Luis Alberto Buttó: La buena nueva

Luis Alberto Buttó: La buena nueva

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Luce asaz contradictorio celebrar estas fiestas decembrinas, encerrados como estamos los venezolanos, dentro de los confines ignominiosos del aberrante gulag en que los bárbaros y anacrónicos cultores de la violencia y el despotismo han convertido al país; campo de concentración que los que nos proclamamos democráticos y de avanzada, hemos sido vergonzosamente incapaces de desmontar. Perentorio es cambiar la letra del lugar común: el mal avanza y se fortalece no sólo por la inmovilidad del bien sino también, dolorosa y fundamentalmente, por las acciones erráticas de quienes supuestamente lo encarnan. Así las cosas, más que celebrar, deberíamos, entonces, quizás recordar. Rememorar el significado esencial que estos días decembrinos jamás deben perder.

Son tiempos de fe. No de la fe ciega e irracional, aquella que esclaviza el pensamiento y motiva el comportamiento de fanáticos de cualquier laya que enlutan hogares pretendiendo dignificar el mundo que sólo terminan arrasando. Fe razonada en una de las más trascendentes enseñanzas de la historia: el bienestar de la humanidad es posible, sí y sólo sí, cuando los pueblos aprenden de sus errores y con base en la impostergable rectificación buscan la perfectibilidad de la sociedad que los acoge. Cuando asumen que la miseria se derrota con trabajo, que las carencias no se disipan con la limosna humillante del poderoso y que la ética no es aditamento de bobos ni majadería de utópicos, sino entorno apropiado que sienta las bases de la confianza que hace prosperar el trato entre iguales.





Son tiempos de esperanza. El país bonito, el país mejor, el país soñado y anhelado, no está condenado a ser imposible si se entiende lo insuficiente de esperar que los cambios ocurran sin esforzarse en ello, tanto como lo es limitarse a confiar en que otros tendrán la entereza y/o la valentía de empujarlos, mientras nosotros esperamos el momento de reclamar glorias que por enanos, cómodos y cobardes, no merecemos. El sudor debe ser compartido. Los hombros unidos por la hermandad en el compromiso constituyen la fuerza que derrota la mezquindad y acorta las horas en que la oscuridad prevalece, como ha sido en los últimos lustros esta nación descuadernada por los ágrafos que con razón nunca pudieron leerla.

Son tiempos de solidaridad. La solidaridad expresada no en el auxilio pasajero de ropa, comida o juguetes, que busca hacer más potables los agujeros negros de la conciencia, a la par que impúdicamente demanda el agradecimiento sumiso. La solidaridad express no construye al hombre bondadoso, pero sí lo hace la demostrada al lograr que quien sufre comprenda que sus heridas son nuestras también y que al curárselas estamos lavando todas las heridas de la tierra porque no cejamos ni un momento en luchar para evitar que vuelvan a ser causadas y en denunciar al tirano responsable de esparcir tamaña ignominia. Solidaridad evidenciada cuando enseñamos a nuestros congéneres a valorar sus propias capacidades creadoras para que al valerse por sí mismos conquisten la libertad que se les pretende negar. Somos un solo corazón que late alrededor del planeta y eso conlleva a la hermandad. Sólo es humano aquel cuyos dos pasos llevan consigo al que requiere aprender a caminar.

Leyenda o no, el humilde bebito de Galilea partió en dos la historia como ningún otro hombre jamás lo hizo, como ningún otro hombre jamás lo hará. Nadie es tan pequeño como para creer que no puede aportar. Nadie es tan grande como para creer que su solo dictamen basta. Mirar al lado no cuesta: el hermano no carnal espera. Las fiestas son más hermosas cuando se aprovechan para construir la buena nueva que vendrá.

Historiador

Universidad Simón Bolívar

@luisbutto3