Teodoro, por Laureano Márquez

Teodoro, por Laureano Márquez

No voy a escribir una nota fúnebre ni triste. Creo que él habría dicho: “¡Déjate de pendejadas, chico!”. Teodoro tenía gran sentido del humor, a pesar de que daba la impresión de estar siempre bravo. Es más, creo que él estaba muy claro en relación con la fuerza extraordinaria que tiene el humorismo. Recuerdo que, cuando fundó TalCual, me llamó para ver si yo quería escribir en el nuevo periódico. Lo sentí como un altísimo honor.

Yo dejé el diario El Mundo, donde cobraba, para irme a trabajar de gratis con Teodoro. Esas cosas despertaba él. Cuando llevaba meses escribiendo, me llamaron del periódico para sacarme una foto que serviría para transformarla en el dibujo de cada columnista. Ese día me dijo: “¡Mira, chico, tengo ganas de poner un artículo tuyo de editorial un viernes de estos!”. Al poco tiempo tuve la responsabilidad de escribir los editoriales de TalCual, no uno, sino todos los días viernes. Debo decir que esa confianza de Teodoro en mí fue un estímulo que me comprometió y que hizo que escribiera con más responsabilidad y criterio, aunque a veces con menos humor, cosa que él me recriminaba a menudo: “¡Tas muy serio, chico!”. Esa distinción al humorismo para cumplir un rol editorial en un periódico que es esencialmente de opinión fue una apuesta de avanzada y riesgosa de su parte.





Por un editorial mío, a instancias de Chávez, se le abrió un proceso judicial al periódico en la ciudad de Barquisimeto. Yo estaba abrumado por las consecuencias de aquello y por mi responsabilidad en el asunto. Teodoro parecía disfrutar de ese nuevo combate judicial en los tribunales de Lara con la emoción de un niño que va a un juego de béisbol. Varias veces fuimos a Barquisimeto durante el desarrollo del proceso. Tengo el honor de decir que la única vez que me senté en el banquillo de los acusados fue junto a Teodoro. Recuerdo que, haciendo yo mofa de su mal carácter (una injusta fama que le acarreó su cara de ogro), comentaba el trágico destino que avizoraba para mí: ¡compartir celda con Teodoro!, él abriendo túneles y yo claustrofóbico.

Fue siempre un luchador en contra de las injusticias, en sus años juveniles no de la mejor manera. La izquierda venezolana, efectivamente, cometió el error de pensar —por el impacto que en el continente produjo la experiencia cubana— que el poder podía conquistarse por las armas. Sin duda fue un error y fracasó, a Dios gracias. Este es el expediente que siempre usarán quienes quieran denigrarlo ahora y en el futuro, sin que importe mucho el haber tenido la valentía —escasa en nuestro país— no solo de reconocer el error, sino de hacer todo lo que hubiera estado a su alcance por enmendarlo, convirtiéndose en abanderado de la lucha pacífica y democrática. Fue pionero mundial de un socialismo comprometido con la democracia y la libertad, con todo lo que eso significaba para una izquierda latinoamericana subsidiaria del totalitarismo ruso y cubano.

Teodoro se opuso a este régimen de manera frontal. Lo pagó caro. Tuvimos demandas y sanciones que acorralaron a TalCual; también, prohibición de salida del país en su contra y un último gesto de maldad cuando este régimen demencial lo acusó de insania mental, lo cual —contrariamente— es un aval de su profunda lucidez de siempre.
La vida de Teodoro fue un testimonio de honestidad y de respeto a la democracia, que nunca lo favoreció con la preferencia popular en las diversas elecciones en las que participó, pero que acató siempre. Alertó al partido que había fundado cuando este se lanzó por el abismo de apoyar a Chávez, lo que le costó su expulsión.
Fue el ejemplo de una especie de político tan extinta como necesaria: con una formación intelectual sólida, una brillante carrera académica, pero —por encima de todo— con un sentido común que, como suele decirse, “es el menos común de los sentidos”. Nunca fue bueno publicitando su alma bondadosa, su extraordinario corazón: lo que hacía su mano derecha nunca lo supo la izquierda.

Los antiguos egipcios pensaban que, al morir, el espíritu del fallecido era conducido por el dios Anubis ante el tribunal —¡otro más, Teodoro, estarás feliz!— de Osiris. Anubis extraía del difunto su corazón —que representa la conciencia y la moralidad— y lo colocaba en uno de los platillos de la balanza de Osiris. En el otro platillo se colocaba la pluma de Maat —símbolo de la verdad y de la justicia universal—. Sometida el alma a un interrogatorio por sus acciones de parte de los dioses, la balanza hacía su trabajo: un corazón desprendido, honorable y bueno pesaba menos con cada respuesta. Qué grande cosa sería para los talcualeros ver por un huequito a nuestro jefe en este interrogatorio.
Buen viaje, querido Teodoro, al mundo de las eternas verdades. Que tu corazón vaya tan liviano como tu pluma.