William Anseume: Quien sufre por su salario mínimo y su bonito

Raimundo Quesada despachaba refresco y dulcitos, cachitos, en un pueblo olvidado, como todos los que les toca administrar a  este régimen. Era empleado de la panadería triste del pueblo. Raimundo Quesada ganaba sueldo mínimo y un bono de alimentación, pagado vía cesta ticket. A Raimundo Quesada le costaba llegar a su trabajo. No sólo por las penas que lo agobiaban, que le pesaban en el ritmo de su andar lento, para no malgastar entonces energías difíciles de reponer. Raimundo Quesada arrastraba con tósigo sus piernas y los roídos zapatos para llegar a pie, sudado, resudado (porque nunca hay agua)  después de subir la cuesta que le costaba subir a diario. Le resultaba incómodo dejar los niños roñosos, a sabiendas que no comerían nada hasta que volviera, si algo conseguía entre los desperdicios dejados por los clientes, cuando le tocaba deponer la basura.

Raimundo Quesada percibía al mes una remuneración que apenas alcanzaba para cubrir un mísero desayuno (3 mil decía él), similar al que se meten apresurados, diariamente, los altos rangos de la Fuerza Armada que “cuidan” la autopista y comparten las sobras de los saqueos del día anterior con quienes las venden y les traen el efectivo, que así consiguen para pagar su mercancía. Raimundo Quesada pensaba en saquear los camiones de alimentos que transitaban y paraban porque la Fuerza Armada los para para tener su logro, en billetes vendibles, en alimentos usables y vendibles. A Raimundo Quesada no le gustaba saquear, porque según él saquear era robar. Además era una exposición vulnerable de su ser, que debía estar dispuesto para proteger a su familia hambrienta, sedienta. Algún día debe arreglarse esto. Algún día volverá la normalidad, pensaba Raimundo. Pensaba más en qué invertir el bono de alimentación antes de que se le desgastara en las manos: “A ver, dos mil, qué hago con dos mil, un refresco para la sed, pero es por mes; una galleta, un dulce para Ana, y ya”.





De vez en cuando se comía algo escondido en la panadería, si no se lo descontaban y se acababa el cobro, se acababa el vale que pedía para prolongar su angustia, día, a día, para terminar como siempre cobrando nada por su esfuerzo. A veces se  preguntaba: ¿Por qué no estudié? Pero se daba cuenta que el bachiller también debía saquear y exponerse para comprarse unos zapatos y una franela, y también el licenciado. Se percataba que a más de un profesional habían matado por salirse de lo “normal”, por aliarse a las bandas, de ladrones, de saqueadores, del secuestro, del sicariato, del narco, de lo que da para vivir realmente. Pensaba a diario en la cerveza, en el sorbo antiguo del anís, de la caña, ya ni el recuerdo, del licor reponedor.

Raimundo Quesada se había planteado irse del país, su mujer se lo reclamaba a diario: todos se han ido, y ponía nombres y Raimundo recordaba: “Estelita se fue y abandonó a sus hijos, ahora manda dólares y van bien vestidos y comen a diario, aunque agua no les llega y pagan el camión de agua y hasta toman agua mineral”. ¿Irse? Pasaporte, autobús, avión ni pensar, los muchachos, la mujer, la madre misma, las querencias, la casa hecha a mano, entre ladrillo y bahareque, la historia propia. Qué va. Esto se tiene que arreglar. Estos bichos se deben ir con su carné de la patria al carajo, con su bonitos al carajo, con sus bolsitas alimentarias de la salvación al carajo, con el hambre al carajo, con sus embustes al carajo.

Conocí muy bien a Raimundo Quesada, quien ya no come queso, quien ya no come, y pienso en los aumentos y ascensos a la Fuerza Armada, en los tiros de los saqueos, en la muerte de los muchachos, a diario, pienso en Maduro y los insultos que no le llegan, en la falta de agua, de atención médica, de medicinas, en el paro de profesores, de enfermeras, de maestros y médicos, en el transporte que antes pasaba y no pasa. Pienso que la lucha es diaria y no debe detenerse hasta hacerlos correr de allí al lugar que les espera, cuanto antes. La lucha es sin desmayo alguno.

[email protected]