Traumatología mínima del poder: La tiranía y el tirano en Platón Por Fedor Linares

Traumatología mínima del poder: La tiranía y el tirano en Platón Por Fedor Linares

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La tiranía, sostiene Platón, es la peor forma de gobierno y el tirano es el peor tipo de gobernante. La ciudad más desdichada es la ciudad bajo la tiranía y el alma más infeliz es el alma del hombre tiránico. El bien de la ciudad y el bien del tirano, piensa, son incompatibles entre sí. Entre ellos (el tirano y la ciudad) acaece una enemistad insuperable y una conmoción continua. La tiranía, para Platón, es la injusticia hecha gobierno y orden político bajo el trauma de la violencia.

La tiranía es la forma de gobierno en la que el poder se concentra en las manos de un sólo hombre (tirano) y se ejerce en función del propio interés. La tiranía no tiene como fin el bien común de la ciudad (Estado), sino el bienestar personal del tirano. Su interés particular está por encima del interés general de la sociedad y su voluntad por encima de la ley (Constitución). Al concentrar la mayor cantidad de poder en el menor número posible de individuos, se vuelve la forma más incontrolada y desequilibrada de ejercicio del poder y, al ponerse al servicio de la satisfacción de los intereses privados del tirano, se vuelve la más egoísta e inicua.





La tiranía, para Platón, es la peor forma de gobierno. La que mayor iniquidad produce y la que más aleja a la ciudad de su propio bien. La que mayores males genera y la que mayor injusticia introduce en el Estado. Es la forma de gobierno que lleva más conflicto, pobreza, corrupción y sufrimiento a la sociedad política. Es la más abusiva y arbitraria. Es la peor forma de sujeción, la sujeción bajo el yugo del egoísmo más inmoderado y menos dueño de sí. La tiranía, para Platón, es “la más dura y amarga esclavitud: la esclavitud bajo esclavos”.  

El tirano, para Platón, es el peor gobernante. El buen gobernante es a la ciudad lo que el buen médico es al cuerpo. El tirano, en cambio, es la antítesis del médico. El médico, para restablecer la salud del cuerpo, quita lo peor y deja lo mejor. El tirano, por lo contrario, para mantener y prolongar su dominio, hace lo opuesto: quita lo mejor y deja lo peor. “Depura” la ciudad de sus individuos más valiosos o capaces. Elimina a las personas de mayor provecho entre sus amigos y enemigos. En lugar de perfeccionar la ciudad, el tirano la corrompe y empeora. En lugar de mejorar a los ciudadanos, los hace más ruines y menos aptos.   

El buen gobernante es el primer guardián de la ciudad. El tirano, en cambio, es su principal amenaza: un “hombre lobo”. El tirano, para Platón, es una especie de lobo para su ciudad: un acosador y un asesino de sus hermanos. Un gobernante “que no perdona la sangre de su raza” y que injustamente “lleva a los hombres a los tribunales y se mancha destruyendo sus vidas”. Un gobernante que, para salvaguardar su dominio y privilegios, ataca su propia ciudad y destruye su propia familia. El tirano es un hombre que ya no se comporta de una manera humanamente reconocible entre los suyos, un hombre que ha perdido la impronta moral humana.

La ciudad bajo la tiranía, para Platón, es la ciudad más desdichada. Es la ciudad más pobre y la más conflictiva. El tirano somete la ciudad a la pobreza. Condena la ciudad a la pobreza material. Una ciudad forzada y entregada a la atención de sus urgencias materiales cotidianas es una ciudad que dispone de menos tiempo y oportunidad para conspirar en su contra. Una ciudad con menos recursos es una ciudad en la que sus rivales cuentan con menos poder para resistirle. El tirano condena, además, la ciudad a la pobreza humana y social. Una ciudad de hombres poco aptos y poco talentosos, poco honrados y poco ambiciosos es una ciudad más dócil y con rivales menos peligrosos. La ciudad bajo la tiranía es la ciudad más pobre y más incapaz.

El tirano, a juicio de Platón, somete igualmente la ciudad al conflicto y a la violencia. Con el propósito de que haya necesidad de un conductor severo y con la urgencia de encontrar un pretexto para perseguir a sus adversarios internos, fabrica o suscita conflictos externos. Con la intención de asegurar su dominio, somete la ciudad al conflicto interno: se hace hostil y persigue a aquellos de sus conciudadanos “que tienen temple de libertad” (los acusa de oligárquicos y de tramar asechanzas contra el pueblo). La ciudad bajo la tiranía, para Platón, es una ciudad en enemistad permanente y es la ciudad más llena de miedo y más perturbada.

El alma más infeliz, para Platón, es el alma del hombre tiránico. El alma del hombre tiránico es análoga a aquella del hombre borracho, apasionado o demente: un alma poseída por fuerzas irracionales; no por la razón. Es un alma sin mesura, sin ley, sin autocontrol. Es un alma que ha perdido el gobierno de sí misma; un alma esclava. Es, también, como el alma del hombre borracho, apasionado o demente, un alma que ha perdido el correcto sentido de la realidad y el trato apropiado con ella. Es un alma enferma y una víctima de sí misma. El alma del hombre tiránico, para Platón, es el alma menos virtuosa y menos feliz.    

El tirano, para Platón, es así mismo el hombre más solitario. Carece de verdadera amistad. Es déspota de unos o esclavo de otros. Está condenado a vivir entre hombres ruines y aduladores que le temen y lo odian. Está condenado a halagar a aquellos que desprecia y no quiere. Debe temer a sus enemigos; pero debe desconfiar aún más de sus aparentes amigos. Es un hombre encerrado en sí mismo. El tirano es un hombre escindido de la ciudad y encerrado en su propia guardia.  Es, de algún modo, un reo de los hombres que ha sometido a su total arbitrio. El tirano, para Platón, es, en el fondo, el hombre más solitario y desafortunado de la ciudad.

Dos destinos desdichados avizora Platón para el tirano: perecer en las manos de sus enemigos o convertirse en el asesino de sus hermanos. Muchos siglos después, Dante visualiza un tercero: el noveno infierno, el último círculo del abismo. El hombre que ha traicionado la ciudad, que la ha puesto enteramente a su servicio y la ha convertido en el medio de su perversa autoafirmación, el hombre que ha traicionado a los suyos e, incluso, a sí mismo, el peor ser humano, no puede sino merecer el peor destino de todos, el peor infierno.