Robert Gilles Redondo: La Fuerza Armada Nacional

Robert Gilles Redondo: La Fuerza Armada Nacional

 

El tabú de hablar sobre los militares hace replegar las artillerías del pensamiento en muchas personas. Sobre todo en una Venezuela donde fuimos libres por las bayonetas que archivaron el hecho civil de nuestra Independencia. Por cierto, un hecho impulsado por la oligarquía de la Caracas de 1810-11, que no tuvo mayor respaldo popular como luego se comprobó cuando Boves arrastraba tras de sí más seguidores que el Ejército Patriota. Y así, en una cadena ininterrumpida, los militares, pseudomilitares o si se mejor se quiere “hombres armados”, han sido el factor decisivo de nuestra historia. Nuestras transiciones libertarias han sido el resultado de una sublevación militar.

Los siglos XIX y XX fueron construidos por las patotas armadas que tenían los partidos de entonces y los sobrevivientes de la Guerra de Independencia que se erigieron en caudillos, primero, y luego, desde la revolución que depuso a Medina Angarita, como un Ejército más o menos profesional, se empezó a formar la idea cívico-militar. Entonces las conspiraciones contra los gobernantes de turno no eran solamente civiles sino también militares, no porque en Venezuela existiera una casta militar que determinara como última instancia el destino nacional, sino por el necesario uso atemorizante de las armas para consumar aquellas conspiraciones. Con astucia inédita, los civiles lograron neutralizar el entronizamiento de una dictadura militar en 1945 y le permitieron al país tener una nueva Constitución y unas elecciones para elegir por vez primera al Presidente de la República. El feliz infortunado fue el gran don Rómulo Gallegos, genio de las letras pero estéril prospecto político. Costosa esterilidad ésa que echó al traste los avances democráticos del Trienio, abriéndole paso a la segunda gran dictadura del siglo XX: la de Pérez Jiménez, a quien el Presidente, autor de Doña Bárbara, subestimó en sus pretensiones.

Tras la insurrección militar que empezó el 1 de enero y terminó veintidós días después en 1958, se estableció de forma segura la democracia civil. El primer gobierno de Betancourt fue un período valiente de resistencia donde se enfrentó el surgimiento del militarismo trasnochado y se le dio forma certera a la sujeción del poder militar al poder civil. A los militares que defendían la democracia les acompañaba de forma inédita los ciudadanos con machete en mano para frenar aquellas sangrientas sublevaciones de Táchira, Monagas, Carabobo, La Guaira, etc. Lo mismo hizo Raúl Leoni hasta que al fin se pacificó al país legalmente en la presidencia de Caldera. La izquierda asesina era neutralizada en la tierra sin cuartel que eligieron para hacerse del poder que por el voto jamás iban a conseguir. La sangre ha sido el método político de amplios sectores de la izquierda a quienes se les cerró el acceso al sistema democrático, justamente, por sus objetivos antidemocráticos.

Con una Fuerza Armada más o menos institucional y más o menos profesional, la democracia siguió su camino. Hasta que la debacle moral comenzó a deshonrar a los civiles que detentaban el poder, arrastrando consigo a los hombres de uniforme, que dejaron de ser ficha para la defensa y la seguridad de la nación, convirtiéndose en peones de un sistema que una vez comenzada su pudrición estaba condenado al fracaso.

Sobrevino la aciaga hora del “Caracazo”. Sobrevinieron los cruentos golpes de Estado de 1992. La institucionalidad no estaba presente. Apenas las lealtades del estamento militar eran cuotas de poder que según conviniera mantenían. Y la poca institucionalidad que restaba no era suficiente para contener el avance. Al final, los cabecillas del 4 de febrero y del 27 de noviembre, asaltaron el poder, ante el vacío irreparable que había dejado el sistema democrático en 1998.
Desde 1999 hasta este no menos cruento y triste 2017 hemos asistido al desmantelamiento de la Fuerza Armada, organismo parásito del establishment chavista.

Ahora vemos hombres de uniforme que olvidaron en sus escritorios la Constitución y se han dedicado a sostener la prostitución de la República, mejor: de la ex república de Venezuela. Son agentes activos de la gangrena que hizo del Estado un ente fallido y forajido. Así, los militares han derivado en agentes de grandes mafias de corrupción, lavado de dinero y del narcotráfico, donde todos mandan menos quien en teoría es su Comandante en Jefe, haciendo de la Fuerza Armada la institución, ya fallida, de más desprestigio en la sociedad venezolana.

La Fuerza Armada Nacional ha tolerado que los grandes detentadores del poder, además de ilegítimos, perpetren con saña y sin pudor alguno la destrucción de Venezuela. Lo han tolerado y permitido a costa de grandes prebendas y de libre albedrío para sus propias fechorías, gravemente cometidas, por la responsabilidad de tener entre sus manos las armas de la República. Es muy fácil sostener la hegemonía fracasada de una revolución cuando se empuñan los fusiles como símbolo del obsceno maridaje entre el Alto Mando Militar y los delincuentes que ocupan ilegítimamente el poder.

Aun así, pese al absoluto deterioro institucional y la pudrición moral, en la Fuerza Armada deben quedar algunos sectores democráticos que no comparten lo que está sucediendo. Su silencio es inexcusable ahora, tanto como lo ha sido durante estos dieciocho años. Pero a ellos se debe apelar. No para invocar el abismo militarista, pero sí para que estén muy claros en las posiciones que el camino les impondrá tarde o temprano. Venezuela tiene su reloj histórico en cuenta regresiva y ante esa bomba de tiempo que es el país todo, la Fuerza Armada no podrá permanecer indiferente ni al lado de quienes nos han humillado hasta la saciedad.

Robert Gilles Redondo

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