Robert Gilles Redondo: El clarín de la patria

Robert Gilles Redondo: El clarín de la patria

 

No caben dudas que el momento que vive Venezuela es transcendental. Es definitorio del porvenir, es decisivo del presente y evoca al pasado por esas tantas luchas que libramos en la sangre de nuestros antepasados. Es un tiempo de tristezas, de amargas decepciones, de desamores, de hambre, de miseria, de oscuridad. Es un tiempo de dolores sin par.

Por Robert Gilles Redondo

Nuestro país se ha venido abajo. Ha colapsado. El abismo nos desbordó. La dictadura está decidida a todo, incluso al sacrificio final. Pero no el sacrificio de quienes merecidamente están acusados por la historia, sino el sacrificio de los inocentes, de aquellos anónimos que ahora en cuestión de segundos asumen nombre en las redes sociales. Y no asumen cualquier nombre. Asumen el nombre sobre todo nombre: VENEZUELA. Porque Venezuela somos todos, no es anónima. No es lo que se escribe en minúsculas, ni lo que se traduce en el amplio concepto del chavismo: el mal.

Venezuela es una tierra de montañas azules y verdes, coronada por el Mar Caribe. Venezuela son los andes de nieves eternas entronizadas en el Pico Bolívar. Venezuela es todo. Es la patria desangrada por la alfombra multicolor de Cruz Diez que despide los hijos que despavoridos huyen de la tragedia con la profecía ya escrita de su inexorable retorno. Venezuela es aquella que desde 1811 decidió ser libre y su libertad alcanzó hasta la altura gloriosa de Ayacucho. Es la tierra bendita del petróleo, ese extraño combustible que no entendimos ni nos entiende. Es la tierra que desde los Esteros del Camaguán hasta el Cajón del Arauca nos muestra la más fértil llanura. Venezuela es el sostén de ese cáliz bendito que nos acerca al cielo en la Gran Sabana. Nosotros, los venezolanos, contenemos en nuestra identidad la fuerza de las aguas del Padre Río, el Orinoco, la serenidad del Caroní, la sutil fragilidad de los Médanos, la bravura del mar con sus aguas azules y turquesas.

Nosotros los venezolanos somos muchos Miranda, muchos Bolívar, muchos aguerridos Páez. Somos esos Florentino que, nada menos, cantó con el diablo. Es decir, somos valientes, somos nobles, somos únicos, somos todo lo que VENEZUELA puede contener en sus nueve letras.

Venezuela se canta como “el bravo pueblo que el yugo lanzó” durante veinte años en su guerra de independencia, en sus doscientos años de vida republicana, en la jornada memorable del 23 de enero de 1958 que consagró para siempre a esa valiente generación del 28 a la que tanto debemos.

Venezuela no es la tierra a la que la sinrazón y el odio podrán doblegar. Eso lo dicen sus calles, la frente en alto de quienes no nos resignamos a perder para siempre lo que es nuestro, lo que es nuestra vida, lo que es nuestro todo.

Venezuela es la patria que no perecerá. Es la nación que ha asumido el reto de defenderse con piedras ante las armas, con paz ante el odio, con fe ante la oscurana, con el silencio de la verdad ante los gritos de la mentira, con la estoicidad ante el ultraje, con la historia frente a la opresión. Y con esa patria que no perecerá, que somos todos, que será libre, no podrán never more, never, como alguna vez sentenció Shakespeare, a modo de promesa, a modo de certeza.

Sin tener opción de rendirnos debemos tener fe ciega en lo que todos unidos podemos hacer a la hora de librar la batalla definitiva de nuestro destino porque el mal es una mínima expresión frente al bien más grande que significa el corazón de cada venezolano que ha decidido ser libre. No estamos en guerra, apenas libramos una de esas tantas batallas que antes hemos ganado y por las cuales nunca nos podemos rendir. El clarín de la patria llama, adelante.

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