Raúl Castro se va sin resolver nada

Raúl Castro se va sin resolver nada

Cuban President Raul Castro waves as he arrives to attend the fifth summit of the Community of Latin American and Caribbean States (CELAC), at the Barcelo Bavaro Convention Center in Bavaro, Dominican Republic, on January 24, 2017. / AFP PHOTO / FEDERICO PARRA
Raúl Castro / AFP PHOTO / FEDERICO PARRA

 

El volumen de asuntos pendientes que dejará al sucesor supera con creces el de los fondos que dejará en las arcas de la nación

Por Miriam Celaya en 14Ymedio (Cuba)





Cuando el pasado 21 de diciembre el general-presidente, Raúl Castro, anunció la prórroga de su mandato por 55 días más de lo previsto, pocos creyeron en el pueril pretexto esgrimido para tal decisión: las alteraciones provocadas por el paso del huracán Irma el calendario de nominación de los delegados municipales.

Una de las teorías que circuló de inmediato como motivo del retraso fue el desacuerdo en la cúpula del poder entre dos supuestas tendencias: una reformista (los llamados “raulistas”), que pretende dar cierto impulso tanto al sector privado como a las empresas y cooperativas estatales; y una tendencia conservadora (los “fidelistas”), representada por los sectores más retrógrados de la dirigencia, que se opondría a dichas aperturas por considerarlas un peligro para la supervivencia de la Revolución. Estos últimos apuestan por mantener el centralismo, aumentar los controles y atrincherarse en la ortodoxia ideológica propia de los tiempos de la Guerra Fría.

Algunos analistas sostienen que el enfrentamiento entre ambas tendencias es el que ha propiciado los avances y retrocesos de las limitadas aperturas al eufemísticamente llamado trabajo por cuenta propia (sector privado), cuyo freno y actual depresión parece indicar un eventual predominio de la tendencia más conservadora en el poder.

Sin embargo, un análisis más objetivo de la realidad cubana basado en la experiencia de la última década, desde que Raúl Castro asumió el poder, evidencia que, en todo caso, la pugna se ha estado produciendo entre dos tendencias igualmente conservadoras, solo que con diferentes grados de obcecación, pero cuyo objetivo final común es la preservación del estatus quo que garantiza la retención del poder en una elite de ungidos que las incluye a las dos.

En consecuencia, no es que exista en la clase política cubana –esa casta socialmente diferenciada y privilegiada– un sector encabezado por Raúl Castro con verdadera vocación reformista y con voluntad de cambios profundos. Quienes así lo entiendan olvidan la posición estratégica que ocupó el actual presidente durante los 47 años de Gobierno de su hermano y mentor.

Lo que a todas luces sí parece existir es un segmento más reaccionario que otro dentro de la misma casta de ungidos cuyo interés común –la conservación de su poder político y económico– parece ser mucho más fuerte que sus diferencias, más allá de que existan luchas intestinas por el reparto de las tajadas de ese poder, antes unipersonal, que ya muestra claros signos de fraccionamiento.

Las diferencias están más que en los fines en los métodos a utilizar para prolongar hasta donde sea posible la mayor cuota de poder de una elite donde los más lúcidos entienden que los cambios que urge implementar en Cuba tienen la doble condición de ser, a la vez que la única posibilidad de paliar y eventualmente remontar la crisis económica, el catalizador que aceleraría el desmoronamiento del mal llamado “socialismo cubano”. Conviene recordar en este punto aquella frase nada casual del general-presidente con la que manifestó que él no fue puesto en su cargo “para destruir la Revolución”.

Es probable que, independientemente de su posición como “reformistas” o como “estalinistas” en el siempre ignoto tablero político de la Isla, ambos posicionamientos privilegien la búsqueda de pactos antes que una ruptura que podría acabar barriendo con todos, en especial con “los históricos” de la gerontocracia octogenaria, responsables directos de todos los descalabros de los últimos 60 años. En tal caso, el equilibrio pactado entre esos dos sectores de la misma casta sería lo que ha impedido el avance de las medidas pseudoaperturistas introducidas por Raúl Castro en la primera mitad de su mandato, entre 2008 y 2013.

Quienes años atrás apostaban por el supuesto espíritu pragmático y a la pretendida capacidad organizadora de Raúl Castro para al menos aspirar a avances económicos en Cuba se han quedado con dos palmos de narices: la crisis general no ha hecho sino profundizarse, mientras la grieta que separa a Gobierno y gobernados es cada día mayor.

Lo más paradójico en este caso es que –a pesar de su sombrío pasado– si el general-presidente hubiese tenido un mínimo de audacia e independencia podría haberse erigido como facilitador de una transición pacífica y ordenada hacia la democracia en Cuba. Para ello contó con cartas tan favorables como las ansias de cambios en la inmensa mayoría de los cubanos, la voluntad de diálogo y distensión del Gobierno estadounidense de Barack Obama y el acercamiento de la Unión Europea. Sin embargo, eligió mantener una posición de subordinación ante la sombra oscura de su hermano y de todos los elementos que sabotearon sus propuestas.

En consecuencia, si de algo ha hecho gala el benjamín verde olivo en todos estos años de oportunidades perdidas ha sido de su mediocridad e inseguridades a la hora de asir el timón, así como de su cobardía para asumir el reto. Ese es el auténtico legado que dejará para la Historia.

Ahora bien, sin ánimo de establecer un juicio absoluto, resulta bastante improbable que en los 80 días que restan al Gobierno de Raúl Castro –al menos en su etapa visible al frente del poder– y ya comprobada la ineficacia de su mandato, el presidente saliente nos sorprenda con alguna solución que no haya propuesto en los diez años anteriores, tan torpemente dilapidados.

El volumen de asuntos pendientes que dejará al sucesor –unificación monetaria, reforma de la Ley electoral, reformas económicas, eliminación de la cartilla de racionamiento, incremento de las inversiones extranjeras, o la simple promesa de un vaso de leche diario para cada cubano, entre muchas más– supera con creces el de los fondos que dejará en las arcas de la nación cuando finalmente haga entrega simbólica de la silla presidencial.

Es posible que los 55 días de moratoria “raulista”, desde el 24 de febrero hasta el 19 de abril, se relacionen más con el acomodo de las fichas de una sucesión indudablemente difícil que con alguna propuesta estratégica para el futuro Gobierno, la cual –se supone– ya está trazada en los Lineamientos del Partido y garantizará continuidad del legado castrista hasta 2030. Al menos en el plano jurídico.

De mantenerse la más pura tradición dictatorial –y hasta ahora no existen motivos para suponer que eso no vaya a ocurrir– es muy posible que cuando el 19 de abril los 605 parlamentarios voten por el que figurará como mandatario de 11 millones de cubanos, éste “pedirá permiso” a la Asamblea para mantener al anciano general como asesor permanente del “nuevo” Gobierno; un contrato pernicioso y vitalicio no escrito ni reconocido en la Constitución ni en la Ley electoral pero que legitimaría de hecho la prolongación de la dictadura desde las sombras de un simulado retiro.

Para los que hemos vivido las casi seis décadas de castrismo, abril no traerá muchas sorpresas, pero no quedan dudas de que la salida del general-presidente proyecta sobre la Isla una cierta e inexplicable sensación de alivio dentro de la oposición. No porque el nuevo mandatario signifique una promesa de prosperidad y bienaventuranza, sino porque la estirpe de los Castro ha marcado un signo nefasto en el ánimo de los cubanos. Muchos queremos pensar que la era de la dictadura más oscura y larga se va desdibujando y que en tiempos venideros continuará cayendo. Hasta su fin.