Qué es populismo (catecismo para los idiotas), por Leocenis García

Qué es populismo (catecismo para los idiotas), por Leocenis García

Alguien hace poco me llamó populista en redes sociales. Quise ver, cuáles eran sus argumentos. Palabras más, palabras menos, para esta persona yo era populista porque besaba ancianos, cargaba niños, tomaba cerveza y caminaba en barrios de Caracas, la capital de mi país.

Por supuesto populismo no tiene nada que ver con eso.





El populismo aprovecha los supuestos derechos y el poder de las personas en su lucha contra una élite que ellos creen privilegiada. La derecha y sus populistas dicen que esa elite son los inmigrantes que le roban empleos. Y la izquierda pone el enemigo dentro y dice que es la oligarquía o a clase media.

El populismo representa una desgracia para cualquier país caído en sus manos. Genera expectativas, y éstas después no se corresponden con la realidad. El populismo destruye el futuro porque gasta ahorros, como un borracho en una taberna con dos bellas mujeres rubias en cada pierna. El populismo destruye las infraestructuras que ayudan a crear un ambiente de prosperidad, y peor aún, corrompe el principal activo de una sociedad: su gente. El populista se enfrenta al médico, al libre mercado y desde las redes clientelares incita al país a sumergirse en el despilfarro, el gasto, el monetarismo de crear dinero inorgánico, los controles; es decir, todo aquello que tarde o temprano provocará que el mismísimo corazón de la economía estalle en mil pedazos. El populismo arruina las naciones, una vez que termina la lujuria.

Hay quienes piensan que en la política y asuntos de Estado no debería decidir la razón, sino el sentimiento (y los instintos). Si se trata de establecer qué hacer para crear un nuevo aeropuerto, en general se discuten los criterios racionales. En cambio, apenas se llega a la discusión, al punto en que hay que decidir si el aeropuerto debe ser gestionado por privados o por el Estado, la razón ya no vale, y lo que debe decidir es la pasión, la ideología, en una palabra: La irracionalidad.

Todo cuanto el hombre es, y en consecuencia lo eleva por encima del animal, lo debe a la razón. ¿Por qué, entonces, precisamente en la política, debería renunciar al uso de la razón y confiarse a sentimientos e instintos oscuros y confusos? Conté en Rebelde con Causa- mi primer libro-, el caso de un caso de un amigo maracucho (dícese coloquialmente de quien nace en Maracaibo) que sufría del corazón, entrenado en comer hamburguesas con salsa, chicharrones, cocada, carne y abundante aceite. Para mí viendo su enorme abdomen, mientras devoraba como un dinosaurio la caja de papas fritas y emparedados de Mc Donald´s, era claro que él estaba empeorando su enfermedad. Si un enfermo desea una comida rica en colesterol, que le perjudica y el médico le advierte del peligro que corre, nadie sería tan loco como paradecir: ‹‹El médico no quiere el bien de este pobre maracucho y su enorme panza, de otro modo no le prohibirá disfrutar de esa rica comilona››.

Cualquiera, en cambio, comprendería que ese médico aconseja al enfermo renunciar al placer de esa comida que le perjudica, precisamente para evitarle problemas, que pudieran llevarlo hasta las mismas puertas del sepulcro. La analogía que he planteado, es hoy el eterno enfrentamiento entre las medidas de ajuste, recetas, tratamiento económico de quienes somos liberales en lo económico y las propuestas ‹‹suculentas››, demagógicas de los populistas del mundo: Gasto, control, protección

Con los días duros, surge la estampida. Solo el gobierno de Hugo Chávez, desde 1998 hasta el año 2012, provocó el éxodo de un millón de personas. Y así estos venezolanos dejaron que la historia de su país la escribieran otros. El remedio ante el populismo, es el liberalismo, que desaconseja las medidas demagógicas.

Pero como le sucede al médico que el paciente cuestiona, al liberalismo se le acusa de enemigo del pueblo. Se aplaude al populista que, ocultando las consecuencias negativas de su intervencionismo aconseja las medidas ‹‹populares›› porque aparentemente ofrecen una utilidad momentánea.

Bajo esta clase de patrañas el populismo se convierte en la política que destruye capital. Aconseja aumentar la dotación del presente a expensas del futuro. Es exactamente lo que sucede en el caso del amigo maracucho del cual hablamos. Su consumo mayor en el presente de chicharrones, mayonesa y hamburguesas se correspondía al empeoramiento de las condiciones en el futuro. Los liberales buscamos acabar con la pobreza con las medidas correctas. En cambio, el populismo no tiene como objeto el ciudadano ni su prosperidad sino el mantenimiento en el poder del caudillo.

El populismo no está interesado en la libertad económica de la gente, sino en que el caudillo se mantenga en el poder, aún cuando para mantenerse en el poder, deban acabar con el país, como Alexis Tsipras en Grecia en 2014 o el chavismo en Venezuela. Un populista es un hechicero, un charlatán empeñado en confundir la política en el Sermón de la Montaña.

Los problemas de un mundo globalizado, donde los llamados estados nacionales son cada vez más dependientes de ese fenómeno, es que no se pueden proponer para los problemas de economía, conjuros caribeños.

El anuncio del reino de una sociedad donde los que trabajan deben financiar a los que no trabajan, es demagogia . Quienes trabajan llegan a sentir que no pueden tener ‹‹excedentes›› porque eso es un pecado que debe ser castigado con más impuestos, y el que no trabaja se entera, que puede vivir sin trabajo porque otros lo harán por él, le financiarán casa, educación a través del Estado Robin Hood. Una sociedad así es una barbarie, una prédica al retraso, al caos y la miseria. Robin Hood, como todos lo que hemos leído la historia sabemos, aunque diera a los pobres, era un ladrón. Un pandillero.