Como otros venezolanos enfermos, Beatriz Nicolás vendió todo lo que tenía para viajar a España y tratar su enfermedad. Terminó en un albergue para toxicómanos donde su vida corre peligro, publica El País.
Por FERNANDO PEINADO
Sentada en una cama de la sala de emergencias del hospital 12 de Octubre, Beatriz Nicolás acaba de burlar de nuevo a la muerte. Tiene una sonrisa dulce que engaña. Sus pulmones están duros como una roca a causa de una fibrosis pulmonar. Al filo de la medianoche del viernes pasado, una enfermera la visita y le dice que sus constantes vitales están bien. Aunque ella no quiere, le dice que deberá volver al albergue para personas sin techo Puerta Abierta, en el sur de Madrid junto a la autopista M-40, donde ocho horas antes la recogía una ambulancia. Se estaba asfixiando y creía que esta vez sí llegaba su final, sola y arruinada, con solo 45 euros en el bolso, sin el nuevo pulmón que vino buscando a España desde Venezuela.
“No quiero regresar a un lugar tan tétrico. Ya el Gobierno venezolano me condenó a muerte, pero, por favor, déjenme morir dignamente”, se lamenta Beatriz.
I. HUIDA
El día que salió de Venezuela había 32 personas en silla de ruedas esperando para ser montadas en el avión de Air Europa con destino Barajas, según le dijo la azafata que la subió a la aeronave. “Éramos un hospital volando”, recuerda Beatriz sobre aquella noche del 6 de julio de 2017 en el aeropuerto internacional de Maiquetía, en Caracas. A sus 51 años dejaba atrás el país donde había residido toda su vida. Allí había sido profesora de Historia de la Arquitectura y empresaria de bisutería. Portaba su pasaporte francés, nacionalidad que heredó de su padre, y todos sus ahorros. Tenía la intención de que la examinara el doctor Ferrán Morell en su consulta de Barcelona. Su neumóloga venezolana se lo había dicho sin medias tintas: “O te vas o te mueres”.
En Venezuela contrajo hace 15 años un asma bronquial que le hacía toser hasta sangrar y que no había podido tratar por la falta de medicinas. Con el paso de los años le diagnosticaron una fibrosis pulmonar, que solo podía ser curada con un trasplante, pero un nuevo pulmón era un sueño imposible si permanecía en el país sudamericano, donde el sistema de salud ha colapsado por completo.
El fenómeno de los emigrantes enfermos de Venezuela ha sido denunciado por organizaciones internacionales. Amnistía Internacional advirtió en marzo que “miles [de personas] están huyendo de una situación agónica que ha convertido enfermedades curables en cuestiones de vida o muerte”. Hay escasez de medicinas, vacunas y suministros médicos tan básicos como gasas estériles, jeringuillas o alcohol, según la Federación Farmacéutica de Venezuela, Fefarven.
Quienes pueden, pagan un avión para Madrid, Miami o Santiago de Chile. Los que tienen menos medios viajan a Colombia, donde fueron tratados de urgencia 24.000 venezolanos en 2017, según el Ministerio de Salud colombiano. El Gobierno venezolano, que ha dejado de publicar toda información sobre el sistema sanitario, niega la existencia de una crisis de medicinas y alimentos y ha rechazado las ofertas de cooperación de la comunidad internacional.
En su vuelo de nueve horas a Madrid, a Beatriz le acompañaba su enfermera, Jenny Mujica, con un kit para atenderla en caso de paro respiratorio. Según el relato de ambas, el viaje fue dramático. Una pasajera de unos 60 años, tres butacas por detrás, sufrió una convulsión que la dejó inconsciente. A Beatriz se le vaciaron de aire los pulmones a causa de la presión atmosférica y tuvo que ser atendida con una de las bombonas de oxígeno para emergencias que portaba el avión. Los médicos le habían advertido de que corría mucho riesgo montándose en una aeronave por su estado frágil, pero no tenía otra opción.
Al aterrizar, una ambulancia atendió los dos casos de urgencia. Beatriz acabaría pasando un mes en el hospital, aquejada de un neumotórax, una filtración de aire entre el pulmón y la caja torácica. Ni Beatriz ni su enfermera Jenny Mujica saben qué suerte corrió la otra paciente. “A veces me acuerdo de la gente en mal estado que venía conmigo en el avión. ¿Habrán sobrevivido?”, se pregunta Beatriz.
Lo cuenta entre tos y tos en la sala de emergencias del hospital 12 de Octubre. En su dedo índice porta un pulsioxímetro que mide la saturación de oxígeno en la sangre. Una persona sana suele tener más de 95% en reposo. Ella, con suerte, llega a 80% conectada a su concentrador de oxígeno, una máquina que purifica el aire.
Cuando le dieron el alta y pudo instalarse en el apartamento de Sanchinarro de un antiguo compañero de la universidad, Jonathan Betancur, continuaron sus problemas. Había perdido su cita en Barcelona con el doctor Ferrán Morell, además del dinero del tren AVE. Se dio cuenta de que sus ahorros habían menguado drásticamente debido al alto coste de las medicinas y del gasto en electricidad de unos 500 euros al mes de la máquina de oxígeno.
Antes de tomar su avión a España, había vendido su casa de cuatro habitaciones en Barquisimeto, una ciudad a dos horas por carretera del mar Caribe, por el equivalente a 220.000 euros en moneda venezolana. Pero debido a los controles cambiarios en su país no pudo convertir sus bolívares en euros de inmediato. En cuestión de semanas el bolívar se desplomó, durante las protestas contra el Gobierno de la primavera del año pasado. En el mercado negro pudo cambiar parte del valor de la casa y llegó a España con unos 13.000 euros en mano. Su última conversión de moneda la hizo en noviembre del año pasado: por la mitad de lo que había valido la casa le dieron 1.200 euros. Vivió un año en el piso de su amigo, pero este también lo perdió todo a causa de una deuda y se fue a vivir fuera de Madrid con un familiar, hace dos meses y medio.
II. SOLEDAD
De repente Beatriz, sintió el miedo de acabar en las calles de Madrid desamparada. Ella había vivido cómodamente en la Urbanización del Este, el mejor barrio de Barquisimeto, hija de la venezolana Raquel Baiz y el francés Robert Nicolás, un ingeniero que había trabajado para el Gobierno venezolano de la IV República, el régimen anterior al chavismo. Estudió tres carreras (arquitectura, informática técnica y publicidad) y fue profesora en la sede de Barquisimeto de la Universidad Central, donde solía ponerles a sus alumnos fragmentos de películas extranjeras “para que apreciaran la arquitectura del mundo”. Pero durante la mayor parte de los últimos 20 años, el período que el chavismo lleva en el poder, su principal dedicación fue cuidar a sus padres enfermos. Ambos sufrieron también por la falta de medicinas. Su madre anciana murió en 2011 por falta de calmantes para una enfermedad del hígado y su padre en 2014 a causa de la falta de suero fisiológico para recibir medicación intravenosa.
Sus últimos recuerdos antes de salir de Venezuela el año pasado son de la miseria absoluta. Como otros venezolanos de toda condición económica se pasaba el día buscando comida y medicinas. Decidió no salir más de casa en febrero del año pasado, cuando vio a plena luz del día a un grupo de adolescentes rebuscando en la basura. “Eran cinco o seis jovencitos con el uniforme del liceo y estaban sentados chupando cascaras de naranja, y masticando trocitos de sándwich y hamburguesa que se repartían entre ellos”, recuerda con lágrimas.
Por suerte, no pasó ni un día en la calle de la capital de España. Como otros venezolanos que han huido del caos en su país pero han quedado sin techo, ha sido acogida por la red de albergues municipales. Según el Ayuntamiento de Madrid, los albergues madrileños han atendido entre abril y octubre a 326 venezolanos, la mayor comunidad de extranjeros auxiliados (en todo 2017 habían sido acogidos 190). Fuentes de Cruz Roja informan de que los venezolanos son aproximadamente la mitad de las 464 personas que hospedaban a final de octubre en su red de centros en la capital.
El Samur social, el servicio de atención a las personas vulnerables, la derivó al albergue Puerta Abierta, una mole gris donde el Ayuntamiento suele dar techo a toxicómanos y personas con problemas mentales. Lo llaman un “centro de acogida de baja exigencia” y pertenece a la red de centros para la campaña de frío. En el lobby, donde se suele concentrar un grupo de hombres toxicómanos, los trabajadores han colgado fotos de los residentes con calabazas de Halloween.
Beatriz dice que pasa miedo y que ha sufrido agresiones por parte de algunos residentes. Cuando sale de su dormitorio compartido se asfixia con el humo que circula por el ambiente, en el cuarto de baño o el que entra al lobby desde la puerta del centro, donde se reúnen varios residentes a fumar. Se queja de que los trabajadores la obligan a seguir el mismo régimen que el resto de residentes, a pesar de estar enferma, y que ha sido “castigada” por no obedecer las reglas. No debería moverse porque pierde oxígeno, pero la obligan a salir del cuarto a las diez de la mañana cada día durante el horario de limpieza. La dirección alega que el aislamiento no le favorece y que está más segura en un área común vigilada.
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