Hugo Bravo: Fundamentos éticos de la cooperación social

Hugo Bravo: Fundamentos éticos de la cooperación social

Hugo Bravo J.
Twitter @hbravoj

Desde los tiempos más antiguos los hombres viven en sociedad. De las diversas formas de organización social a lo largo de los siglos, el vivir juntos ha demostrado ser bueno para todos, y por eso la sociedad es una constante de la existencia humana. De la misma manera, la división del trabajo y el intercambio de bienes producidos por cada individuo ha demostrado ser ventajoso para todos, desde bienes necesarios para la alimentación y la vivienda, pasando por los bienes culturales y religiosos, hasta la administración de justicia, la custodia del orden y de la paz propios de la sociedad políticamente organizada.

La división del trabajo permite que cada persona pueda ocuparse de aquello para lo que se considera mejor preparado y, por ende, para lo que tiene elevadas condiciones de productividad -mayor cantidad y mejor calidad por espacio de tiempo-, de manera que pueda producir un valor agregado a la sociedad y de ahí crear la riqueza que pueda convertir en los otros bienes y servicios que necesita para vivir dignamente y progresar en todos los ámbitos del acontecer humano: profesional, económico, cultural, religiosos, etc.

Es pertinente resaltar que la producción de valor y la creación de riqueza no se limita a los bienes de consumo en el orden material, el mismo efecto multiplicador se produce en los demás ámbitos. De ahí que la cooperación social permita el progreso de las ciencias, las humanidades, de la cultura, etc. El profesor universitario, por ejemplo, debe estar en condiciones de ofrecer un producto o servicio -lecciones universitarias, investigación académica- a cambio de los cuales recibe recursos para obtener todo lo demás que necesita -alimentos, vivienda, instrumentos de trabajo, etc.-, de modo que pueda dedicar a su actividad principal la mayor parte de su tiempo y energías, lo cual no sería posible si tuviese que elaborar él mismo el pan que come, coser la ropa con la que se viste, fabricar el papel en el que escribe y así un sinfín de cosas.





Todo este sistema de cooperación, del cual depende el bien de cada uno y de todos, descansa sobre dos grandes presupuestos; por un lado que se respeta la dignidad de la persona y la propiedad privada, existe el Estado de derecho, respeto a las instituciones y libertad económica; y por el otro, foco de este artículo, que cuando las personas cooperan socialmente son, mientras no se demuestre lo contrario, honestos y dignos de confianza, presentan con honradez sus productos y servicios, y actúan libremente de buena fe, sin dolo ni fraude. En resumen, son honrados y por eso gozan de buena fama. Por lo cual, quien traiciona esta confianza es “castigado” de algún modo, ya sea con la pena impuesta por quienes administran justicia o porque sus conciudadanos no compran los productos ni requieren los servicios de la persona o institución considerada no fiable u honrada.

En este sentido, otro aspecto fundamental de la cooperación social es que las personas, empresas e instituciones que producen los mismos bienes o servicios deben competir libremente. La competencia es un fenómeno positivo en sí mismo, porque tiende a evitar situaciones de monopolio y con ello, tiende a garantizar la calidad y el precio justo de la producción -que no es otro que el acordado libremente entre las partes-, así como la oferta de mejores y más económicos bienes y servicios en todos los sectores, incluyendo ámbitos como la investigación científica y la difusión de la cultura. La ausencia de una genuina competencia daría lugar, en el mejor de los casos, a un insostenible derroche de recursos humanos y económicos, peor aún, podría devenir en fenómenos aún más graves, esto es por lo general, partiendo de una paulatina pérdida de libertad económica (controles de cambio, de precios, etc.) llegar hasta la severa pérdida de la libertad política propio de regímenes totalitarios. Y, aunado a esto, como podemos ver en el día a día en nuestro país, hacerse común la falta de honradez, la calumnia y la difamación, las cuales se presentan como un arma barata, gravemente inmoral, para destruir a las personas o las instituciones competidoras -consideradas “enemigas”- para alcanzar intereses de tipo político, ideológico y económico.
Considerando lo dicho hasta ahora, podemos comprender que la reputación o fama desempeña un papel de primer orden en nuestro sistema de organización social y en todos sus sectores: la buena o la mala reputación son igualmente importante para el obrero, el empresario o el comerciante, para el juez, el artista, el político, el sacerdote, etc. porque en todos estos casos se desempeñan funciones -para los demás- que los demás aceptarán solo si las ejercen personas que no tienen mala reputación, lo cual presupone -como aspecto crítico- que hay múltiples opciones.

Por esta razón se hace evidente, por una parte, que la fama es un bien de gran importancia social, por lo cual debemos estar conscientes que la difamación, es decir la destrucción de la buena reputación de los demás, tiene o al menos debería tener, consecuencias gravísimas. La misma puede excluir de la cooperación social a la víctima, arruinándola psicológica y económicamente, por lo cual, si la difamación consiste en la atribución de un delito, puede tener consecuencias penales graves. Por lo tanto, es importante señalar que en términos generales la lesión de la fama de las personas y de las instituciones, más o menos justificada, es siempre cuestión de gran importancia, que solo la desconsideración o la superficialidad podría minusvalorar.

Ahondando en el tema, es fundamental aclarar que la difamación es una forma de injusticia que consiste en dañar la opinión o estima que el ambiente social tiene de una persona. Situación que nos debería causar estupor, dado que afecta la dignidad humana y por ende el bien del individuo, pero que lamentablemente se le da una importancia moral secundaria; ya sea porque hay ámbitos donde “parece” que es normal entre adversarios o porque “proporciona” réditos promoverla, como en el caso de la política y la industria del espectáculo respectivamente, por dar un par de ejemplos; o peor aún, ya sea porque lamentablemente nos hemos acostumbrado a la difamación en nuestro día a día, al hacer un uso superficial y apresurado del lenguaje, en el contexto de una conversación entre la familia o amigos; cuando no se le ve como parte de la libertad de expresión o del deber de informar.

En todo caso, la difamación es un problema bastante complejo que incluye de distinta manera bienes de primera importancia como el honor y la fama, la verdad, el bien y el derecho a la información, en los cuales están implicados el lenguaje y los medios de comunicación. Por lo cual, es importante tener presente que la comunicación no es el simple intercambio de noticias e informaciones, sino una dimensión esencial de la realización de la persona, que mira a la colaboración, el intercambio recíproco y la participación en lo común, como una participación profunda en la que se da y se recibe. Lo que presupone el reconocimiento y, la afirmación del valor y de la dignidad de la persona; de que los hombres son, antes y por encima de lo que tienen.

Ya lo decía Aristóteles, y lo hemos reiterado al principio de este artículo, el hombre es un ser social, de ahí su carácter esencialmente comunicativo, su necesaria vida de relación y el hecho de que para el hombre vivir signifique encontrar y encontrarse. Por lo que es muy importante tener presente que la palabra es un valor y una responsabilidad de la libertad, ya que el significado de la palabra puede envilecerse. El hombre puede convertirla en instrumento del odio y de la mentira, palabra que daña, palabra que divide, palabra que hace sufrir, palabra que mata.

Por esta razón es importante considerar que la ética del lenguaje va más allá de lo verdadero y lo falso, ya que no solo distingue la palabra verdadera de la mentirosa. Esta ética distingue la palabra que da vida -enaltece la dignidad humana- de la que causa la muerte –la menoscaba-, la palabra que une y la palabra que divide, la palabra que ayuda y la palabra que hace sufrir, la palabra que respeta la dignidad del otro y la palabra que ofende, la palabra que hace bien y la palabra que perjudica. Por esta razón, debemos considerar que los bienes humanos que están implicados en el lenguaje ya sea oral, escrito o de los gestos y de los hechos: son el honor y la fama, que representan en realidad las dos caras de una misma moneda.

Considerando el punto anterior, se hace necesario precisar sobre el honor dos cosas, primero, que es la percepción que cada persona tiene de su propia dignidad y valor; segundo, que está dirigido a su presencia ya que se puede honrar o deshonrar a una persona, según nuestras palabras, gestos o hechos que impliquen el reconocimiento o la minusvaloración, peor aún, la negación del valor de la persona que tenemos adelante. El honor comprende tanto la dignidad fundamental del hombre en cuanto tal, como las prerrogativas derivadas de la condición de ciudadano y los méritos particulares de índole moral, profesional, social, etc., que haya adquirido con su esfuerzo.

Cabe destacar que la referencia a la dignidad humana -en cuanto tal- asegura a todo hombre, aunque carezca de particulares méritos o sea culpable ante los demás, un mínimo de honor que tiene cada uno, que puede ser más o menos adecuado a la realidad. Claro está, dejando aparte el honor debido a todo hombre por la dignidad que posee en cuanto hombre, una persona puede pensar que tiene méritos y mejores cualidades de las que realmente posee, como también es posible que piense que vale menos de lo que vale. Por lo tanto, la posible disociación entre juicio subjetivo y realidad objetiva puede falsear el sentimiento de sentirse honrado o deshonrado por parte de los demás.

Por otro lado, es importante precisar que, la diferencia de la fama respecto al honor consiste -en sentido social- en que la fama se refiere a lo que los demás piensan de una persona, a lo que dicen de tal persona cuando ella no está presente. Difamar es distinto de deshonrar: se difama a la persona ausente, se deshora a la persona presente. En todo caso, desde el punto de vista de la psicología tanto la fama y el honor no son bienes accesorios, sino que representan una necesidad. La necesidad de ser estimados por otros, lo que representa una característica distintiva del ser humano consciente de sí mismo. Consciencia que se refiere al individuo como centro vital que no solo tiene necesidad de conservarse, de alimento, etc., a la vez que se sabe portador de una dignidad y de valores individuales de significado objetivo, en virtud de los cuales se inserta en el orden jerárquico de la realidad.

Además de lo anterior, y para finalizar, es importante considerar que hay tres elementos que están presentes en la conciencia de la propia dignidad y del propio valor: 1.- El sentido de la individualidad y de la singularidad, 2.- la capacidad de autodeterminación y, 3.- el sentido de responsabilidad ante la propia misión. Elementos que dan lugar a una temática diferente de la necesidad de ser estimado por los demás: aquí se trata ante todo de una exigencia de la persona frente a sí misma, de la organización de la propia vida y actividades que la persona establece autónomamente, según convicciones personales que estima válidas, con independencia -en mayor o menor grado según las personas- del juicio de los demás. En virtud de estas convicciones, el sujeto no se permite ciertas actitudes y conductas, y cada transgresión reclama ante todo que sea el mismo sujeto quien la conozca y se perdone. De este modo, el sentido del honor constituye también un freno y una defensa frente a los impulsos negativos y antisociales. Su ausencia constituye sin duda un grave problema. Por lo tanto, si tomamos en cuenta estas consideraciones podemos entender que la estima de uno mismo o el sentido del honor es un bien necesario para el equilibrio y normal desarrollo psicológico y ético de la personalidad humana. Más aún, si pensamos en las dos caras de la moneda, tendremos presente que el honor y la fama son presupuestos fundamentales para la cooperación social y la necesaria cultura de respeto a la persona, propia de un ambiente social libre, sereno, y confiable como el que tanto necesitamos en Venezuela. Ambiente, por cierto, que cada uno puede, es más debe, ayudar a construir desde su respectivo entorno y área de influencia.

@hbravoj