Crónica de un editor en Revolución, por Juan Carlos Sosa Azpúrua

Crónica de un editor en Revolución, por Juan Carlos Sosa Azpúrua

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Ocurrió en el silencio. Durante la noche, cuando el fantasma se despierta y comienza el tic tac. Esta es la historia de Pedro, el editor que vive en Venezuela.

Me pidió que fuera cauto, así que narraré los hechos como si fueran cuento.





Pedro Méndez tiene esposa y cuatro hijos, ninguno drogadicto, todos estudiosos y decorosos.  Trabaja en una Editorial prestigiosa. Es un tipo exitoso. Durante quince años la suerte fue su aliada. Llegaba a casa, cenaba, veía un rato de televisión — a veces hasta su sexy mujer le rogaba por un quickie — y se iba a la cama dichoso, seguro de su vida, tranquilo con su consciencia. Sus días transcurrían en una rutina pétrea, que le daba solidez a su piso vital.

Se vanagloriaba de los autores que publicaba. Se involucraba en el  proceso completo de producción de sus obras. Desde la lectura del manuscrito, redacción de la carta de aprobación, la llamada con las buenas noticias, reuniones con el afortunado escritor, las correcciones; en fin, el ejercicio de ese fino arte que es la edición: la morfo sintaxis, la ortografía, la coherencia de los caracteres y los sucesos, idas y traídas de los cambios, peleas y reconciliaciones, el diseño de las páginas, la creación de la portada, el envío a la imprenta, la corrección de pruebas, la publicación del libro, la organización de los eventos de promoción, entrevistas, cócteles, viajes. Todo un mundo de acontecimientos que celebran el ingenio humano, la belleza de la creación literaria.

Pero algo cambió.

Pedro llega a su casa. Le sirven una sopa deliciosa, conversa con Junior sobre sus notas escolares y se retira a ver las noticias. Son las diez de la noche y se pone su pijama.

Agarra el cepillo de dientes y de repente sucede. Es su espejo. Un nuevo rostro está allí, no el suyo, es de otro. ¿Qué es esto? Se pregunta Pedro. La respuesta le viene en forma de tripas, que tiemblan. Todavía no lo entiende, pero esa noche no duerme.

Suena el despertador y ya está de pie. Se dirige a la oficina por la ruta de siempre, un camino que fue adquiriendo el rostro de la Revolución. Donde hubo aceras, hay torres de basura. Antes veía un gato, quizás un perro, deambulando por allí. Ahora no hay perros ni gatos, solo hombres y sus costillas, hurgando en los desechos. Quizás los desdichados encuentren un cartón de jugo con restos salvadores. A lo mejor les sonríe más la suerte y se sacan un trozo de carne mordisqueado.

Viene una luz roja. Frena. Debajo del semáforo, una india pide limosna con su hija en brazos. No sabe si es una niña o una muñeca. Podrían ser ambas. Es una niña que no se mueve. Si no está muerta, podría ser de trapo…

…verde. Avanza.

Sigue su trayecto hacia la Editorial. El puente, que construyeron hace escasos meses, muestra grietas en sus columnas; y su diseño es tan feo como las historias que lo justifican.

¿Por qué no puso gasolina ayer? Por tonto se tiene que calar esa cola. Son diez carros delante, hay una sola fila y la máquina está dispensando un octanaje inferior al que usa su vehículo. Pero la cosa no está para exigencias. Quién le manda a esperar a que el tanque estuviera casi seco. Mientras aguarda su turno, gira la cabeza como la chica del Exorcista. Parece seguro el perímetro. Saca el celular para avisar que llegará tarde. No hay señal. Le dan ganas de hacer pipí. Tiene tiempo. Sale del auto y pregunta por el baño.

El empleado no le contesta. Al parecer, está muy ocupado intercambiando opiniones con su compañero acerca del culito que entró en la tienda… este tercio es todo un catador de la anatomía humana.

No se altera. Decide encontrar el baño sin ayuda de nadie. Debe ser esa puerta. La abre. Y enseguida la vuelve a cerrar. Entrar es el riesgo de no salir. Pocos olores son tan parecidos a la muerte.

Regresa al auto, ahora solo faltan ocho. Algo ocurre. No avanzan. Una mujer está gritando, en un breaking point mental con potencial homicida. Baja el vidrio. Los gritos se los lleva el viento. Nadie reacciona. La noticia es un caliche. No hay más. Ni de 95 ni de 91.

Pedro respira, piensa en su mujer. Hace mucho que no le pide quickies.

¿Le alcanza para llegar a la oficina? No tiene opción, no hay más gasolineras en esa dirección. Apaga el aire acondicionado para ahorrar.

El calor es sofocante, en especial por los humos que escupen los motorizados, esos mosquitos venenosos que son los emperadores de las calles. Hacerles cualquier gesto es una acción suicida.

Maniobrando, para no colisionar con una de las infinitas motos que vuelan por todas partes, a Pedro se le viene encima un hueco —el agujero negro de donde surgió el Universo estelar— pero lo esquiva. Si sus reflejos no fueran tan buenos, hoy estaría llorando por la desintegración de su tren delantero, o quizás viviría en otra dimensión espacio-temporal; conociendo a Cleopatra o a los cavernícolas.

La avenida fluye. Antes a esta hora la Rómulo Gallegos solía ser como un estacionamiento. Pero se acabó el raspao de cupos. Cadivi es una memoria de aire. Tiempos que no volverán. Ahora hay que vender un riñón para conseguir repuestos. Un choquecito, alguna bobería en el motor, es decirle adiós al mundo automotor. Los carros se han ido borrando del paisaje, y no solo porque pagar un taller sea  como vivir en Mónaco. También se ha borrado la gente. Millones ya no están, y eso se refleja en el tráfico. Caracas perdió su cuerpo. Hoy es humo y recuerdos.

Pedro se alegra. Aún es dueño de su carro. Y no como el pobre de Luis. La vida no es justa. Allí está el gran Luis. Ayer era el player del departamento de ventas. Pero hace como un año vendió su Twingo y tiene que andar en Metro.  ¿Y es que esa vaina se puede llamar Metro? Los cuentos de Luis son de terror.  El martes llegó a la oficina sin zapatos. Se los robaron en la Estación Dos Caminos. La semana pasada vio a un tipo meando en la papelera y el viernes no fue a la oficina porque los trenes estaban dañados y el único carrito por puesto que pasa por su ruta fue secuestrado por unos encapuchados, que dejaron a los pasajeros desnudos y botados en Turgua. ¿Pagar un taxi? Vaya chiste.  Hace meses que Luis está más flaco. Al principio le lucía, había adquirido cierto aire de galán. Pero la cosa no paró allí. Los kilos siguieron emigrando, hasta dejarlo hecho un fideo. Sí, adivinaron. Un sueldo de gerente le brinda platillos deprimentes.

Por fin, el edificio de la Editorial.  Ya no hay vigilante. La caseta está de adorno, mientras se desintegra naturalmente. Después de cinco atracos a mano armada y cuatro robos nocturnos, la empresa tomó la sabia decisión de ahorrarse esos reales.  

Aparca su auto en el puesto reservado para él. El cartel de Director editorial es un grafiti, pintado por algún admirador de los falos poderosos y el verbo creativo.

El ascensor lleva tiempo descansando en el piso tres. Hace cuatro meses, en uno de los típicos apagones,  allí quedó la cosa.  Y la escalera le dice a Pedro que los años no pasan en vano. Sus piernas le pesan, y apenas si respira.

Pasándose un pañuelo por la frente, saluda a Judsaidis. Soplándose las uñas, su secretaria le informa que Sergio, el autor de Un país que mataron, le ha llamado como veinte veces.  ¿Cómo devolver esa llamada?

Resulta que Sergio es un buen escritor. Tiene varias obras elogiadas por la crítica y agotadas en las librerías.  Antier, el mismo Pedro le informó a Sergio que el manuscrito de su nueva novela ya estaba en imprenta, y en junio sería su lanzamiento a la prensa. Lógicamente, Sergio estaba feliz y fue cándido con Pedro. Al recibir la buena nueva, le confesó que la Editorial que le había publicado sus libros anteriores, no se había atrevido a publicar Un país que mataron, porque seamos sinceros… ¿no es sabroso que te aprueben dólares a diez, cuando en el mercado negro se cotiza a cien? ¿Vale la pena arriesgar ese lomito con un escritor políticamente incómodo?

El orgulloso Pedro le aseguró a Sergio que la suya era una Editorial distinta. Aquí no pasan esas cosas, lo nuestro es la literatura, y si es buena, no hay censor que pueda con ella. Pero eso fue hace dos días, antes que Pedro recibiera el email del gerente de España. El catalán fue categórico. No solo se cancelaba la publicación de Sergio. Toda la división de Narrativa  sería cerrada definitivamente. A partir de esta misma semana, La Editorial se dedicaría exclusivamente a los libros escolares — de esos que tienen a Chávez vestido de Libertador— y a publicar el Almanaque Mundial.  

Quince años de su vida llegaban a su fin. Y para cerrarlos con broche de oro, le tocaba llamar al escritor y darle la gran noticia. Menos mal que Sergio tenía la piel gruesa. Su novela en algún momento vería el sol. Quizás no en junio, pero lo haría.  

Pedro se armó de valor y escribió una carta tan penosa como hermosa. También llamó y se disculpó. Elogió a Sergio y le confesó la verdad. La respuesta le bajó la angustia. El autor se lo esperaba. Meses después, Un país que mataron sería un éxito. Pero eso le pasó a Sergio, que hizo como James Joyce con Ulises y se pagó su propia publicación.

Nuestro personaje no corrió con la misma suerte, a Pedro Méndez lo visitan los fantasmas.

… Se observa en el espejo. Aprieta el cepillo de dientes. Con la otra mano se estira el ojo. ¿A dónde se fue su luz?  

Se acuesta, pero es inútil. Tic tac, tic tac

…Se desayuna. El huevo le sabe igual que la vida, a nada y frito.

Besa a su esposa. Se monta en su carro y arranca rumbo la oficina…

 

@jcsosazpurua