Venezuela en el diván… por Gustavo Tovar-Arroyo @tovarr

El acento venezolano

Madrid, sí, ahora estoy Madrid. Orilla del naufragio venezolano. El acento, sí, el acento está por todas partes. Mientras caminas. En el restaurante. En el café o en la librería, En el museo o en el cine. Me dicen que también está en los burdeles, eso no lo sé ni lo sabré, pero no tengo porqué dudarlo. Es obvio.

Es demencial nuestro destierro. Me topé con venezolanos por todas partes. Los abracé, en algunas ocasiones sin saber muy bien la causa lloramos.





Sí, lloramos.

 

El abrazo que nos borda

Cada día son más los venezolanos en el exilio, somos una fraternidad rota, cada abrazo nos reunifica como país, nos borda y remienda por un instante, pero la sensibilidad se deshace una vez que los cuerpos se distancian.  Es extraño.

Abracé, por ejemplo, a Zugeimar Armas y a Paola Lander, madre y hermana del ángel de nuestro siglo: Neomar Lander, y sentí el salpullido frágil del Salto Ángel, el acorde dulce del Alma Llanera y la brisa de la costa de Vargas en sus brazos.

Cuando me soltaron, volví en mí: venezolano roto en el destierro. Náufrago.

 

En búsqueda de una sombra

Procuré participar en todos los eventos organizados por venezolanos: desayunos, almuerzos, cenas, incluso borracheras (sólo una). También formé parte de una protesta –me hacía falta–frente al Ministerio Interior de España solicitándole al gobierno que la solidaridad con los venezolanos sea efectiva y se traduzca en hechos concretos. La orfandad es atormentante.

De las decenas de miles de solicitudes de asilo ni un 5% de ellas ha sido aprobada. Náufragos, rotos, desabrigados, los venezolanos no tienen ni siquiera la oportunidad de alcanzar una sombra jurídica después del horror de su naufragio. Están a la intemperie y sin destino.

¿Por qué?

 

La sutura de la dignidad y el remiendo de una moral despedazada

Fui a visitar los refugios donde los venezolanos viven durante meses hasta que logran regularizar su solititud de asilo; deambulé –avergonzado– por las extenuantes colas que tienen que aguantar a la intemperie, amoratados de frío, para gestionar una cita migratoria; vagué por las calles repartiendo monedas a improvisados bailarines y músicos venezolanos que le cantan al desdén del transeúnte. Todo eso en un Madrid desbordado de náufragos.

Es fatigante hasta la asfixia el drama migratorio. La rotura es gravísima. ¿Quién sutura nuestra dignidad como pueblo? ¿Quién remienda nuestra moral despedazada?

¿Estoy loco?

 

En el abrazo…

Mi profusa y a veces desquiciada necesidad de abrazar venezolanos comenzó tan sólo asomé mi rostro en la salida del aeropuerto y una familia de margariteños me pidió limosna –lo mismo había sucedido en Quito, Lima y Bogotá– para comprar comida para sus niños. La realidad abofetea. ¿Hasta cuándo?

Decidí abrazar repetida y sostenidamente a cuanto venezolano me topase como propuesta “política” a la agonía. Lo hice una y otra vez, sin prejuicios ni estupor, fuese quien fuese mi sorprendida víctima: ¿eres venezolano? Ven para acá, abracémonos, somos dos náufragos que se reencuentran en la orilla. ¿Te das cuenta?

En el abrazo, bordamos a Venezuela.

 

Otra forma de arte

Lo he dicho antes: la cultura y el arte, incluso la fraternidad, son la verdadera patria en el destierro. Sí, nuestro acento, nuestro tono y lenguaje, nuestros sabores y comida, nuestra música, nuestro arte, son Venezuela. Por ello, el reconocer un venezolano y abrazarlo reivindica y cura. Él es Venezuela.

En ese sentido, abracé a Mitzy Capriles y a Ledezma, también a Antonieta López y a Leopoldo, a mis queridos Lorent Saleh y Lester Toledo, a Sergio Contreras y Dinorah Figuera, los abracé a ellos y a muchos más, no paré de abrazar gente. Es una propuesta política.

También una forma de arte.

 

Venezuela en el diván

Escrita por Ibéyise Pacheco pero adaptada para teatro por Héctor Manrique, quien en un esfuerzo tanto físico como artístico la dirige y actúa magistralmente, la Sangre en el diván es un drama que todo venezolano debe ver esté en Venezuela o en el exilio. Estamos ante una auténtica e inolvidable obra de arte. No sólo lo expreso por el superlativo, brillante y soberbio trabajo actoral de Héctor (no exagero, es avasallante), sino porque la obra es un fidedigno reflejo psicológico del delirio mesiánico y criminal que tatuó el tiempo histórico dominado por el chavismo.

Desde la desnudez inicial del doctor Chirinos sobre el diván hasta la desnudez última, la demencial borrachera venezolana –que nos llevó al naufragio nacional– queda representada magníficamente en este monólogo a un tiempo psiquiátrico y político.

Por eso abracé sostenidamente a Manrique en Madrid y celebré su obra, porque puso a Venezuela en el diván del siglo.

 

Postdata como ritual de fe: No estamos muertos, hay arte, bella arte. Venezuela crea y se recrea. El talento artístico venezolano es el anticuerpo más noble ante la barbarie de nuestro tiempo, es la semilla y también el agua. Que siga la siembra…