El madurismo y las constituciones carismáticas, por @MichVielleville

La fortaleza de un sistema democrático se mide en la capacidad que tienen las instituciones para hacer cumplir la norma y el derecho, y para establecer los patrones de conducta fundamentales, que hacen posible alcanzar el orden y la obediencia política. Esto es así, principalmente, porque sólo cuando el principio de autoridad dentro del sistema político se encuentra supeditado al respeto a las leyes, antes que a la voluntad de los hombres, entonces, se puede hablar de calidad y de estabilidad institucional.

Sin embargo, en la dinámica política de algunos países la tendencia también ha ido contra la corriente.  Especialmente en América Latina, donde el desarrollo de modelos políticos de corte populista y autoritaria se han convertido en una constante,  y en el reflejo de la debilidad institucional, como una consecuencia directa de la falta de una cultura política democrática verdaderamente arraigada.

Justamente, para esta clase de gobiernos la ley y la voluntad del gobernante se han fusionado en un mismo cuerpo; porque a las estructuras institucionales deliberadamente se les ha restado competencias a través de la propia manipulación de la ingeniería constitucional, para limitar sus atribuciones, y para que no puedan así fungir como instrumentos de control y contrapeso democrático. Y en su lugar, se le ha concedido un poder irracional, en sobremanera, a los atributos de la persona que dirige, destacando paradójicamente su carisma como fuente de su propia legitimidad.





Al respecto, la realidad política venezolana desde hace algunos años ha sido presa de ese estilo de ejercicio del poder. La fragilidad institucional se ha convertido en el principal elemento que ha servido para potenciar la preservación de una clase política, que se apoya en la ausencia de controles democráticos, para incrementar la presencia del control político e ideológico sobre los ciudadanos. Sin embargo, Nicolás Maduro representa un caso paradójico, puesto que, no cuenta con el atributo del carisma que su predecesor si supo utilizar; y el nivel de rechazo de la sociedad hacia su persona y sus “melindres” es un elemento que sigue forzando más los cuestionamientos a su “liderazgo” y a su gobierno; abiertamente desconocido por la comunidad internacional.

El gobierno de Nicolás Maduro es uno de los más destacados casos de patologías políticas en las sociedades contemporáneas. Básicamente se trata de un modelo de dominación que incrementa su poderío en medio de la peor crisis económica registrada en la historia de la República, sin los mecanismos de reequilibramiento internos que utilizó en otro tiempo la fuerza política que representa.

La fragmentación a lo interno del oficialismo, expresada en las corrientes emergentes del chavismo “no madurista” y el madurismo “no chavista”, refleja el nivel de descontento que recorre a lo interno del gobierno, ante la falta de un liderazgo y la diferencia de criterios por la responsabilidades de la crisis; un elemento que al final de la temporada pudiese forzar un proceso de cambio político definitivo. Por tales motivos, el mayor peligro que plantea el madurismo a la sociedad venezolana, se reduce en su forzada, e inconsistente, persistencia en el poder; responsable de la corrupción, el hambre y la crisis humanitaria, que se expande en el trascurso de los días,  y sigue condenando a millones de ciudadanos a una mayor dosis de pobreza y de inestabilidad en el porvenir.