerse (o anhelar) en el poder al precio que sea, me salta con violencia mientras veo, con cierto estupor, en el noveno episodio de la quinta temporada de Game of Thrones (The Dance of Dragons), donde Stannis Baratheon sacrifica a su hija, Shireen, al Señor de la Luz, para verse favorecido con el Trono de Hierro. Y no es poca cosa esto, ni exageraciones dramáticas, que en nombre de sagrados preceptos no solo se sacrifique a un hijo por el bien colectivo, ahí tenemos al pobre Cristo, sino también a un pueblo de carne y hueso que en nombre de sí mismo, muere por carencias extremas y sacrificando, de paso, lo más caro que pueda tener un ser humano: su libertad. Como diría nuestro Briceño-Iragorry: «Hemos cambiado los pocos hábitos cívicos por una fingida justicia social». Y esta afirmación bien puede ser la encrucijada donde nos extraviamos definitivamente.

Empero, el discurso religioso siempre ha servido para legitimar las aspiraciones de asalto o mantenimiento del poder, descargándolas de ese aire fatal que suelen tener, y vendiéndolas no como ambiciones desmedidas y personales, sino como instrumentos del que se vale la voluntad divina. Voz de Dios, voz del Pueblo. Y el pueblo siempre prefiere que Dios hable a través de ciertos hombres escogidos, hemos dicho antes. Que sean estos quienes le digan lo que Dios desea de ellos y para ellos, porque a decir verdad, el pueblo nunca está muy seguro de ser la voz de Dios. Le gusta que se lo digan, pero huye del trabajo de tratar de oír a Dios dentro de sí: auto-cuestionarse, reflexionar, y, sobre todo, asumir las contradicciones entre sus deseos, sus decisiones y la carga moral que significaría convertirse en la voz de Dios.

Quizás yerro por ligereza, pero esta puede ser una buena razón para el desprecio hacia los intelectuales, ya que un auténtico pensador se vería obligado a presentar al pueblo razonamientos contradictorias, no podría delinear, para tranquilidad de todos, los límites entre lo bueno y lo malo, cosa que resulta exasperante para la gente y, peor aún, dejarle en claro que será el único responsable de las decisiones que tome, que no tendrá la consoladora posibilidad de señalar a otro como el culpable de su calamidad.

Mario Briceño-Iragorry en Mensaje sin destino (1992), dice del pueblo lo siguiente: «Jamás pudo prestar oídos a la palabra austera y ductora de los Fermín Toro y los Cecilio Acosta. A Vargas dio espaldas cuando advirtió que Páez estaba deshaciendo su comedia civilista. De haberlos escuchado, habría advertido que los hombres de la inteligencia le señalaban por norma, junto con los de la libertad, los signos de la justicia y del deber. Pero ni chillaban como los demagogos que le ofrecían el inmediato cambio del orden social, ni lucían sobre los pechos los encendidos alamares de los guerreros, que le aseguraban el hartazgo o el botín como premio de sumisión».

Ante esta fermentación de estupidez genuina, es un milagro que no nos hayamos matado entre nosotros, pero es claro que el régimen de la sanguijuela nos ha puesto cerca. Estamos en una especie de guerra civil mental, como dijo Mauricio Rojas en una entrevista, en CNNE, no hace nada. Y no es cosa del Diablo que se place en empujar, sino de la sanguijuela y del partido de la sanguijuela que, hablando de paz y felicidad, arman a sus acólitos para que salgan a amedrentar y a matar, si fuere el caso, como lo ha sido ya, en nombre de la revolución de los pobres; que la pasan mal, pero atragantados de felicidad. Y, además, ¿qué tanta alharaca sería ceder a estos empujones satánicos, si matar en nombre del pueblo es matar en nombre de Dios y de los más altos ideales del amor y la humanidad?

 

Michael Houellebecq piensa que los intelectuales, en este momento, han encontrado la libertad absoluta. Que lo diga Houellebecq, a quien respeto profundamente, me frena a contrariarlo más por instinto que por razones concretas. Y puede que, para estar de acuerdo con él, en cierta forma, diga que nuestros intelectuales hayan encontrado esa extraña libertad «houellebecquiana» en el hecho mismo y certificado de su decapitación. Es decir, en cuanto la sanguijuela (y su partido) despliega su abyecta faena contra las universidades, el mundo editorial, la prensa, y los medios de comunicación en general (no olvidemos la escuela), está desconectando de sus mecanismos de manutención natural a quienes se dedican a pensar. Así, la reacción de los más acreditados, por razones de dignidad y amor propio, rechaza el chantaje que se esconde en esta agresión y no avalan la anomia desatada. De manera que la sanguijuela, su partido y su régimen, quedan sin el ropaje adecuado y sin nadie que le escriba con buena letra. Puede, entonces, que la ausencia de los pensadores, acusada al inicio, acabe revertiéndose en una visible e influyente abundancia a la vuelta de la esquina. Y no creo que llegue a destiempo porque esto habrá que entenderlo tarde o temprano.

Pero lo cierto es que la sanguijuela jamás podría convivir, o siquiera existir, con gente medianamente pensante que se diga…

 

@EldoctorNo