Integración, el verdadero reto de la migración venezolana en Colombia

Los retratos de migrantes y refugiados venezolanos se muestran en Bogotá como parte de una campaña organizada por varias ONG con el objetivo de dar visibilidad y cara a las personas en condición migratoria, el 18 de diciembre de 2018.
Raul ARBOLEDA / AFP

 

 

Ya conocemos el tamaño del éxodo. Según las cifras oficiales, para finales del 2018, se encuentran legalmente registrados como residentes estables en Colombia 1.235.593 venezolanos, publica La Opinión.





Hay quienes sostienen que el número real es mayor. Pero aceptándolo como el más confiable, en todo caso es la cifra declarada por las autoridades de gobierno, se puede concluir que estamos frente a uno de los más grandes fenómenos de movilidad humana entre dos países con frontera común ocurridos en la historia de América Latina.

También sabemos que el éxodo es para largo. Porque, aún si el régimen autoritario de Nicolás Maduro se derrumbara mañana por la tarde, los niveles de deterioro de la sociedad y la economía venezolana son tan grandes grandes que una mínima recuperación, y por tanto un presumible retorno masivo de los emigrantes, siendo optimistas, tardaría por lo menos unos cinco años en ocurrir.

Además, los estudiosos de las migraciones masivas han observado que, cuando se producen los procesos de retorno, menos del 20% de los que habían partido regresan al país de origen. Los demás echan raíces. Se mezclan. En Venezuela lo sabemos bien.

Europa occidental se recuperó con éxito de las dos guerras mundiales, pero de las centenas de miles de italianos, españoles y portugueses que a partir de los años 1940 emigraron a Venezuela en la posguerra, muy pocos regresaron.

Resulta, además, que el fenómeno contemporáneo de la migración venezolana es bastante atípico. No responde a los factores ya clásicos de los grandes desplazamientos.

Los venezolanos no huyen de un conflicto bélico. Como los sirios a Europa de la guerra civil. Tampoco de una catástrofe natural. Como los haitianos a Dominicana luego del terremoto de 2011. Ni salen a buscar fortuna o a mejorar sus condiciones de vida. Como tantas migraciones latinas a USA o Europa. Y solo una pequeña parte son, en sentido estricto, perseguidos políticos. El caso del Chile de Pinochet o la Cuba de Fidel.

El emigrante venezolano huye de una catástrofe social resultante de un fracaso político. Estamos ante un contingente humano en movimiento cuyos miembros padecen su situación más como un castigo que como una alternativa. Se perciben a sí mismos como refugiados antes que como emigrantes.

El refugiado es alguien que ha sido obligado a marcharse de su país porque su seguridad, su libertad o, incluso, su propia vida está en riego.

El emigrante, en cambio, decidió libremente marcharse por conveniencia personal. Sabe que puede volver cuando quiera. El refugiado no. Porque su vida o su libertad corren peligro si regresa.

El venezolano, especialmente el de menos recursos, quema sus naves al partir. Cuando cruza a pie la línea fronteriza sabe que, como la mujer de Lot a Sodoma, no debe voltear a mirar. Atrás queda la debacle. Adelante la incertidumbre. Es una condición muy vulnerable. Porque, hay que decirlo, la venezolana es una migración de la desesperanza.

¿Qué debe hacer Colombia?

El primer paso es asumir, como al menos en lo declarativo parece haberlo hecho ya su gobierno central, que la migración venezolana es de hecho un componente decisivo del futuro colombiano. Y que su tratamiento exitoso requiere del diseño y ejecución de políticas pública de Estado, integrales y pensadas para el largo plazo. Los paños calientes en estos casos no funcionan.

Veámoslo así. Es como si de improviso se le hubiese anexado a Colombia un nuevo departamento. Porque el número oficial de venezolanos inmigrantes es casi exactamente el mismo del total de pobladores del Norte de Santander. Lo que significa que la población anexada requiere un número de servicios educativos, atención a la primera infancia, vivienda, transporte, salud, y seguridad, equivalente a todos los del Norte de Santander. Y para suplir esos servicios, sin crear caos local, tanto el mundo privado como el Estado deben planificar.

Un aporte al crecimiento económico

Pero también el fenómeno es una gran oportunidad. Si se aplican las políticas correctas a corto plazo, en el largo la migración venezolana puede contribuir al crecimiento económico de Colombia.

Es lo que estima el Informe “La migración venezolana a Colombia”, presentada en noviembre pasado por el Banco Mundial, cuando prevé que en el caso de que 500 mil migrantes se incorpore al mercado de trabajo, el crecimiento económico se aceleraría en 0,2 puntos porcentuales, explicado por un incremento en el consumo de 0,3 puntos y en la inversión de 1,2 puntos.

Para que así ocurra, es necesario dar una salto conceptual y político que algunos hemos definido como el paso de la “migración asistida” a la “migración productiva”. Es decir, entender que la mejor manera para que un migrante forzoso no sea una carga para el país receptor sino un factor de desarrollo económico y cultural, como las migraciones europeas y asiáticas que conformaron el gran melting pot de los Estados Unidos, es facilitando su integración, no aislándolo en refugios.

Para que se integre debidamente es necesario que el migrante se haga ciudadano con deberes y derechos. Y para que sea un ciudadano pleno debe hacerse productivo. Esto es, generar ingresos, ya sea como fuerza de trabajo o como emprendedor, pagar impuestos, cotizar con la seguridad social, conocer, cumplir y compartir las leyes, la cultura y sus derechos y deberes.

Dos grandes concertaciones

Una política migratoria integral debe partir de principios humanistas de solidaridad, pero también de un enfoque jurídico de derechos humanos, y del propósito económico de la integración y el social de la convivencia pacífica de los migrantes y refugiados dentro de la sociedad receptora como meta final.

En ese contexto la asistencia humanitaria es impostergable, pero corresponde básicamente la acción de emergencia. El tratamiento profundo y preventivo del fenómeno, el que lo puede convertir en una oportunidad y no en una amenaza, está en la previsión a largo plazo, la política de Estado y la inversión con sentido futuro.

Y de allí se deriva una segunda asignatura pendiente. Tal y como lo afirma otro Informe importante, presentado en octubre pasado por el Observatorio Venezuela de la Universidad del Rosario, “Retos y oportunidades de la movilidad humana venezolana en la construcción de una política migratoria en Colombia”, el éxito de una política migratoria a nivel nacional dependerá en gran medida de dos grandes concertaciones.

Una, la que tiene que ver con el carácter internacional del fenómeno, la promoción de una política exterior que comprometa a los demás gobiernos de la región, y a los organismos internacionales de cooperación, en acciones conjuntas de corresponsabilidad.

Y otra, en su dimensión nacional, que articule los esfuerzo del gobierno central con la sociedad civil, la academia, los medios de comunicación y, de modo muy especial, los gobiernos regionales, especialmente los de las zonas fronterizas en torno a estrategias comunes.

Tal vez sea este un nuevo comienzo para aquello que ni la diplomacia ni el mercado ha logrado a plenitud. La gran oportunidad para que la anhelada integración entre las dos naciones, desde siempre conectadas por un destino común, se produzca de abajo hacia arriba. Como ocurren los fenómenos sociales más duraderos.

Las migraciones entre ambos países han sido un viaje recurrente de ida y vuelta. Esta vez podría ser un gran paso de la desesperanza cíclica de un solo lado, a la esperanza compartida, de ambos.

Por: Tulio Hernández – Sociólogo experto en cultura y comunicación. Columnista del diario El Nacional.