Orlando Avendaño: El fracaso de Maduro en Nueva York

El presidente de Estados Unidos, Donald Trump, insinuó que estaba dispuesto a reunirse con el dictador venezolano, Nicolás Maduro. Solo si estuviera en Nueva York lo consideraría. Menos de una hora después nos enteramos de que el líder chavista había decidido asistir a la Asamblea General de las Naciones Unidas. Notable, porque unos días antes había asegurado que no viajaría porque lo querían “asesinar”.

Llegó al aeropuerto John F. Kennedy y en un audiovisual, antes de bajar del avión, regurgitó patéticas consignas chauvinistas. Que él venía a Nueva York a defender la verdad. Que sus testimonios se impondrían a la retórica que comparten todas las naciones democráticas del mundo. Que él triunfaría.





En el asfalto del Kennedy lo esperaba un triste canciller Arreaza, mariscal de las derrotas internacionales, y una alfombrilla roja, más de baño que de honores. Estrechadas de manos entre la comitiva compuesto por los orgullosos sancionados. Enemigos intrínsecos de Estados Unidos pero ahora en Nueva York, esperando que Trump les dedicara, al menos, la pose para una foto.

Para las cuatro de la tarde el exilio venezolano en Nueva York convocó a una manifestación de rechazo a la visita del dictador. En la calle cuarenta y siete con primera avenida. Aquella acera reservada para los ciudadanos que tenían algo que decir. Como nadie esperaba que Maduro viajara, la protesta se coló en la rutina de los venezolanos-neoyorquinos. La convocatoria fue súbita, pero de uno en uno empezaron a llenar un espacio que no les pertenecía —porque la plaza hay que reservarla con antelación—.

La caravana que el Gobierno de Estados Unidos había dispuesto para la seguridad del chavista aún no se había tropezado con las cuadras contiguas a las Naciones Unidas. Mientras, los venezolanos continuaban aglomerándose en un espacio rodeado de manifestantes chinos y zimbabuenses. A unos metros, en la esquina más cercana al edificio de la ONU, sobresalían los cientos de ciudadanos nicaragüenses, todos vestidos de azul, y bastante coordinados. Contrastando con los venezolanos, que aparecieron de improvisto, los nicas se veían organizados, con pancartas impresas, en inglés y en español, y con instrumentos para llamar la mayor atención posible.

Cuando ya el grupo de venezolanos era lo suficientemente decente, un miembro de la organización de la Asamblea General de las Naciones Unidas los invitó a acercarse a la acera de la primera avenida. Entonces se exhibió la solidaridad automática de dos pueblos que padecen el mismo tumor. Los venezolanos quedaron junto a los nicaragüenses. Y como si ambos nacionales hubieran padecido en la misma avenida el olor picante del gas lacrimógeno; como si a ambos los hubiera ensordecido el choque de los mismos casquillos contra el asfalto; blandieron las mismas consignas, ya gastadas por los venezolanos en la autopista Francisco de Miranda —y supongo que por los nicaragüenses en alguna zona de Masaya—.

“¡Y va a caer! ¡Y va a caer! ¡Este Gobierno va a caer!”.

“¡Y no, y no, y no me da la gana, una dictadura igualita a la cubana!”.

“¡Ni un paso atrás! ¡Ni un paso atrás!”.

“¡¿Quiénes somos?! ¡Nicaragua (o Venezuela)! ¡¿Qué queremos?! ¡Libertad!”.

Acá en Nueva York los manifestantes nicaragüenses y venezolanos se juntaron. Al unísono gritaban: “¡Viva la libertad!”. Porque resguardarla trasciende las fronteras.

Son dos sociedades que padecen lo mismo. Cuyos gobernantes han masacrado a sus hijos y hermanos. Dos pueblos que atesoran su libertad y la quieren de regreso. Que se unieron para decirle al mundo que rechazan a los dictadores Maduro y Ortega y que imploran la atención de las naciones.

Mientras, en el edificio de las Naciones Unidas, el chavista empezaba a dar pasos en un lugar al que no pertenecía. Todos los audiovisuales de Maduro en la ONU, lo que hacen es retratar el movimiento de una masa amorfa. Mofletudo y sonso. Demasiado aparatoso. Que contrasta groseramente con toda una sociedad que muere de hambre. Que en los últimos meses ha rebajado un promedio de más de diez kilos.

Y cuando habla se convierte en una deformidad patética. Sus primeras arcadas fueron así. Tristes. Un dictador solitario que tenía que esquivar a los medios porque en Nueva York no se permite la altivez de Miraflores, en donde puede intentar carajear a un periodista que le pregunta sobre el encarcelamiento de unos bomberos con sentido del humor. Acá no.

Era bastante claro: Maduro había viajado para reunirse con Trump. Quería hacerlo en medio de la tensión por la inminencia de una intervención militar en Venezuela. Fue su última y vergonzosa arrastrada. Muestra de “desespero”, como lo dijo la (ex)partidaria del chavismo —pero aún muy comunista—, Eva Golinger. Pero el presidente de Estados Unidos, demasiado astuto para el burdo chavista, no lo recibió. La Casa Blanca negó que hubiera una reunión pautada entre el magnate y el dictador. Y Maduro, entonces, quedó mal. Muy mal. Como señorita embarcada, pero luego de perder la dignidad. Terriblemente mal. Entre sus comrades, se mostró débil. Y frente al enemigo, desesperado.

Ya no le quedaba sino ofrecer su perorata. Afortunadamente fueron muy pocos los que se llenaron de paciencia para ver al dictador en su usual papel de playing the victim. Tratando de estafar. Pero fue mediocre. Un intento anodino de colar sus mentiras, llenas de complejos y resentimiento.

Nicolás Maduro trató de mentirle en la cara a Nikki Haley, que hace poco había visitado la frontera. A los presidentes de Brasil, Colombia y Perú, que padecen directamente el impacto de la mayor crisis de refugiados del hemisferio Occidental. A los venezolanos regados por el mundo, que han tenido que abandonar a sus familias.

Fue un discurso lúgubre y repleto de los lugares comunes a los que acuden los socialistas. Pero Maduro no se veía con la confianza que exhibe en Caracas, frente a los ministros que aplauden como mamíferos. Aquí, titubeante y nervioso. Con la mirada ida en momentos. Las rechonchas manos sin poder estar quietas. Una imagen bastante patética. Deforme y repulsiva.

El día pasó sin que Maduro cumpliera su objetivo de, al menos, rozar la piel de Trump. Aunque pudo verse con su jefe, Díaz-Canel, en la Riverside Church, en la calle 120. El único espaldarazo que recibió fue el del cubano.

El día siguiente también fue triste para el mandatario. Trump tampoco lo recibió y tuvo que enfrentarse al grito de los medios que le recordaron la existencia de sus «narcosobrinos» en Nueva York. Tuvo una breve reunión con el socialista secretario general de las Naciones Unidas, Guterres, y a las horas abandonó la principal ciudad del continente.

Sin embargo, a las afueras del edificio de la ONU, los venezolanos se exhibieron con mayor energía que el día anterior. Ahora el espacio sí lo tenían reservado y la convocatoria la había hecho el reconocido dirigente y exiliado, Antonio Ledezma.

Eran más de cien. Muchos que imploraban libertad. Que la pedían a gritos mientras también dejaban claro cuán despiadado es el régimen de Nicolás Maduro. Pancartas detallaban que, según Caritas, este año podrían morir de hambre 300 mil niños. También que en Venezuela hay más de 300 presos políticos y que la delincuencia se roba unas veinte mil almas al año.

Y al rato de la manifestación, de improvisto y lo que podría ser un gesto inédito y muy valioso, la embajadora de Estados Unidos ante la ONU, Nikki Haley, se acercó. Blandió un altoparlante, frente a los manifestantes y el ímpetu de Ledezma, para decirle a los venezolanos que la administración republicana no descansará hasta que Maduro deje el poder. Que ella misma, Nikki Haley, está comprometida con la causa por la libertad de Venezuela.

“No vamos a dejar que el régimen de Maduro, apoyado por Cuba, siga haciéndole daño a los venezolanos. Así que les digo: alzaré mi voz, Trump alzará su voz, Estados Unidos alzará su voz, y Maduro nos escuchará”, dijo, ante los cientos de venezolanos, Nikki Haley.

Al pisar Caracas, el dictador aseguró que su visita había sido un inmenso “triunfo”. Dijo que su discurso —patético y triste, hay que insistir— había “impactado profundamente al mundo”.

Bueno, al día de hoy, este es el balance de la jornada:

La sala se vació cuando Maduro habló. Quedó embarcado en Nueva York. La administración republicana de Trump se comprometió con “limpiar” Venezuela y la embajadora Haley dijo, con un megáfono, que lo combatiría. Seis países lo denunciaron en la Corte Penal Internacional —y este sábado se unió Francia, por lo que ahora son siete—. Se discutió el principio de responsabilidad de proteger, en el marco de la Asamblea General. Y coge fuerza una iniciativa de senadores estadounidenses para designar al régimen chavista como patrocinador del terrorismo.

Lo de Maduro en Nueva York fue un fracaso. Estruendoso. Hoy decían que lo mejor para él, era que no asistiera. Pero a nosotros nos importa lo que lo hunda, y este viaje fue una gran victoria para la causa por la libertad de los venezolanos.

El régimen ha estado a punto del colapso por imperdonables torpezas. Este viaje fue una. Y gigante.

 

Orlando Avendaño