Calígula: Que me odien, mientras me teman, por Angel Lombardi Boscán

Calígula: Que me odien, mientras me teman, por Angel Lombardi Boscán

 

 

Angel Lombardi Boscán @LOMBARDIBOSCAN

 

Para situar el contexto: Roma, la estructura geopolítica en el mundo antiguo europeo mediterráneo más impactante por la extensión de sus dominios y el legado cultural que heredó al mundo occidental, primero con el cristianismo, y luego a partir de 1492, imponiendo la primera globalización de la mano de Portugal y España.

No podemos entender a los romanos sin los etruscos, una especie de civilización perdida, y básicamente, por el esplendor de la Grecia antigua con sus más variopintos filósofos, poetas, artistas y guerreros. El espíritu occidental tiene la principal marca en la Grecia antigua.

Roma, duró 1000 años aproximadamente, primero tuvo su edad mitológica con Rómulo y Remo, luego fue Republica y finalmente Imperio. Julio César al pasar el río Rubicón ganó la guerra civil a Pompeyo y se hizo tirano acabando con la República y dando inicio al Imperio. Le sucedió Augusto, luego Tiberio hasta llegar a Calígula.

¿Quién fue Calígula? Según los indicios que hasta el presente nos han llegado: un canalla empedernido. Demente y degenerado, incluso esto último, de acuerdo a las costumbres de su tiempo, tal como nos lo relata el historiador Suetonio. Este Emperador echó al traste con el ideal del tirano bueno que mortificó en extensos debates a los socráticos como lo hizo Jenofonte en su obra “Hierón” y a Platón junto a sus reyes filósofos en “La Republica”. Aristóteles en su “Política” define al tirano cruel de ésta manera: “Nadie podría considerar feliz al que no participa en absoluto de la fortaleza, ni de la templanza, ni de la justicia, ni de la prudencia, sino que teme hasta las moscas que pasan volando junto a él, no se abstiene de los mayores crímenes para satisfacer su deseo de comer o de beber, sacrifica por un cuarto a sus más queridos amigos, y es además tan insensato y tan falso como un niño pequeño o un loco”. 

              Calígula, hijo de Germánico, emparentado por linaje con la descendencia de Augusto y Tiberio, asciende al poder a los veinticinco años de edad, con una muy grande popularidad. Supo ganarse el cariño del pueblo a través de espectáculos masivos en el Circo y la construcción de obras públicas; entendió de inmediato que la base de todo su poder era el control del ejército y no dudó de recompensar a sus soldados. El Senado era ya una instancia de gobierno subordinada a los caprichos del Emperador. Luego que consolidó su posición de poder se entregó a los excesos y ahí empezó su perdición. “Calígula mantuvo relaciones incestuosas con todas sus hermanas, y en plena comida ponía sucesivamente a cada una debajo de sí, mientras su mujer estaba encima”, nos dice un muy chismoso Suetonio.

“Un solo jefe haya, un solo Rey”, dice Homero en la “Ilíada”. Calígula empezó a desvariar cuando se asumió en divinidad abominable, incapaz de distinguir entre el bien y el mal, en creerse superior hasta del mismo Júpiter, máximo Dios del Olimpo pagano romano. En sus muchos desvaríos decidió azotar y castigar a las olas del mar en una batalla imaginaria contra el Dios Neptuno. Amante del hipismo, de las carreras de cuadrigas, designó a su caballo preferido, “Incitatus”, como senador construyéndole además unos establos de lujo a base del mármol más esplendido. En una oportunidad, estando en el Coliseo, fue abucheado por los asistentes, y furioso sostuvo: “Ojalá tuviesen todos juntos un solo cuello. ¡Lo cortaría de un solo tajo!”.

Su depravación se volvió ilimitada. Asesinando y persiguiendo a sus enemigos reales o sospechosos. Tampoco se vaya a pensar que era un hombre valiente, al contrario, sobran los testimonios de su cobardía. Apoyado, era un Dios abusivo y malvado; sólo y desvalido, una mente enferma aterrorizada.

Calígula empezó a vivir en un mundo de fantasías y sus caprichos cada vez se volvían más estrafalarios y excéntricos atentando contra el bienestar de sus dirigidos. El despilfarro dejó al tesoro exhausto y llevó a Calígula a castigar con rigor a los “culpables”. Creyó que cuanto peor se trata a los dirigidos, más lo honrarían, algo que sería un auténtico escándalo para Maquiavelo, el padre de la Ciencia Política y favorable a un poder ejercido como virtud. Calígula hacía lo que le daba la gana como gobernante porque impuso el miedo y el terror, además, llegó a derogar las más indispensables normas de gobierno colegiado para asumir una dictadura suicida. “¿Qué otra cosa podíamos hacer? Tenía al ejército consigo, y el poder de vida y muerte sobre nosotros, y hasta que alguien tuviese la suficiente audacia e inteligencia de conspirar con éxito contra su vida, lo único que podíamos hacer era seguirle la corriente y esperar lo mejor”, nos dice su tío Claudio en la mente de Robert Graves en la novela histórica: “Yo, Claudio” de 1934.

Casio, un jefe pretoriano de lo más cercano, cansado de los abusos y humillaciones que el mismo Calígula no paraba de infringirle a su persona a través de las burlas más denigrantes, decidió matarlo. Algunos hablaron de restituir la libertad y la República, otros, de salir del monstruo a secas sin medir las consecuencias del tiranicidio. El reinado “oprobioso” de Calígula (37-41 d.C.), fue muy breve. Leopold Von Ranke ha sostenido: “Es cierto que la moral de los antiguos consideraba como lícitos actos de ésta naturaleza. Los tiranicidas de la antigua Grecia fueron aclamados por la fama como los libertadores de su patria”.

Ahora bien: todo lo que hemos repetido aquí se ha recogido de una historiografía adversa a la memoria de Calígula, es decir, forma parte de una historia de testimonios subjetivos y parciales, como lo son todas las huellas históricas. Lo que es sintomático es que Calígula no gustó ni a sus contemporáneos y tampoco a los historiadores del futuro. Y es que la historia, o mejor dicho el pasado, terminan siendo una especie de ciencia oculta y una gramática del espectáculo desde lo escabroso y más farandulero, es decir, una literatura sostenida por la más versátil imaginación. Por otro lado, el mismo Calígula, un enfermo mental, y esto es bastante probable, nunca tuvo conciencia de la importancia de elaborar un recuerdo que le reivindicara en alguna faceta de su vida como gobernante romano, sí es que alguna vez la tuvo.

Hasta el mismo cine fue llevado el pervertido Calígula con la actuación de Malcolm McDowell en el año 1979, el mismo actor que hizo a otro desquiciado celebre dentro de la mitología cinematográfica en la anti utopía de Stanley Kubrick: “La Naranja Mecánica” (1971). Los fines de los productores italianos y británicos de la película “Calígula” no tuvieron nada que ver con la historia fidedigna del personaje (en realidad nadie lo sabe a ciencia cierta), sino con sus desvaríos sexuales, es decir, terminó siendo una película pornográfica barroca (los dos términos son redundantes) orientada al escándalo: la corte imperial como un gran burdel de lujo. El cine tiene la extraña virtud de recuperar desde las fotografías en movimiento un imaginario reinventado. Calígula ya no es Calígula sino el rostro imberbe lleno de sadismo de Malcolm McDowell, por lo menos, para quienes hayan visto la película.

Ya para uno es normal sospechar que lo poco o mucho que sabemos de Calígula es más ficción que otra cosa. La historia la inventó Herodoto, y de acuerdo a los eruditos M.I. Finley y Arnaldo Momigliano, ambos expertos en la historiografía griega antigua, sus contemporáneos le acusaron de ser el historiador más mentiroso de ese entonces. La fábula es más fuerte que la realidad. En fin, Calígula el monstruo ha reencarnado en otros monstruos, Hitler por ejemplo. El primero tiene una antigüedad de 2000 años mientras que el austriaco sólo 70. ¿Avanzó la humanidad? Seguramente, aunque de una forma muy dispareja y siendo recurrente al síntoma de un “malestar de la cultura” (Freud) sostenido en un afán irracional hacia la autodestrucción. Calígula, fue uno más, entre miles.

 

Dr. Angel Rafael Lombardi Boscán

Director del Centro de Estudios Históricos de LUZ

@LOMBARDIBOSCAN

 

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